viernes, 31 de agosto de 2018

Pirateo


            Hay temas de conversación que resultan complicadas porque ciertas costumbres están tan arraigadas que mantener una postura divergente es entendido como una rareza, como un esnobismo presuntuoso, o incluso como un ataque a quienes deciden tomar un camino diferente. Yo no quiero atacar a nadie, pero hoy quiero hablaros del pirateo, y en concreto, del pirateo del arte.

            Cuestiones aparte sobre lo que cada uno de nosotros considera que es el arte, y sobre lo que espero poder hablar en alguno de mis textos próximos, la cuestión sobre la adquisición gratuita de contenidos protegidos por las leyes de propiedad intelectual tiene múltiples esquinas. Entre otras cosas porque supongo que todos hemos pirateado algo en algún momento de nuestras vidas. Es complicado utilizar la palabra robo cuando implica llamar ladrón a todo el mundo. Sin embargo, hace tiempo que vengo defendiendo que un solo acto no define a una persona: un robo puntual no convierte a una persona en un ladrón desde un punto de vista ético, aunque por un solo robo te puedan sancionar o encarcelar. Desde un punto de vista ético, cada vez estoy más convencido de que no estoy aquí para juzgar a nadie, para definirla y encapsularla en un concepto, y mucho menos si este concepto es negativo. Por lo tanto, dicho esto, voy a la idea del pirateo más allá de quien decida piratear.

            Como digo, tenemos la perspectiva legal. ¿Es delito piratear un disco? Os soy totalmente sincero: no tengo ni idea. Y, además, hay que analizar cada caso, porque no es lo mismo hacerte una copia de seguridad privada que copiarle un cd de música a un amigo, pasarle una copia en mp3, hacer mil copias y venderlas en la calle en un top-manta o cualquier otra casuística que se os ocurra. Por lo tanto, el tema legal se lo dejaré a quien tenga las ganas de leerse los artículos dedicados a ello en el Código Penal que, según creo, andan por el 270.

            Pasemos a otra perspectiva más interesante: ¿es reprobable piratear un disco? Los argumentos a favor y en contra están pergeñados de razones económicas, pero también éticas. Me iba a liar la manta a la cabeza y empezar a hablar aquí de rollos económicos alambicados, pero sería estúpido. En la práctica, esto del pirateo esconde un argumento como el siguiente: “si puedo tener esa canción, ese disco, ese libro, esa película, o lo que sea, gratis, ¿por qué voy a pagar por ello?”. Otra cosa sería que fuésemos nosotros el artista, ¿verdad? También está quien ve un artista que se ha forrado, por las razones que sea, vendiendo legítimamente su producto, y se buscan argumentos para deslegitimar sus ganancias. No te digo ya si el artista es de izquierdas: ya sabéis, un rojo no puede ser rico, aunque pague uno por uno los impuestos que la sociedad decida en función de su renta disponible ajustada para sostener un Estado del Bienestar potente. Un rojo tiene que ser pobre por definición, pagar sus impuestos, pero además, entregar la práctica totalidad de sus ganancias.

            Además, hay una consideración más profunda que los niveles de renta de los artistas y ésta es cómo valora una sociedad cada uno de sus aspectos básicos y esenciales, lo cual marca de manera indefectible el nivel de calidad y evolución humana de esa sociedad. El primero de todos, por supuesto, es qué hace y cómo trata una sociedad a sus miembros más débiles. Tendríamos también cómo valora determinadas actividades como la investigadora o la educativa, es decir, qué consideración social y económica se les otorga. Otro aspecto fundamental, según mi criterio, es cómo valora la producción artística, y la mejor forma, la más objetiva, de valorar algo que hemos encontrado después de muchos siglos es ponerle precio. Quizá no sea la mejor, pero pasa como con la democracia: todavía no hemos encontrado un sistema mejor que éste. No tiene sentido sustraer una parte de nuestra actividad humana, como es el arte, del sistema global en el que nos movemos, y éste es una economía de mercado. Una sociedad que considera que sus artistas deben trabajar gratis, sinceramente, no la entiendo.

