sábado, 27 de agosto de 2016

No es tan mala idea


             Suele decirse que los seres humanos, las personas y algún que otro engendro, tenemos la costumbre de tirar balones fuera. Esa tendencia bíblica de ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio. A este respecto, mi amigo el psicólogo, tendrá mucho que decir, habrá visto bastante de todo esto en la consulta. Más de una de nuestras charlas tuvo que ver, de alguna manera, con tales extremos.
            La psicología, en contra de lo que dicen algunos positivistas neurotóxicos con tendencias sociópatas, tiene mucha miga que mascar. Las ciencias sociales no se reducen a formulaciones matemáticas, aunque pueden tener esa parte para que algunos de sus seguidores puedan intentar darse ínfulas de lo que no son, como ciertos economistas. La psicología no es una ciencia exacta en tanto que no se aplica a un Universo unívoco con unas reglas fijas, sino que se aplica a cada uno de los diferentes universillos que somos las personas, con nuestras reglas internas, en un Multiverso donde todo es posible. Lo que da la psicología son herramientas para intentar moverse por terreno desconocido, como un plano con muchos huecos.
            Una cuestión vital consiste en vislumbrar las tendencias neuróticas de un paciente –todos somos un poco neuróticos, por cierto–, es decir, de qué manera distorsiona la realidad que le rodea, magnificando determinados aspectos, retorciendo otros, para conformar su propia realidad subjetiva. Un autodescubrimiento en este campo puede ser impactante: comprobar cómo has distorsionado tus percepciones para no ver una realidad incómoda, culpando a los demás de tus desgracias, incapaz de asumir tus responsabilidades, atribuyendo al resto los defectos que tú mismo adoleces. La capacidad del ser humano para autoengañarse es infinita.
            Aunque la persona que se engaña no se da cuenta, esto es causa y consecuencia del sufrimiento acumulado. Una realidad me hace daño –o más bien, me da miedo el daño que pueda causarme– y por lo tanto no la acepto, la niego o incluso la escondo de mí mismo. Derivo las responsabilidades del daño que sufro en otros, y de ese modo yo creo que dejo de sufrir. Pero no es cierto, porque la realidad, tozuda, nos manda señales de lo que en realidad está sucediendo, y nosotros tenemos que seguir haciendo “esfuerzos” de autoengaño. Y esto nos hace sufrir. Causa y consecuencia al mismo tiempo. Además, esto nos lleva al victimismo, porque somos víctimas de una realidad que creemos que escapa a nuestro control. La sufrimos irremediablemente, sin que podamos hacer nada para evitarlo. En realidad, nos sufrimos a nosotros mismos.
            Si alguien hace algo que nos disgusta, reaccionamos contra esa persona. Identificamos automáticamente la acción de esa persona con el daño que sufrimos. Efectivamente, en algunos casos puede ser así. Sin embargo, sólo con que tomásemos un poco de distancia de lo que sucede y tratásemos de verlo con un poco de objetividad, separando la acción del sujeto del objeto –nuestro sufrimiento–, podríamos hacernos una pregunta mucho más relevante: ¿por qué esto me afecta a mí hasta el punto de causarme tal sufrimiento y semejante reacción? Parece una pregunta un tanto estúpida, pero con ella, cambiamos el foco de atención. Lo llevamos desde esa persona que creemos que nos ha agredido –echando balones fuera y escapando de nuestra responsabilidad– a nosotros mismos, a nuestro interior, en un proceso de autodescubrimiento que puede ser absolutamente transformador y revolucionario.
            Os parecerá una cuestión superflua, pueril e incluso un poco bobalicona, propia de débiles que no son capaces de defenderse. Sin embargo, no es menos cierto que en la vida recibimos daños inevitables: la muerte de una persona, las rupturas sentimentales, la sensación de soledad, de abandono, las decepciones ante unas expectativas no cumplidas… Un suma y sigue interminable. Un suma y sigue que escapa a nuestro control. Curiosamente, la sociedad occidental se centra en intentar controlar estas cuestiones, ya sea olvidando que existen aunque siempre te encuentran –la muerte, las tragedias–, ya sea obteniendo promesas sobre la inamovilidad de un futuro que siempre cambia –las rupturas emociones, las decepciones–. Y esto nos lleva a la neurosis y a la obsesión, y por último al sufrimiento cuando nos vemos incapaces de controlar una situación que, nos han dicho, deberíamos controlar.
            Por otro lado, nos han dicho de mil formas posibles que la reacción ante estas circunstancias es algo ineludible, que la reactividad es inevitable, y que ponerte hecho un orco de Moria cuando un conductor te hace una pirula al volante es lo molón. Sin embargo, con esa distancia de la que os hablaba, esta reactividad se convierte en algo controlable, ajeno a nosotros. Sólo con centrar el foco en lo adecuado, un poco alejados de la vorágine, y aceptando que, a pesar de que no nos guste, somos hojas movidas por un viento que nos lleva donde quiere y del que no sabemos nada –sólo que está por encima del Bien y del Mal–. Hemos de evitar el daño, por supuesto, pero si este viene –y siempre lo hace–, no queda más remedio que aceptarlo y esperar a que se pase. Quizá este texto os parezca algo ridículo y no estéis de acuerdo con nada de lo que he escrito; sin embargo, y teniendo en cuenta la de palos que nos va dejando la vida, tampoco es mala idea intentar sufrir lo menos posible aprendiendo a comprender y manejar algo mejor nuestras emociones sin hacernos esclavos de ellas.

