Hace unas
semanas, o unos meses, uno de mis vecinos me dio la fórmula resumida, la piedra
filosofal, la respuesta a nuestras preguntas. Resumió en una sola frase la
idiosincrasia española con toda su crudeza. El sujeto me dijo “a mí el cambio
climático me viene de perlas, porque así hace bueno y puedo sacar al niño a la
calle más tiempo”. Recuerdo que yo le miraba esperando esa sonrisa que me
indicase que aquello era una coña, que no podía ser tan imbécil, pero el chico
estaba igual de convencido de su comentario como yo de su necedad. Ojo, y esto,
hilado con lo de la crítica y las opiniones de las que hablaba en el texto
anterior.
Y el tiempo
me ha traído este recuerdo. El español sabe perfectamente, conoce, tiene su
propia lógica. No es que el español no tenga criterio, ni que tenga lógica; no
es que no sepa lo que le conviene, ni nada parecido. El español ni siquiera es
tanto derechas o de izquierdas como nos quieren hacer pensar algunos
comentaristas del tiempo, tertulianos para todo, mamandurías del morbo. Es todo
mucho más sencillo que lo de hablar de la incultura del destripaterrones que
tiene miedo a que los socialistas le quiten el terruño donde se muere de
hambre. El español merece todo el respeto del mundo, porque siempre ha elegido
con absoluto criterio. De hecho, si eliminásemos las ideologías, tanto los
burreras de izquierdas como los cerriles de derechas votarían al mismo partido,
no habría bipartidismo, habría una absoluta dictadura monolítica.
Hay una
teoría económica, o más bien una corriente de estudios, que en lugar de hablar
de consumos alternativos en un mismo momento –consumo peras o manzanas, o una
mezcla de ambas, según nuestros gustos– estudia la elección de consumo entre
bienes presentes y bienes futuros. Al margen de que hoy en día los sueldos de
miseria no dan para para ahorrar dinero y reservarlo para los tiempos venideros,
obviando esta cuestión fundamental, esta perspectiva de estudio es muy
interesante, porque de alguna manera nos está describiendo aquella diatriba
entre dos refranes: “más vale pájaro en mano que ciento volando” y “pan para
hoy y hambre para mañana” –el refranero por sí sólo admite estas
contradicciones –. Y la frase de mi vecino, que es la frase del español medio,
se decanta siempre por la primera. Uniéndola además íntimamente con lo de “virgencita,
virgencita, que me quede como estoy…”. El español es cortoplacista y sufre de
cagarrinas de miedo.
Esto, de
alguna manera, es lógico. A lo largo de los siglos, la miserable condición de
los liderazgos españoles ha provocado que las personas más emprendedoras hayan
ido saliendo, con más o menos gloria, de lo que hoy es este país tan curioso
para el estudio sociológico. Nos hemos quedado los menos emprendedores –os lo
dice un funcionario–, los más conservadores, los menos dinámicos, los que
prefieren mantener el statu quo establecido porque a ellos les funciona. Da
igual que no funcione para los millones que se han ido. Nos quedaremos con
nuestras lustrosas pero vacías calles, con nuestras industrias cada vez más
pequeñas y menos innovadoras, nuestro turismo y nuestra agricultura, y con
nuestro sector de la construcción, nido de corruptores y causa – no única – de nuestros
actuales males económicos. Se fueron los mozárabes y judíos, expertos en
contabilidad, emprendedores y generadores de economía, y nos quedamos con un
clero que sangraba al pueblo a base de diezmos, impuestos y gabelas. Nos
gastamos los beneficios de las Américas en guerras que pretendían engrandecer
las Españas, y al final perdimos todo: dinero, tierras y, lo más importante,
millones de soldados muertos, o mutilados a los que mantener o que malvivieron
el resto de sus días. Eso sí, nos quedamos con los causantes, primero con los
Austrias y su estupidez endogámica, y después con los Borbones y su oportunismo
manifiesto. Hoy en día, nos hemos quedado con los currantes de la construcción
y con los funcionarios, con la industria intensiva en mano de obra y con los
hoteles y sus camareros – con todos los respetos para todos ellos – y nos hemos
cepillado nuevamente a toda una generación de ingenieros, de economistas, de investigadores,
de médicos y enfermeros. Y así, suma y sigue. Nos hemos quedado los
inmovilistas, los amarrateguis, los que no tenemos iniciativa ni tampoco ideas.
Salvando honrosas excepciones.
Y no es que
los que nos hemos quedado seamos los malos. Para nada. Pero cuando en una
balanza quitas el peso de uno de los lados, la estructura se vence de manera
irremediable. Por eso digo desde hace tiempo que el problema de España no es ni
siquiera de ideologías, es más profundo. Del mismo modo que el tejido
productivo no está equilibrado y diversificado, con la estructura social pasa
lo mismo. Todos aquellos que piensan en el futuro, que quieren ahorrar, que
miran a medio y largo plazo –no hay más que ver a cierto sector empresarial,
incapaz de entender que una empresa tiene una planificación fundamental a largo
plazo, además de la cuenta de resultados y el bono accionarial de cada
ejercicio–, que tienen los cojones de apostar por una idea, hace tiempo que
emigraron. Se fueron a crear otros países, a crear en ellos otras empresas, a
investigar y generar riqueza en otras ciudades, y aquí nos quedamos los que
preferimos que no nos quiten nuestro oficio inmediato aunque de ello pudiéramos
sacar algo más positivo. Nos quedamos los que preferimos que haga bueno hasta
Noviembre para poder salir a terracear, aunque la escasez de agua en ciertas zonas
de España sea trágica, y aunque el cambio climático amenace nuestras costas.
Nos quedamos los que asistimos atónitos ante el espectáculo político y
económico de los últimos tiempos sin que se atisbe una mínima solución. Y yo,
como soy de los que me quedé, no tengo ni puta idea de cómo solucionar esto que,
a pesar de todo, tanto me gusta y que se llama España.
Alberto Martínez Urueña
29-09-2016
PD: y esto, esperando a ver qué pasa con ese nido de víboras
llamado PSOE y su bochornosa deriva.
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