            Por todo lo anterior hace tiempo que no pirateo. El deseo de disfrutar de una creación artística no puede implicar que el creador de la obra, así como todos los que tiene a su alrededor y que coadyuvan a producirla con la mayor calidad posible y a llevarla hasta el público que la desea, no reciban una retribución económica adecuada, una retribución marcada por las leyes de la oferta y la demanda. Y, si por lo que sea, da la campanada y esas leyes le llevan a vender veinte millones de copias de un disco o de un libro, lo único exigible, según mi criterio, es que tribute de acuerdo a sus ingresos. Nada más. Y nada menos. Y es que el arte es fundamental para una sociedad que pretenda ser evolucionada ya que no sólo de pan vive el hombre: el arte alimenta la parte más humana que tenemos, y no valorarla adecuadamente y, de esta forma, arriesgarnos a perder toda la calidad que una artista puede verter en su obra, por el simple hecho de que no se pueda dedicar en exclusiva a esa noble ocupación… Un mundo sin arte. Ese sí que es un precio que no estoy dispuesto a pagar.

 

Alberto Martínez Urueña 30-08-2018

viernes, 17 de agosto de 2018

A los dos lados del tablero


            Dentro de los debates de actualidad que más me pueden asombrar son los de política internacional. No porque los de política nacional, económica, energética o social no tengan interés, sino porque la política internacional es la más desconocida de todas. Es la más hipócrita, la más susceptible de caer en demagogias y falsos mensajes, aquella que peca de prepotente con el más necio atrevimiento, la que cierra los ojos ante las evidencias más prístinas sin ningún tipo de pudor. Se presta a las defensas más extrañas, a los ataques más alocados, a las incomprensiones más absolutas. Se juzgan culturas y países con el prisma del neologismo occidental sin el más mínimo reparo. Ejemplo paradigmático fueron las primaveras árabes en donde el pueblo se alzó pidiendo una democracia que no comprendían. Hoy en día nadie sabe qué fue de todo aquello. Salvo en Siria, donde ya nos han dejado muy claro que la barbarie humana puede llegar hasta donde nadie más ha llegado, con intereses geoestratégicos oscuros, negocios armamentísticos y explicaciones de toda índole según a quien preguntes.

            ¿A quién le gustaría estar ahora mismo en Venezuela? Está claro: a los partidarios del gobierno venezolano que no se encuentren bajo sospecha. El resto, no es que no quiera, es que no puede querer, y no me extraña lo más mínimo. Tienen la economía desecha, les gobierna un sujeto que en realidad les odia y utiliza todas las herramientas a su alcance para perpetuarse en el poder y machacarles, para convertir la realidad del país en un “o conmigo o contra mí”, y que está llevando la situación hacia un conflicto fratricida del que nadie sabe cómo se sale medianamente bien parado.

            Me encanta cuando alguien, por mi condición de rojo casi negro, me saca el tema de Venezuela y me lo pone como ejemplo de lo que sucede cuando se deja el poder en manos de partidos de izquierdas. Como si las dictaduras tuvieran ideología económica… O como si querer un Estado del Bienestar potente en una economía occidental tuviera algo que ver una planificación estalinista de los medios de producción. O como si no existiera una clara tendencia intervencionista en los partidos democristianos y conservadores de derechas europeos. La Unión Europea, dominada desde hace años por tesis neoliberales, es uno de los mercados más intervenidos vía presupuestos públicos del mundo, y no veo a los correligionarios de los partidos conservadores exigiendo a sus líderes una mínima coherencia y eliminar las subvenciones a una agricultura comunitaria que ya ha demostrado ad infinitum su incapacidad para competir en mercados internacionales en condiciones de competencia perfecta. Por poner un ejemplo, pero los que sabéis de Fondos Comunitarios sabéis de lo que hablo.