Alberto Martínez Urueña 25-08-2016




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jueves, 25 de agosto de 2016

Gracias, Albert


            Me descojono vivo. Literalmente. El panorama político, ya de por sí bien pertrechado de actuaciones gloriosas dignas del mejor programa de variedades, se va completando con la aparición de los nuevos grupos y sus ocurrencias. Ciudadanos está siendo todo un ejemplo de cómo poder hacer un nuevo tirabuzón dialéctico perfecto sin que el tupé del señor Rivera, y de sus adláteres, se vea alterado lo más mínimo.

            Todo el mundo recuerda perfectamente como su líder, el de la sonrisa profident, calmaba a sus potenciales votantes durante la campaña electoral al asegurarles que nunca apoyarían la investidura de un político como Mariano. Y lo hacía hinchando pecho, y con ese tonito prepotente de “¿cómo me haces una pregunta tan obvia, bobo?”. Ya después de las elecciones el comentario cambió, pero no el tono. Y se empeñaban en afirmar –aunque le ponían la hemeroteca ANTES de que respondiese– que ellos nunca habían vetado a Mariano. Para evitar su neurosis, convierte al público en esquizoide. Toda una jugada. Eso sí, para eludir suspicacias, presentaron un documento innegociable, de adhesión, de síes o noes, sobre el tema estrella de nuestra época: la corrupción política. Tenían que demostrar sus propiedades acuosas: la cristalina, la transparente, la renovadora. La dadora de vida. Y desde luego, con la jugada de Mariano de presentárselo a su comité ejecutivo, dándose toda una semana, su indignación ante tales dilaciones injustificadas.

            El problema es que esas propiedades acuosas encerraban nuevamente la maleabilidad. La capacidad de adaptarse al continente según éste pueda ir cambiando. Y después de unos días, nos hemos enterado de que las medidas propuestas se aplicarán sólo a diputados y senadores. Y además, tienen que ser cuestiones que impliquen enriquecimiento ilícito personal o a la financiación ilegal de los partidos. Y dicen que no es lo mismo meter la mano en la caja, que haberse equivocado en la gestión. Joder, y el tipo lo dice con una sonrisa. Como la del joker.

