martes, 27 de septiembre de 2016

Libertades y opiniones


            Supongo que cuando eres más pequeño, de la tierna infancia o de la terrible adolescencia, la opinión de los demás te importa, en mayor o menor grado. La autoestima de las personas se conforma a través de la imagen que tenemos de nosotros mismos, pero es inevitable que aquí también entre en juego la imagen que los demás tienen. El paso de los años va moviendo la balanza de un lado para otro, eso también es insoslayable, pero no por el hecho de hacerse uno más viejo se hace más sabio. Y no por el hecho de que te la sude lo que los demás opinen de ti significa que hayas aprendido alguna lección importante. Quizá lo que ha sucedido es que te has maleado, te has ofrecido en holocausto al cinismo que todo lo corroe, como el ácido. Esas frases y esos gestos que todos hemos visto en algunos casos, de suficiencia ante los comentarios y las opiniones ajenas, a veces basadas en prejuicios que únicamente responden a estructuras mentales corroídas, no responden a ningún aprendizaje, únicamente son mecanismos psicológicos para protegerse de algo que puede hacer mucho daño: los juicios que esconden esa irresistible torpeza de pretender opinar sobre todo lo que existe y sucede.


            La opinión es libre, y también es libre la capacidad de expresarla. No caigo en el error fariseo de querer escuchar únicamente aquellos discursos que se amolden a mi particular visión de la vida. Lo que planteo en este texto es la necesidad de formarte una opinión. A mí, no me ofenden los razonamientos bien pertrechados de lógica, por mucho que quizá debajo de esa lógica únicamente haya ponzoña: incluso el Mein Kampf de nuestro querido Adolfito tenía su dialéctica interna, pero la base que lo sustentaba era pura y simple carroña. No me ofenden, pero como ya he dicho en otras ocasiones, no merecen mi respeto. Respetar el holocausto judío como concepto sería algo así como decir: “yo no creo que esté bien, pero si ellos quieren hacerlo…”.


            El hombre tiene la urgente necesidad de posicionarse en todo lo que le rodea, en todo lo que le afecta. Este es un axioma que aceptamos como válido porque está impreso en los códigos sociales de esta sociedad occidental en donde todo ha de ser aquí y ahora. Si no reaccionas ya, puedes perder alguna oportunidad que no se repita. Anuncio de la tele, me gusta o no me gusta; acción de tal o cual persona, está bien o mal; ropa que lleva puesta esa hortera; playa o montaña; Barsa o Madrid; izquierdas o derechas. Vivimos rodeados de etiquetas que te exigen continuo posicionamiento y aceptación por adhesión de todo lo que conlleva.


            Esto, cuando alguien te cuenta un problema, una cuestión que le agobia o lo que le salga del miembro cerebral nos trae una cuestión añadida: en lugar de escuchar atentamente puedes estar buscando una respuesta que no te han pedido antes incluso de que el otro haya terminado de contarte. Es el caso de los críticos, de los aconsejadores, de los sabios de mediopelo capaces de solucionar una ruptura de pareja, un problema laboral e incluso el bloqueo institucional que sufre España. Es el caso de los que miran y ya saben al primer golpe de vista, los que dicen aquello de “dime con quien vas y te diré quién eres”, los de los prejuicios por la vestimenta, por los gustos, por los pequeños vicios y por las querencias puntuales. Y hago toda esta digresión para que cada cual analice su propio comportamiento y delimite en qué grupo de todos ellos puede encontrarse. Porque todos estamos un poco metidos en el ajo.


            Los juicios de valor se llaman así por algo. Las opiniones no son neutras, no vale con hacer puntualizaciones para intentar delimitarlo todo al nivel de precisión de la física y las matemáticas. El “yo en tu caso haría tal o cual cosa” puede ayudar en su justa medida, pero traspasada ésta se convierte en un “eres estúpido que no te das cuentas de lo que ocurre”. Y aunque esto es conocido por todos, cuando planteas la opción de dejar de hacer juicios, de tener que formarte una opinión racional sobre todo lo que esté a tu alcance, la gente te mira como si estuviera viendo un extraterrestre y te dice “¿y entonces qué hago?”


            Joder, pues nada. Punto. Dedícate a observar.


            Pero eso es imposible, claro. Las cosas son buenas o malas, son reprobables o apetecibles, son graciosas o tristes, son aconsejables o despreciables… Y quizá sea cierto, quizá es imposible huir de las catalogaciones, las clasificaciones, las opiniones, las valoraciones… Quizá es imposible dejar que cada uno viva su vida como él quiera, porque, ojo, no vale con decir “que cada cual haga lo que quiera, pero esa chica con el pelo teñido de rojo está ridícula”. Tu reclamado derecho a opinar puede chocar con el derecho que tú mismo has defendido en la primera parte de tu frase. Acordaros de la importancia de la opinión de los demás en la formación de la propia autoestima y el daño que puedes producir con tus comentarios. Aunque te la suden los daños que produzcas.


            Y este texto no deja de ser una contradicción, una crítica a los que critican más de la cuenta. Quizá el misterio pueda residir en el grado, pero también en la intención. En la utilidad de las palabras que vertimos en el éter, que parecen neutras, como las opiniones que contienen, pero que pueden hacer más daño del que el emisor ha calculado. Yo, de momento, voy a poner mi nombre al pie del texto, antes de la fecha. A observar un rato, y punto.

 

Alberto Martínez Urueña 27-09-2016

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