Supongo que
cuando eres más pequeño, de la tierna infancia o de la terrible adolescencia,
la opinión de los demás te importa, en mayor o menor grado. La autoestima de
las personas se conforma a través de la imagen que tenemos de nosotros mismos,
pero es inevitable que aquí también entre en juego la imagen que los demás
tienen. El paso de los años va moviendo la balanza de un lado para otro, eso
también es insoslayable, pero no por el hecho de hacerse uno más viejo se hace
más sabio. Y no por el hecho de que te la sude lo que los demás opinen de ti
significa que hayas aprendido alguna lección importante. Quizá lo que ha
sucedido es que te has maleado, te has ofrecido en holocausto al cinismo que
todo lo corroe, como el ácido. Esas frases y esos gestos que todos hemos visto
en algunos casos, de suficiencia ante los comentarios y las opiniones ajenas, a
veces basadas en prejuicios que únicamente responden a estructuras mentales corroídas,
no responden a ningún aprendizaje, únicamente son mecanismos psicológicos para
protegerse de algo que puede hacer mucho daño: los juicios que esconden esa
irresistible torpeza de pretender opinar sobre todo lo que existe y sucede.
La opinión es
libre, y también es libre la capacidad de expresarla. No caigo en el error
fariseo de querer escuchar únicamente aquellos discursos que se amolden a mi
particular visión de la vida. Lo que planteo en este texto es la necesidad de
formarte una opinión. A mí, no me ofenden los razonamientos bien pertrechados
de lógica, por mucho que quizá debajo de esa lógica únicamente haya ponzoña:
incluso el Mein Kampf de nuestro querido Adolfito tenía su dialéctica interna,
pero la base que lo sustentaba era pura y simple carroña. No me ofenden, pero
como ya he dicho en otras ocasiones, no merecen mi respeto. Respetar el
holocausto judío como concepto sería algo así como decir: “yo no creo que esté
bien, pero si ellos quieren hacerlo…”.
El hombre
tiene la urgente necesidad de posicionarse en todo lo que le rodea, en todo lo
que le afecta. Este es un axioma que aceptamos como válido porque está impreso
en los códigos sociales de esta sociedad occidental en donde todo ha de ser
aquí y ahora. Si no reaccionas ya, puedes perder alguna oportunidad que no se
repita. Anuncio de la tele, me gusta o no me gusta; acción de tal o cual
persona, está bien o mal; ropa que lleva puesta esa hortera; playa o montaña;
Barsa o Madrid; izquierdas o derechas. Vivimos rodeados de etiquetas que te
exigen continuo posicionamiento y aceptación por adhesión de todo lo que conlleva.
Esto, cuando
alguien te cuenta un problema, una cuestión que le agobia o lo que le salga del
miembro cerebral nos trae una cuestión añadida: en lugar de escuchar atentamente
puedes estar buscando una respuesta que no te han pedido antes incluso de que
el otro haya terminado de contarte. Es el caso de los críticos, de los
aconsejadores, de los sabios de mediopelo capaces de solucionar una ruptura de
pareja, un problema laboral e incluso el bloqueo institucional que sufre
España. Es el caso de los que miran y ya saben al primer golpe de vista, los
que dicen aquello de “dime con quien vas y te diré quién eres”, los de los
prejuicios por la vestimenta, por los gustos, por los pequeños vicios y por las
querencias puntuales. Y hago toda esta digresión para que cada cual analice su
propio comportamiento y delimite en qué grupo de todos ellos puede encontrarse.
Porque todos estamos un poco metidos en el ajo.
Los juicios
de valor se llaman así por algo. Las opiniones no son neutras, no vale con
hacer puntualizaciones para intentar delimitarlo todo al nivel de precisión de
la física y las matemáticas. El “yo en tu caso haría tal o cual cosa” puede
ayudar en su justa medida, pero traspasada ésta se convierte en un “eres
estúpido que no te das cuentas de lo que ocurre”. Y aunque esto es conocido por
todos, cuando planteas la opción de dejar de hacer juicios, de tener que
formarte una opinión racional sobre todo lo que esté a tu alcance, la gente te
mira como si estuviera viendo un extraterrestre y te dice “¿y entonces qué
hago?”
Joder, pues
nada. Punto. Dedícate a observar.
Pero eso es
imposible, claro. Las cosas son buenas o malas, son reprobables o apetecibles,
son graciosas o tristes, son aconsejables o despreciables… Y quizá sea cierto,
quizá es imposible huir de las catalogaciones, las clasificaciones, las
opiniones, las valoraciones… Quizá es imposible dejar que cada uno viva su vida
como él quiera, porque, ojo, no vale con decir “que cada cual haga lo que
quiera, pero esa chica con el pelo teñido de rojo está ridícula”. Tu reclamado derecho
a opinar puede chocar con el derecho que tú mismo has defendido en la primera
parte de tu frase. Acordaros de la importancia de la opinión de los demás en la
formación de la propia autoestima y el daño que puedes producir con tus
comentarios. Aunque te la suden los daños que produzcas.
Y este texto
no deja de ser una contradicción, una crítica a los que critican más de la
cuenta. Quizá el misterio pueda residir en el grado, pero también en la
intención. En la utilidad de las palabras que vertimos en el éter, que parecen
neutras, como las opiniones que contienen, pero que pueden hacer más daño del
que el emisor ha calculado. Yo, de momento, voy a poner mi nombre al pie del
texto, antes de la fecha. A observar un rato, y punto.
Alberto Martínez Urueña
27-09-2016
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