            Vamos a hacer un ejercicio de imaginación para ejemplificar de lo que estamos hablando: suponed un ayuntamiento de esos que hay por nuestras castizas Españas. El alcalde, movido por el interés de sus vecinos, adjudica la realización de un proyecto para levantar un polideportivo en donde los chavales del pueblo van a poder hacer deporte en condiciones, no en esos campos de dios, llenos de polvo y paja. Como el sujeto sabe que el albañil del pueblo trabaja bien, utiliza buenos materiales y además de vez en cuando tiene el detalle de pagarse unos vinos, le encarga el proyecto a pesar de que un constructor de la capital lo hacía por cincuenta mil menos. Luego, se marca un contrato menor adjudicado a dedo de los de destripar terrones por cada una de las paredes que tiene el edificio que curiosamente recaen todos ellos en el sujeto que ha realizado el proyecto, porque es el que sabe cómo va el tema, y además es del pueblo. Otro contrato, claro, para el firme de cemento deportivo, que no se le puede dejar a cualquiera. Y por último, le encarga las canastas y las porterías al cuñado del fontanero que le hizo la chapuza en casa, porque le pareció un tipo majete que contaba buenos chistes. Alguien que cuenta esos chistes no puede ser mala gente.

            Por supuesto, el pueblo tiene que dejar tierras para poder cultivarlas, y el edificio no se puede hacer en cualquier lado. Sin embargo, justo detrás de la plaza Mayor hay un cercado, terreno rustico dedicado a almacenar pacas de paja en invierno, y eso se puede llevar al extrarradio –doscientos metros más allá–, así que recalifica el terreno por el artículo primero a pesar de que había otro terreno al lado de la carretera principal que  los técnicos decían que habría sido más sensato por el tema de los accesos y lo compra con un sobrecoste por su indudable buena situación que favorecerá el turismo. Además, el propietario de las tierras le ha prometido que invertirá esos beneficios en una nueva casa de la cultura para el municipio. La casa de la cultura, luego la gestionará él porque es un tipo muy leído, y el ayuntamiento le pagará un canon para que lleve la limpieza del edificio en cuestión, y también la del ayuntamiento, ¿por qué no? Todo esto, por cierto, con el beneplácito del secretario del ayuntamiento que curiosamente era el propietario del terreno que había detrás de la Plaza Mayor.

            Bueno, pues con el acuerdo de estos señores, los de antes, los de Ciudadanos y los del PP, esta figura política que es el alcalde no tiene responsabilidad política alguna por corrupción. No es diputado ni senador, y él, que se sepa, no se ha llevado dinero con ninguna de estas argucias. Eso sí, los vecinos tienen que pagar el edificio con sobrecostes, ha cometido prevaricación y tráfico de influencias, como poco, amén de haber mirado para otro lado con lo del secretario. Todo un artista de la mejor tradición ibérica porcina. Y como los vecinos únicamente son capaces de ver lo bonito que ha quedado el pueblo, porque de estas cosas no entienden, le volverán a votar a ver si la próxima tierra que recalifican es la suya, para construir el palacio de la Opera que todo municipio de más de quinientos habitantes se merece.

            Gracias, Albert, por hacernos entender con tu sapiencia cuál es el verdadero problema de España y aclararnos de una vez por todas que, primero, estábamos equivocados en la forma de entender el tema de la corrupción –curiosamente, según esto, Mariano es un tipo honrado con mucha gente equivocada a su cargo – y, segundo, que con tu participación superlativa, este país ya está a salvo de mamandurrias de las de las toda la vida.

 

Alberto Martínez Urueña 24-08-2016

lunes, 22 de agosto de 2016

Echando las cuentas


            Hoy me planteo hacer cuentas, porque de vez en cuando es necesario, para saber cómo llevas la cartera. O la cabeza. Las últimas elecciones, ese deporte de riesgo que se ha puesto de moda en España, fueron el veintiséis de junio. Han pasado dos meses enteros, con las vacaciones de la playa entremedias que no nos han servido para desconectar de tanta morralla. Hemos visto a nuestro presidente caminando a buen ritmo por los campos de dios, con esa calma y esa resistencia al paso del tiempo que le hace sospechoso de haber encontrado la fuente de la eterna juventud. Pablete desaparecido en combate, y la casa como el camarote de los hermanos Marx. Albertillo bailando la samba, literalmente, cadera pallá, cadera pacá, “si me das, yo también te doy”… Dos meses largos para una fecha de investidura. Sin pestañear.