            Me encanta ver estas cosas porque me pillan lejos, claro, y se prestan a conversaciones ligeras, como este texto. A esa gente tan preocupada por Venezuela y sus opositores reprimidos –yo creo que lo están, sinceramente– no les preocupa que todo Occidente le haga reverencias a la dictadura saudí, o la catarí, o la de Omán, o la de Kwait, con sus penas de muerte, sus familias opresoras de todo aquel que les mire con el ojo torcido, sin hablar del trato que dispensan a las mujeres o a los esclavos, que les tienen, pero no rebullen porque se les cepillan. Sin embargo, si os parece, dejemos fuera a esas dictaduras árabes que a nadie preocupan más que a los que ajustician y reprimen. No en vano, su sistema de gobierno es ése, mal que nos pese en Occidente por no haber sabido convencerles todavía de las bondades del nuestro. También tenemos sistemas que dicen ser democráticos porque hay elecciones, pero que cuando llegan los ojeadores internacionales, les da la risa. Hablamos de China, de Cuba o de Rusia, países siempre sospechosos de todo y con los que no hay problemas en mantener estrechas relaciones comerciales porque, en realidad, todos ganamos. Pero puestos hablar un poco todo de lo que estamos hablando, podemos recordar a nuestro querido Mariano, al que siempre tendré en alta estima por haberme dando tantas ideas para esta columna, reuniéndose con Teodoro Obiang, mostrándole al mundo su gran sonrisa de gallego bonachón; sonrisa aprendida del siempre vivo y querido Ansar, que se las dedicaba, entre otros, a Gadafi, el anteriormente terrorista libio, posteriormente amigo de nuestros países y cuyo final es por todos conocido. O cuando llamaba amigo al antecesor de Maduro, un tal Chavez del que no-sé-de-quien-usted-me-habla.

            Toda esta disertación para deciros que si queréis posicionaros en contra de mis ideas sobre cómo debe ser la estructura de nuestro Estado del Bienestar, no me intentéis sacar los colores con peña que da asco, porque al otro lado, al vuestro, hay la misma cantidad de miseria humana encaramada a la testa de los líderes conservadores. Hablemos con una mínima seriedad y con la profundidad suficiente para no caer en la estupidez tertuliana de quien acusa al contrario de soplapolleces sin sentido, y tratemos de ver en qué nos parecemos, para construir una casa en la que quepamos todos. Porque lo demás es perder nuestro tiempo; o más bien, entregárselo a precio de saldo a los que nos quieren aborregados hablando de Venezuela y de Arabia Saudí.

 

Alberto Martínez Urueña 17-08-2018

lunes, 13 de agosto de 2018

Querido tocayo


            Son pocas veces las que escribo un texto por petición expresa de alguno de mis lectores. Para este texto, me has sugerido hablar de controversias al respecto de la política. Ideologías por un lado, y cómo se llevan a la práctica por otro. Las incoherencias de los partidos, las pequeñas o grandes contradicciones, las posibles corruptelas, nepotismos, tráfico de influencias, intereses soterrados… De cómo nos acusarnos unos a otros de no ver la viga en ojo propio y fijarnos en la paja del ajeno, en la falta de objetividad, en la ausencia de criterio, o directamente en las guerras emocionales más allá de las razones. Creemos que nuestras ideas son las correctas y que los demás están equivocados, y de ahí pasamos a intentar convencer, en ocasiones de formas poco elegantes, a nuestros rivales dialécticos, y, lo que es peor, arriesgamos amistades, muchas veces por debates que directamente no nos afectan lo más mínimo.

            Con respecto a las ideas, diré que por supuesto que creo que las mías son las correctas. Si no fuera así, no las mantendría, agarraría otras que creyese más acertadas respecto a los valores primordiales que pienso y siento que han de regir la actuación humana. Por supuesto, no todas las ideas me parecen iguales, e incluso sostengo desde hace tiempo que hay ideas que no son respetables, aunque sí lo sean las personas que las defiendan. No quiero dejar de mencionar esto porque una de las principales lacras que observo en nuestro tiempo y que imagino que será común a otros, es la ausencia de prelación entre unas ideas y otras, la falta de estratificación, la no discriminación, haciendo que todas valgan lo mismo. Esto no puede ser así. Para mí, el ser humano y sus derechos, siempre primero; después, el resto de cosas. En base a esto, de manera genérica, la ayuda a los más débiles, a los necesitados, a los marginados, creo que ha de ser el primer principio de cualquier sociedad: estos problemas se han de resolver siempre los primeros precisamente por esa discriminación de que el ser humano y sus derechos han de ser protegidos por encima de todo. Y dentro de sus derechos, los primeros siempre los básicos: alimentación, vivienda, igualdad de oportunidades… Por supuesto, derecho a la protección efectiva en todos sus aspectos. Otras cuestiones quedan relegadas a una segunda posición que, sin pretender que sea irrelevante, sí que considero que está un escalón por debajo. Por eso, cuando leo teorías que implican prologar, o incluso cronificar, el sufrimiento de un ser humano, me opongo, como cuando desde el Gobierno se pedía paciencia para que las medidas económicas fructificasen: no puedes pedir paciencia –durante tiempo indefinido– a personas cuyos hijos no comen tres veces al día, hay que discriminar y poner esto por encima de otras consideraciones. Si esto es ser de izquierdas, lo soy. Luego, podemos hablar de economía y de la mejor manera de gestionar una organización social, pero cualquier debate ha de partir de la premisa de que todos los ciudadanos –o una inmensa mayoría de ciudadanos que no hayan sido excluidos por algún motivo de orden delictivo, o que se hayan autoexcluido– deben tener unas condiciones mínimas cubiertas antes de hablar de otros repartos.

