Suele decirse que los seres humanos, las personas y algún que otro engendro, tenemos la costumbre de tirar balones fuera. Esa tendencia bíblica de ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio. A este respecto, mi amigo el psicólogo, tendrá mucho que decir, habrá visto bastante de todo esto en la consulta. Más de una de nuestras charlas tuvo que ver, de alguna manera, con tales extremos.
La psicología, en contra de lo que dicen algunos positivistas neurotóxicos con tendencias sociópatas, tiene mucha miga que mascar. Las ciencias sociales no se reducen a formulaciones matemáticas, aunque pueden tener esa parte para que algunos de sus seguidores puedan intentar darse ínfulas de lo que no son, como ciertos economistas. La psicología no es una ciencia exacta en tanto que no se aplica a un Universo unívoco con unas reglas fijas, sino que se aplica a cada uno de los diferentes universillos que somos las personas, con nuestras reglas internas, en un Multiverso donde todo es posible. Lo que da la psicología son herramientas para intentar moverse por terreno desconocido, como un plano con muchos huecos.
Una cuestión vital consiste en vislumbrar las tendencias neuróticas de un paciente –todos somos un poco neuróticos, por cierto–, es decir, de qué manera distorsiona la realidad que le rodea, magnificando determinados aspectos, retorciendo otros, para conformar su propia realidad subjetiva. Un autodescubrimiento en este campo puede ser impactante: comprobar cómo has distorsionado tus percepciones para no ver una realidad incómoda, culpando a los demás de tus desgracias, incapaz de asumir tus responsabilidades, atribuyendo al resto los defectos que tú mismo adoleces. La capacidad del ser humano para autoengañarse es infinita.
Aunque la persona que se engaña no se da cuenta, esto es causa y consecuencia del sufrimiento acumulado. Una realidad me hace daño –o más bien, me da miedo el daño que pueda causarme– y por lo tanto no la acepto, la niego o incluso la escondo de mí mismo. Derivo las responsabilidades del daño que sufro en otros, y de ese modo yo creo que dejo de sufrir. Pero no es cierto, porque la realidad, tozuda, nos manda señales de lo que en realidad está sucediendo, y nosotros tenemos que seguir haciendo “esfuerzos” de autoengaño. Y esto nos hace sufrir. Causa y consecuencia al mismo tiempo. Además, esto nos lleva al victimismo, porque somos víctimas de una realidad que creemos que escapa a nuestro control. La sufrimos irremediablemente, sin que podamos hacer nada para evitarlo. En realidad, nos sufrimos a nosotros mismos.
Si alguien hace algo que nos disgusta, reaccionamos contra esa persona. Identificamos automáticamente la acción de esa persona con el daño que sufrimos. Efectivamente, en algunos casos puede ser así. Sin embargo, sólo con que tomásemos un poco de distancia de lo que sucede y tratásemos de verlo con un poco de objetividad, separando la acción del sujeto del objeto –nuestro sufrimiento–, podríamos hacernos una pregunta mucho más relevante: ¿por qué esto me afecta a mí hasta el punto de causarme tal sufrimiento y semejante reacción? Parece una pregunta un tanto estúpida, pero con ella, cambiamos el foco de atención. Lo llevamos desde esa persona que creemos que nos ha agredido –echando balones fuera y escapando de nuestra responsabilidad– a nosotros mismos, a nuestro interior, en un proceso de autodescubrimiento que puede ser absolutamente transformador y revolucionario.
Os parecerá una cuestión superflua, pueril e incluso un poco bobalicona, propia de débiles que no son capaces de defenderse. Sin embargo, no es menos cierto que en la vida recibimos daños inevitables: la muerte de una persona, las rupturas sentimentales, la sensación de soledad, de abandono, las decepciones ante unas expectativas no cumplidas… Un suma y sigue interminable. Un suma y sigue que escapa a nuestro control. Curiosamente, la sociedad occidental se centra en intentar controlar estas cuestiones, ya sea olvidando que existen aunque siempre te encuentran –la muerte, las tragedias–, ya sea obteniendo promesas sobre la inamovilidad de un futuro que siempre cambia –las rupturas emociones, las decepciones–. Y esto nos lleva a la neurosis y a la obsesión, y por último al sufrimiento cuando nos vemos incapaces de controlar una situación que, nos han dicho, deberíamos controlar.
Por otro lado, nos han dicho de mil formas posibles que la reacción ante estas circunstancias es algo ineludible, que la reactividad es inevitable, y que ponerte hecho un orco de Moria cuando un conductor te hace una pirula al volante es lo molón. Sin embargo, con esa distancia de la que os hablaba, esta reactividad se convierte en algo controlable, ajeno a nosotros. Sólo con centrar el foco en lo adecuado, un poco alejados de la vorágine, y aceptando que, a pesar de que no nos guste, somos hojas movidas por un viento que nos lleva donde quiere y del que no sabemos nada –sólo que está por encima del Bien y del Mal–. Hemos de evitar el daño, por supuesto, pero si este viene –y siempre lo hace–, no queda más remedio que aceptarlo y esperar a que se pase. Quizá este texto os parezca algo ridículo y no estéis de acuerdo con nada de lo que he escrito; sin embargo, y teniendo en cuenta la de palos que nos va dejando la vida, tampoco es mala idea intentar sufrir lo menos posible aprendiendo a comprender y manejar algo mejor nuestras emociones sin hacernos esclavos de ellas.
Alberto Martínez Urueña 25-08-2016
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