            Eso sí, ahora ya han fijado ese pase de modelos para el día treinta del presente mes. La fiesta nacional, lo de las verduleras del mercado, pero con el mercado de madera y apariencia respetable. Y sus olores. Recordemos los contendientes: el PP con 137; el PSOE con 85, los de Unidos Podemos con 71, los de Ciudadanos con 32, ERC con 9, lo de los catalanes que ya no sé lo que son 8, PNV 5, EHBildu 2, Coalición Canaria con 1. Después de las primeras elecciones resonaron fuerte los alaridos contra el PSOE por si acaso vendía España pactando con los nacionalistas. Luego en estas segundas nupcias, Ana Pastor está de Presidenta del Congreso. Gracias esos votos. No lo pillo, malas cuentas. Pero para formar gobierno no son suficientes, huelen a cerrado. Serían 137, más 32, más esos 8, igual a 177. De su misma cuerda todos, para evitar líos de cama. Podrían incluso hablar con el PNV también, y con los canarios, gente sería, formal, de traje y corbata y con las suficientes hechuras conservadoras como para orientarse en la dirección correcta. Por cierto, y ahí lo dejo, que con esas cuentas, lo de que España es de izquierdas quizá no sea tan cierto como a mí me gustaría.

            ¡PERO NO! Lo que sirvió para conseguir la presidencia del Congreso no vale para lograr la presidencia del Gobierno. Para esto último es necesaria la participación del PSOE en la investidura. Tienen que abstenerse, como poco. Si no, Pedro Sánchez será el único culpable. Ni siquiera el PSOE, sino Pedrito el irresponsable. Antes, el bipartidismo era bueno, ayudaba a dar estabilidad a la esfera política española en una alternancia al parecer muy sana y muy provechosa. Ahora es mejor venderla, junto con las convicciones. Sin negociar, a lo duro y sin vaselina que suavice. Ellos son los más votados y se lo merecen. Los demás, que pongan la cama y punto. Se olvidan, por supuesto, de que en un sistema parlamentario –bendito presidencialista, con sus segundas vueltas–, son los diputados y sus negociaciones en la cámara legislativa los que deciden quién gobierna y quién no. No somos los electores, del mismo modo que los electores no escogemos a los miembros del Consejo General del Poder Judicial.

            A ver si me aclaro, porque me estoy volviendo un poco loco. Resulta que la fecha de las posibles terceras elecciones viene determinada por la fecha de la primera votación para investir presidente. Y esa fecha la marca el perro de paja de la presidencia del Congreso, es decir, el presidente del partido, es decir, Mariano. Y si vamos a las terceras elecciones en un año, el responsable es otro. Se ve que estoy haciendo alguna suma mal, porque lo que es el resultado, me sale inequívoco.

            Seamos serios, por favor. Tanto si vamos a terceras elecciones, como si vamos terceras elecciones el día de Navidad no puede ser culpa del PSOE. O al menos no sólo del PSOE. No sólo de Pedro. Sería culpa de quien no ha sabido negociar, y en eso están implicadas todas las partes y su cencerrismo. Ya lo del tema de dejar las terceras elecciones para el día de Navidad parece de chiste. De los buenos.

            Y por cierto, viendo como me salen las cuentas, no me cabe la duda de que necesitamos un gobierno, y que el mejor situado para ello es Mariano. Pero las tácticas negociadoras son más propias de la extorsión napolitana que de un verdadero demócrata. No insinúo que Mariano sea un delincuente, ni que haya infringido la ley. Sólo hago una afortunada metáfora. Tantos paralelismos que hacen con los gastos nacionales y los domésticos, eso de que no puedes gastar más de lo que ingresas… Yo, en mi casa, cuando tengo que negociar algo, llego a acuerdos, cedemos unos cedemos otros, nos cuadramos, conciliamos. Y de eso no he visto nada de nada en estos meses.