            Luego, después de las ideas, tenemos el tema de los partidos políticos y si ponderamos de igual manera las incoherencias de unos o de otros. Hablo de las incoherencias, porque con respecto a hechos delictivos probados no hay un pase. Aquí es donde entra la otra parte de la controversia, porque indefectiblemente, todo lo que tiene que ver con el ser humano está sujeto a un grado de incongruencia, de inconsistencia, de incoherencia, de contradicción. Primero, porque puede haber objetivos que colisionen entre ellos y haya que elegir –de ahí la importancia de saber discriminar y ya he dejado claras mis prioridades–; y, después, porque las decisiones las toman personas con sus intereses personales y sus propias contradicciones. Y esto es común a todas ellas, y también a partidos políticos, religiones, asociaciones o empresas. Es inevitable que se produzcan.

            Pero claro, de las incongruencias de cada persona, o de cada agrupación, se pueden colegir motivaciones, y entonces entramos en las posibles interpretaciones, y aquí entra el problema de la falta de objetividad, así como en la gradación que cada uno haga de esas incoherencias, en la importancia de sus efectos y en las posibles responsabilidades por ellas. Responsabilidades políticas, en este caso, más allá de las penales, que son diferentes y van por otro vía. Por desgracia, como tú y yo sabemos, vivimos en un país en donde los líderes políticos ponen poco esfuerzo en parecer escrupulosamente honestos y coherentes. No puedes elegir alguien que brame por la honestidad y no tenga fantasmas en el armario. Más allá de esto, respondiendo a la controversia sobre la arbitrariedad o subjetividad de mis comentarios en los debates que mantenemos, sucede que los partidos de derechas son los que más vulneran abiertamente, a veces incluso premeditadamente, los principios que he puesto de manifiesto en un párrafo anterior, y por lo tanto, sus actuaciones me parecen más graves. Además, de todos los escándalos con los que nos desayunamos día sí, día también, el mayor de todos, a mi modo de ver ha sido la Gürtel. Tanto por todas sus innumerables ramificaciones que abarcan a casi toda España, como por la defensa durante años de personas cuyas conductas, afirmaciones y comportamientos –lo de los coches de lujo en el garaje era de traca– eran del todo menos claros. Lo cual no quita para que no sea capaz de ver la rampante corrupción de casos como los ERE de Andalucía, hecho delictivo que espero que paguen judicialmente, o el incongruente modo de vida que han elegido Pablo Iglesias e Irene Montero en los últimos tiempos, que no es delito, pero que debería haber supuesto su destitución, y así habría sido si de mí dependiera; no porque yo lo considere reprobable, sino porque ellos acusaron a otros de inmorales por hacerlo. Punto que no comparto con la izquierda, por cierto.

 

Alberto Martínez Urueña 13-08-2018

 

            PD: Lo que no voy a permitir nunca, bajo ningún concepto, es que partidos políticos revestidos de ideologías a las que mancillan cada vez que las mencionan, me hagan tener enfrentamientos con amigos, perder relaciones o incluso hacer que yo mismo pueda perder el objetivo de honestidad personal que persigo. Sé que tú también, todas nuestras amistades comunes, y otras muchas. Por eso, más allá de las ideas, estoy orgulloso de mis amigos a los que tendré siempre por encima de pequeñas veleidades que no pueden ocultar las grandes verdades internas que contenéis y que comparto.

 

viernes, 10 de agosto de 2018

Egocentrismo


            Llevo toda la semana queriendo escribir sobre ello y no lo consigo. No me sale un texto adecuado. Puede que sea imposible. Un video de Facebook compartido por mi admirado José Luis Garayoa, profesor de religión y misionero. Cerrad el texto si no queréis seguir leyendo.

