Dentro de los
debates de actualidad que más me pueden asombrar son los de política
internacional. No porque los de política nacional, económica, energética o
social no tengan interés, sino porque la política internacional es la más
desconocida de todas. Es la más hipócrita, la más susceptible de caer en
demagogias y falsos mensajes, aquella que peca de prepotente con el más necio
atrevimiento, la que cierra los ojos ante las evidencias más prístinas sin
ningún tipo de pudor. Se presta a las defensas más extrañas, a los ataques más
alocados, a las incomprensiones más absolutas. Se juzgan culturas y países con
el prisma del neologismo occidental sin el más mínimo reparo. Ejemplo
paradigmático fueron las primaveras árabes en donde el pueblo se alzó pidiendo
una democracia que no comprendían. Hoy en día nadie sabe qué fue de todo
aquello. Salvo en Siria, donde ya nos han dejado muy claro que la barbarie
humana puede llegar hasta donde nadie más ha llegado, con intereses
geoestratégicos oscuros, negocios armamentísticos y explicaciones de toda
índole según a quien preguntes.
¿A quién le
gustaría estar ahora mismo en Venezuela? Está claro: a los partidarios del
gobierno venezolano que no se encuentren bajo sospecha. El resto, no es que no
quiera, es que no puede querer, y no me extraña lo más mínimo. Tienen la
economía desecha, les gobierna un sujeto que en realidad les odia y utiliza
todas las herramientas a su alcance para perpetuarse en el poder y machacarles,
para convertir la realidad del país en un “o conmigo o contra mí”, y que está
llevando la situación hacia un conflicto fratricida del que nadie sabe cómo se
sale medianamente bien parado.
Me encanta
cuando alguien, por mi condición de rojo casi negro, me saca el tema de
Venezuela y me lo pone como ejemplo de lo que sucede cuando se deja el poder en
manos de partidos de izquierdas. Como si las dictaduras tuvieran ideología
económica… O como si querer un Estado del Bienestar potente en una economía
occidental tuviera algo que ver una planificación estalinista de los medios de
producción. O como si no existiera una clara tendencia intervencionista en los
partidos democristianos y conservadores de derechas europeos. La Unión Europea,
dominada desde hace años por tesis neoliberales, es uno de los mercados más
intervenidos vía presupuestos públicos del mundo, y no veo a los
correligionarios de los partidos conservadores exigiendo a sus líderes una
mínima coherencia y eliminar las subvenciones a una agricultura comunitaria que
ya ha demostrado ad infinitum su incapacidad para competir en mercados
internacionales en condiciones de competencia perfecta. Por poner un ejemplo,
pero los que sabéis de Fondos Comunitarios sabéis de lo que hablo.
Me encanta
ver estas cosas porque me pillan lejos, claro, y se prestan a conversaciones
ligeras, como este texto. A esa gente tan preocupada por Venezuela y sus
opositores reprimidos –yo creo que lo están, sinceramente– no les preocupa que
todo Occidente le haga reverencias a la dictadura saudí, o la catarí, o la de
Omán, o la de Kwait, con sus penas de muerte, sus familias opresoras de todo
aquel que les mire con el ojo torcido, sin hablar del trato que dispensan a las
mujeres o a los esclavos, que les tienen, pero no rebullen porque se les
cepillan. Sin embargo, si os parece, dejemos fuera a esas dictaduras árabes que
a nadie preocupan más que a los que ajustician y reprimen. No en vano, su
sistema de gobierno es ése, mal que nos pese en Occidente por no haber sabido
convencerles todavía de las bondades del nuestro. También tenemos sistemas que
dicen ser democráticos porque hay elecciones, pero que cuando llegan los
ojeadores internacionales, les da la risa. Hablamos de China, de Cuba o de
Rusia, países siempre sospechosos de todo y con los que no hay problemas en
mantener estrechas relaciones comerciales porque, en realidad, todos ganamos.
Pero puestos hablar un poco todo de lo que estamos hablando, podemos recordar a
nuestro querido Mariano, al que siempre tendré en alta estima por haberme dando
tantas ideas para esta columna, reuniéndose con Teodoro Obiang, mostrándole al
mundo su gran sonrisa de gallego bonachón; sonrisa aprendida del siempre vivo y
querido Ansar, que se las dedicaba, entre otros, a Gadafi, el anteriormente
terrorista libio, posteriormente amigo de nuestros países y cuyo final es por
todos conocido. O cuando llamaba amigo al antecesor de Maduro, un tal Chavez
del que no-sé-de-quien-usted-me-habla.
Toda esta
disertación para deciros que si queréis posicionaros en contra de mis ideas
sobre cómo debe ser la estructura de nuestro Estado del Bienestar, no me
intentéis sacar los colores con peña que da asco, porque al otro lado, al
vuestro, hay la misma cantidad de miseria humana encaramada a la testa de los
líderes conservadores. Hablemos con una mínima seriedad y con la profundidad
suficiente para no caer en la estupidez tertuliana de quien acusa al contrario
de soplapolleces sin sentido, y tratemos de ver en qué nos parecemos, para
construir una casa en la que quepamos todos. Porque lo demás es perder nuestro
tiempo; o más bien, entregárselo a precio de saldo a los que nos quieren
aborregados hablando de Venezuela y de Arabia Saudí.
Alberto Martínez Urueña
17-08-2018
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