            Lo que sí que he visto, como siempre, son facciones, enfrentamientos, cinismo, sarcasmo, insultos velados, utilización de la dialéctica para encender los ánimos del respetable, amenazas, prepotencia, autocomplacencia, supuesta superioridad moral, creación de bandos y agresividad. Mucha agresividad. Facebook y Twitter arden, como ardieron los bandos municipales, como ardió París y como arderán otros muchos. España, sus políticos, pero también sus ciudadanos, fieles todos ellos a su tradición, demuestran una vez más a lo largo de esta vergonzosa historia, la incapacidad innata de sentarse y caminar juntos por una senda que permita construir algo de lo que todos estemos orgullosos. No me gusta un gobierno de derechas, es cierto, pero llevo mucho peor lo de las ideologías que se olvidan de que hay otras a su lado a las que respetar y con las que entenderse, no a las que silenciar por cualquier medio. A las que aplastar. Y por desgracia, de eso vivimos desde hace siglos, antes en los castillos y los feudos, ahora en La Moncloa, y también en las calles.

 

Alberto Martínez Urueña 19-08-2016

martes, 16 de agosto de 2016

Despiadados


            Hay veces en que nos mordemos la lengua y no sabemos por qué. En mitad de una conversación alguien se pone agresivo, emite una supuesta opinión que se convierte en un juicio valorativo sobre tu persona y, aunque sabemos que no hemos de permitir que esas cuestiones nos afecten, es como un raspón de tiza en la superficie de una pizarra. Te chirrían hasta las muelas. En los últimos días he tenido la suerte de poder vivir en primera persona esta circunstancia y, a sabiendas de que de mi respuesta beligerante no iba a sacar nada positivo ni para mí ni para mis interlocutores, cerré la boca. Pero recapacitando sobre ello, he querido explayarme sobre el tema.

            No pretendo caer en el error ignorante del que expone un fallo ajeno y de esta manera lo comete él mismo. Si critico a la gente que se dedica a enjuiciar a quienes les rodean, y yo emito los mismos juicios, estaría cayendo en la misma estupidez. Sin embargo, en aras de evitar sufrimiento, creo necesario hacer los siguientes comentarios.

            Hablo de dos cuestiones en concreto: por un lado, de los males psicosomáticos y las especialidades psiquiátricas, y sobre todo psicológicas; y por otro, de la archiconocida brecha generacional. Con respecto a la primera, resulta de una ignorancia supina atribuir los males de origen desconocido a las dolencias psicológicas de las personas. Y más aún cuando estas dolencias psicológicas se siguen tratando en ciertas bocas negligentes como un mal evitable, algo buscado por personas de voluntad débil, incapaces de sobreponerse a los avatares normales de la vida. En resumen, el que tiene una depresión es por ser un débil de mierda, incapaz de valorar lo bueno que tiene su vida y de dar gracias por vivir en el primer mundo. La depresión es culpa suya, y merece lo que le sucede. Si además, esta persona tiene alguna dolencia física y esto le estropea el estado de ánimo, es aún más mierdecilla, y si esa dolencia es inexplicable –no para la ciencia, sino para el imbécil que la desprecia–, estamos hablando prácticamente de personas ignorantes, merecedoras del mayor desprecio, seguidoras de chamanes, brujos y practicantes de vudú, lectores de horóscopos y seguidores de ciencias ocultas. Por suerte, dentro de que puedan ser ciencias menos exactas que las matemáticas, la psiquiatría y la psicología son dos disciplinas con un sustento suficiente como para ser aceptadas y requeridas por quienes las necesiten, y cada vez menos despreciadas socialmente. Cuestión relacionada, pero diferente, es tener una dolencia física y que esto te pueda afectar al ánimo. Personas que sufren enfermedades poco claras son acusadas de estar somatizando estrés nervioso y otras zarandajas. Yo siempre he dicho que si alguien me clava una punta en la mano, me duele, y si además no me la puedo sacar, acabo mentalmente hecho polvo. El origen de mi estado de ánimo no será por una depresión, sino por un clavo que me atraviesa piel y huesos y que no puedo sacarme. Alguien con esclerosis múltiple puede pasar por estados de ánimo depresivos y si alguien le dice, sin la más mínima piedad o empatía, que eso es lo que le trae la vida, que tiene que aceptarlo, encuadrarlo y seguir viviendo, sus comentarios se pueden convertir en la punta que te atraviesa la otra mano. No ayuda, y además demuestra la escasa sensibilidad, pero también la tremenda ignorancia, del que suelta tal frase.

