viernes, 17 de agosto de 2018

A los dos lados del tablero


            Dentro de los debates de actualidad que más me pueden asombrar son los de política internacional. No porque los de política nacional, económica, energética o social no tengan interés, sino porque la política internacional es la más desconocida de todas. Es la más hipócrita, la más susceptible de caer en demagogias y falsos mensajes, aquella que peca de prepotente con el más necio atrevimiento, la que cierra los ojos ante las evidencias más prístinas sin ningún tipo de pudor. Se presta a las defensas más extrañas, a los ataques más alocados, a las incomprensiones más absolutas. Se juzgan culturas y países con el prisma del neologismo occidental sin el más mínimo reparo. Ejemplo paradigmático fueron las primaveras árabes en donde el pueblo se alzó pidiendo una democracia que no comprendían. Hoy en día nadie sabe qué fue de todo aquello. Salvo en Siria, donde ya nos han dejado muy claro que la barbarie humana puede llegar hasta donde nadie más ha llegado, con intereses geoestratégicos oscuros, negocios armamentísticos y explicaciones de toda índole según a quien preguntes.

            ¿A quién le gustaría estar ahora mismo en Venezuela? Está claro: a los partidarios del gobierno venezolano que no se encuentren bajo sospecha. El resto, no es que no quiera, es que no puede querer, y no me extraña lo más mínimo. Tienen la economía desecha, les gobierna un sujeto que en realidad les odia y utiliza todas las herramientas a su alcance para perpetuarse en el poder y machacarles, para convertir la realidad del país en un “o conmigo o contra mí”, y que está llevando la situación hacia un conflicto fratricida del que nadie sabe cómo se sale medianamente bien parado.

            Me encanta cuando alguien, por mi condición de rojo casi negro, me saca el tema de Venezuela y me lo pone como ejemplo de lo que sucede cuando se deja el poder en manos de partidos de izquierdas. Como si las dictaduras tuvieran ideología económica… O como si querer un Estado del Bienestar potente en una economía occidental tuviera algo que ver una planificación estalinista de los medios de producción. O como si no existiera una clara tendencia intervencionista en los partidos democristianos y conservadores de derechas europeos. La Unión Europea, dominada desde hace años por tesis neoliberales, es uno de los mercados más intervenidos vía presupuestos públicos del mundo, y no veo a los correligionarios de los partidos conservadores exigiendo a sus líderes una mínima coherencia y eliminar las subvenciones a una agricultura comunitaria que ya ha demostrado ad infinitum su incapacidad para competir en mercados internacionales en condiciones de competencia perfecta. Por poner un ejemplo, pero los que sabéis de Fondos Comunitarios sabéis de lo que hablo.

            Me encanta ver estas cosas porque me pillan lejos, claro, y se prestan a conversaciones ligeras, como este texto. A esa gente tan preocupada por Venezuela y sus opositores reprimidos –yo creo que lo están, sinceramente– no les preocupa que todo Occidente le haga reverencias a la dictadura saudí, o la catarí, o la de Omán, o la de Kwait, con sus penas de muerte, sus familias opresoras de todo aquel que les mire con el ojo torcido, sin hablar del trato que dispensan a las mujeres o a los esclavos, que les tienen, pero no rebullen porque se les cepillan. Sin embargo, si os parece, dejemos fuera a esas dictaduras árabes que a nadie preocupan más que a los que ajustician y reprimen. No en vano, su sistema de gobierno es ése, mal que nos pese en Occidente por no haber sabido convencerles todavía de las bondades del nuestro. También tenemos sistemas que dicen ser democráticos porque hay elecciones, pero que cuando llegan los ojeadores internacionales, les da la risa. Hablamos de China, de Cuba o de Rusia, países siempre sospechosos de todo y con los que no hay problemas en mantener estrechas relaciones comerciales porque, en realidad, todos ganamos. Pero puestos hablar un poco todo de lo que estamos hablando, podemos recordar a nuestro querido Mariano, al que siempre tendré en alta estima por haberme dando tantas ideas para esta columna, reuniéndose con Teodoro Obiang, mostrándole al mundo su gran sonrisa de gallego bonachón; sonrisa aprendida del siempre vivo y querido Ansar, que se las dedicaba, entre otros, a Gadafi, el anteriormente terrorista libio, posteriormente amigo de nuestros países y cuyo final es por todos conocido. O cuando llamaba amigo al antecesor de Maduro, un tal Chavez del que no-sé-de-quien-usted-me-habla.

            Toda esta disertación para deciros que si queréis posicionaros en contra de mis ideas sobre cómo debe ser la estructura de nuestro Estado del Bienestar, no me intentéis sacar los colores con peña que da asco, porque al otro lado, al vuestro, hay la misma cantidad de miseria humana encaramada a la testa de los líderes conservadores. Hablemos con una mínima seriedad y con la profundidad suficiente para no caer en la estupidez tertuliana de quien acusa al contrario de soplapolleces sin sentido, y tratemos de ver en qué nos parecemos, para construir una casa en la que quepamos todos. Porque lo demás es perder nuestro tiempo; o más bien, entregárselo a precio de saldo a los que nos quieren aborregados hablando de Venezuela y de Arabia Saudí.

 

Alberto Martínez Urueña 17-08-2018

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