            Se ve un camino recorrido por personas con el gesto impertérrito unos; vacío, otros. Cuatro personas en fila, tres mujeres. Una de ellas porteando a su espalda un niño pequeño que no reacciona demasiado, se le ve como perdido. Las otras son, una, madre de edad indeterminada, ajada y con la mirada ida; la otra, una niña pequeña con una falda de color marrón, quizá por el polvo del camino, un polvo rojizo que se ve que se pega a la tela, arcilloso. Tres o cuatro árboles famélicos a los lados del camino. La niña camina a un paso demasiado presuroso. Se ve que tendrá unos cinco o seis años, aunque dependerá de cómo haya sido su alimentación. El cielo se ve grisáceo.

            Van rodeadas por un grupo de hombres que parecen medianamente alegres. O, al menos, despreocupados. El andar presuroso de la niña pequeña lo determinan ellos. Con sus cortas piernas no es capaz de seguirles el paso si no es con esas pequeñas carreritas que todos hemos visto a veces en los niños. A su madre, uno de esos hombres la coge del cuello y la empuja, la obliga a ir más rápido. Se escucha alguna risa. El hombre que abre el grupo, va armado con un rifle de asalto.

            Es este hombre el que sale del camino, y los demás le siguen entre las piedras, rojizas, en una leve ascensión.

            Les tapan los ojos, les van colocando en la escena, arrodilladas. Suenan los disparos. En primera persona, el cámara te va mostrando como los cuerpos se estremecen. La madre y la niña caen al suelo. El niño porteado, todavía vivo, es arrastrado al suelo por el cadáver que todavía le lleva. De todos los que disparan, el que está más cerca, le remata. Su cabeza cae contra el suelo. Más galope de gatillos. Más estremecimientos. Alguna risa.

 

            Sé cuáles son los discursos para no dejar que la gente que quiere llegar a Europa lo haga. Hay razonamientos de todo tipo: económicos, históricos, culturales, otros que inflaman el miedo, otros que aprovechan el odio siempre dispuesto a quemar las entrañas… Los conozco, todos les conocemos, los hemos oído en algún sitio.

            Hay uno que es particularmente llamativo: el que habla del efecto llamada. El que argumenta que, si aquí relajamos las restricciones fronterizas, los migrantes africanos tienen un incentivo para intentar asaltar nuestros países. De todos los razonamientos, puede que éste sea el más insensato, y además, el que porta una mayor ceguera occidental. Porque los razonamientos económicos les puedo entender: hay teorías que explican los posibles efectos nocivos de aceptar a esas personas dentro de nuestros mercados laborales. Los históricos con respecto a la conservación de nuestro acervo cultural. Y luego los del miedo a la delincuencia, o los del odio contra aquellos que son diferentes y a los que no comprendemos. Todos ellos son perspectivas de quien tiene contra el que no tiene, de quien quiere conservar algo que dice que es suyo contra el que –supuestamente– viene a quitárselo. Pero lo del efecto llamada…

            El efecto llamada implica una visión egocéntrica que denota una gran ceguera. Implica que estas personas se ven influidas de manera determinante por nuestras decisiones. Una muestra de ese egocentrismo occidental, de ese imperialismo colonial, de ese tutelaje. Puede que influyamos sobre ellos cuando extraemos las materias primas que requerimos para mantener este estilo de vida desbocado y a ellos no les queda nada. O cuando nuestros gobiernos hacen negocios de armas para vender el estocaje de armas obsoletas que no podrían dar salida en ningún otro mercado. O cuando los líderes fácticos desestabilizan regiones enteras con sus decisiones empresariales. Pero no en este caso. Eso sólo es una visión egocéntrica, sin más motivo, como si Occidente fuera el sol respecto al que giran estas personas.

            Esas personas no inician un viaje repleto de incertidumbre y muerte, endeudándose hasta con su propia vida para poder llegar a las costas del Mediterráneo, porque haya Gobiernos que sean más o menos duros en su política migratoria. Quien crea eso es un necio. Esas personas inician ese viaje porque han visto la escena que os he descrito en primera persona, en directo, se lo han hecho a sus hermanas, a sus madres, a sus hijos… Porque hay lugares en el mundo en donde pasan esas cosas –y otras muchas– y quieren salir de allí como sea. No es por las luchas ideológicas y electoralistas de nuestros dirigentes, ni por las conversaciones más o menos encendidas que nosotros mantengamos por Whatsapp. Es porque si no, les matan.

            Que cada cual viva el espejismo que quiera.

 

Alberto Martínez Urueña 10-08-2018