            Al margen de una verdad que no por evidente, deja de ser menos cierta: los humanos somos una unidad en sí misma. No nos separamos en mente y cuerpo, del mismo modo que no nos separamos en hígado, riñones, corazón o cerebro. Si una de esas partes funciona mal, afecta a la totalidad. Si el riñón no filtra bien, puede producir una insuficiencia renal y el cuerpo se intoxica, y puede morir. De igual modo, si la mente no funciona de una forma beneficiosa para el conjunto, el conjunto que somos, esa unidad humana, se resiente en su totalidad. Y la mente funciona mal en muchas ocasiones. También para los impíos. De hecho, la falta de piedad para con los semejantes es una de las enfermedades mentales más extendidas en Occidente.

            El segundo de los encontronazos que he tenido últimamente ha sido a costa del choque generacional que sufrimos desde que existimos como especie racional. Las generaciones más viejas se quejan de que los más jóvenes no tienen valores, no soportan el sufrimiento, no aceptan la vida como viene… Cada vez veo a más personas de mi generación –treinta y seis tacos a la espalda– criticar a quienes nos suceden por este tipo de defectos, mientras se defienden de las tarascadas militares que a veces nos vienen de los abuelos. Nadie es capaz de ver más allá de su egocentrismo enfermizo. Nuevamente los juicios de valor en los que, curiosamente, el juez siempre sale bien parado, con la razón de su parte. No hay observación, no hay empatía, ni simplemente escuchar a quien te cuenta algo diferente a lo que tú opinas, a otra forma de vivir, de entender la realidad, aunque sólo sea por la diferente experiencia, tanto en vivencias, como en el tiempo que has tenido para acumularlas. Todo es una obsesiva fijación por responder, por reaccionar. Por defender tus tesis acerca de la psicosomatización o acerca de la forma en que una persona ha de afrontar la vida. No hay prisma diferente para una persona de veinte años o para una de ochenta. Siempre está la pretensión de tener razón, no de escuchar y compartir. De aceptar desde las tripas sin necesidad de comprender desde la lógica. O de aceptar la lógica de las tripas.

            Por eso, porque a mí me han aplicado la descarnada injerencia de los juicios despiadados, lucho por no enjuiciar a nadie. Antes bien, quiero romper una lanza en favor de escuchar y no juzgar, de tolerar lo que no comprendo como una posibilidad más, igual de buena, y sobre todo, quiero enarbolar la bandera del absoluto respeto para con los sentimientos de cada persona y la piedad con respecto a quien sufre, independientemente de cual sea el sufrimiento. Incluido el que se pueda estar causando el mismo.

 

Alberto Martínez Urueña 16-08-2016


jueves, 11 de agosto de 2016

Mis razones y mi pragmatismo



            Uno de los motivos por los que no me gusta el liberalismo económico es porque establece dentro de sus principios básicos la pretensión de que las rentas altas, y fundamentalmente las rentas del capital, van a utilizar esas ganancias y sus excedentes en inversión productiva. Básicamente, que los empresarios con dinero van a utilizar sus beneficios para generar más trabajo, más inversión en I+D+i, más empresas y más rentabilidades para los accionistas. Hay unos conceptos en Economía que se llaman tasa de ahorro o de consumo, y la propensión marginal a uno u otro cuando nos dan una nueva unidad de dinero. Qué porcentaje destinamos a una cosa u otra, en definitiva. Los pobres no tienen más remedio que consumir toda su renta, porque no tienen posibles para ahorrarlos. Son los ricos los que, en teoría pueden, y de hecho, lo hacen, ahorrar más porcentaje de su renta disponible, de lo que ganan. Y de acuerdo a una identidad fundamental de la teoría económica, lo que se ahorra es lo que se invierte a través de los agentes que canalizan ese ahorro. Verbigracia, las entidades financieras. Por eso, los neoliberales defienden la bajada impositiva, la no subida de impuestos para los ricos, porque son los que pueden ahorrar y después invertir, y son los propios agentes los que pueden decidir mejor cuáles son las mejores inversiones, cuáles pueden generar más rendimientos y por lo tanto, puestos de trabajo, aumentos salariales para los trabajadores, etcétera. Y así se cierra el círculo mágico.

            Ese comportamiento descrito, ése que en teoría realizan las rentas altas, es una de las descripciones más utópicas e inocentonas que he visto en mi vida. Ojo, exactamente igual de utópica, ni más ni menos, que pretender que el Estado patriarcal, comunista y sabio puede dirigir la economía con eficiencia y eficacia, liberándonos de la corrupción personal de las élites, tomando las decisiones más objetivas y correctas para la colectividad, evitando el menoscabo de los débiles.

            Seamos sinceros. En realidad, esos ricos de la sociedad por supuesto que buscan la mejor rentabilidad para sus ahorros, y el problema es que eso no se consigue invirtiendo mayoritariamente esos ahorros y esos excedentes en las actividades industriales de nuestro país. De ser así, no existiría la elusión y la evasión fiscal. Estas clases sociales invierten sus dineros, por una parte, en activos de alto rendimiento más o menos garantizados que les facilitan los bancos, en renta fija extranjera otra parte, en fondos de inversión como los que maneja Goldman Sachs que pueden invertirlo en investigación farmacéutica en Estados Unidos o en futuros sobre el precio de los biocombustibles para aumentar el precio del grano de trigo, y por tanto de la barra de pan, producida en rincones del mundo como Afganistán. Nada garantiza dos aspectos: que las inversiones sean en nuestro país, o que las inversiones sean medianamente humanas. Por eso, las razones de los neoliberales las comprendo. Sé cómo funcionan los mecanismos de expulsión inversora o crowding out que produce la deuda pública al aumentar los tipos de interés a los que se tienen que financiar las empresas españolas. Pero no comparto la visión que tienen de los supuestos inversores españoles. No, cuando veo como las principales multinacionales, tanto españolas como extranjeras, hacen lo imposible para deslocalizar sus negocios en países como Irlanda para evitar pagar el impuesto de sociedades en España. Hasta aquí, las cosas claras. Por eso, el partido de Rivera no me convence. No creo en su programa económico, por mucho que esté bien estructurado, y por mucho que sea posible que funcionase en España. Pero no quiero pagar el precio que implicaría.

            Ni qué decir tiene que no creo en el programa económico del PP. Al margen de que se sustenta sobre el mantenimiento de las estructuras que han permitido que la corrupción se convierta en un problema institucional de nuestro país, es un programa económico que no tiene ni pies ni cabeza, haciendo mezcolanzas imposibles en las que proponen bajadas de impuestos con aumento del gasto público sin ni siquiera emprender una verdadera reforma fiscal, así como el refuerzo de los mecanismos de control del dinero público, tanto desde el punto de vista de los ingresos como desde el punto de vista del gasto. Esto es una realidad, y cuando acusan a los podemitas de vender humo en economía, les diría que llevamos varios años comiendo humo pepero, y si no nos hemos ido todavía al puto cuerno ha sido porque España es un gran país gracias a las indudables virtudes de sus pisoteados –desde hace siglos– pero también acomplejados ciudadanos.

            Y a pesar de todo, digo que si se tienen, pueden y quieren ponerse de acuerdo para formar gobierno, y nos tenemos que comer otros cuatro años de un presidente que animaba, defendía y jaleaba a su tesorero, y que miraba para otro lado ante las barbaridades que su partido estaba haciendo por toda la geografía española, que lo hagan. En ese caso, la izquierda española debería aprender lo que significa el interés público, el concepto de negociación, y por supuesto, esa asquerosa superioridad moral que se autoatribuyen y que les ha impedido una vez más, después de cientos de años de vergüenza torera, ponerse de acuerdo y expulsar de nuestras instituciones a tanto fascista que todavía se cree que estamos a su servicio, como buen cacique ibérico.

 

Alberto Martínez Urueña 11-08-2016