Hay veces en
que nos mordemos la lengua y no sabemos por qué. En mitad de una conversación
alguien se pone agresivo, emite una supuesta opinión que se convierte en un
juicio valorativo sobre tu persona y, aunque sabemos que no hemos de permitir
que esas cuestiones nos afecten, es como un raspón de tiza en la superficie de
una pizarra. Te chirrían hasta las muelas. En los últimos días he tenido la
suerte de poder vivir en primera persona esta circunstancia y, a sabiendas de
que de mi respuesta beligerante no iba a sacar nada positivo ni para mí ni para
mis interlocutores, cerré la boca. Pero recapacitando sobre ello, he querido
explayarme sobre el tema.
No pretendo
caer en el error ignorante del que expone un fallo ajeno y de esta manera lo
comete él mismo. Si critico a la gente que se dedica a enjuiciar a quienes les
rodean, y yo emito los mismos juicios, estaría cayendo en la misma estupidez.
Sin embargo, en aras de evitar sufrimiento, creo necesario hacer los siguientes
comentarios.
Hablo de dos
cuestiones en concreto: por un lado, de los males psicosomáticos y las
especialidades psiquiátricas, y sobre todo psicológicas; y por otro, de la
archiconocida brecha generacional. Con respecto a la primera, resulta de una
ignorancia supina atribuir los males de origen desconocido a las dolencias
psicológicas de las personas. Y más aún cuando estas dolencias psicológicas se
siguen tratando en ciertas bocas negligentes como un mal evitable, algo buscado
por personas de voluntad débil, incapaces de sobreponerse a los avatares
normales de la vida. En resumen, el que tiene una depresión es por ser un débil
de mierda, incapaz de valorar lo bueno que tiene su vida y de dar gracias por
vivir en el primer mundo. La depresión es culpa suya, y merece lo que le
sucede. Si además, esta persona tiene alguna dolencia física y esto le estropea
el estado de ánimo, es aún más mierdecilla, y si esa dolencia es inexplicable –no
para la ciencia, sino para el imbécil que la desprecia–, estamos hablando prácticamente
de personas ignorantes, merecedoras del mayor desprecio, seguidoras de
chamanes, brujos y practicantes de vudú, lectores de horóscopos y seguidores de
ciencias ocultas. Por suerte, dentro de que puedan ser ciencias menos exactas
que las matemáticas, la psiquiatría y la psicología son dos disciplinas con un
sustento suficiente como para ser aceptadas y requeridas por quienes las
necesiten, y cada vez menos despreciadas socialmente. Cuestión relacionada,
pero diferente, es tener una dolencia física y que esto te pueda afectar al ánimo.
Personas que sufren enfermedades poco claras son acusadas de estar somatizando estrés
nervioso y otras zarandajas. Yo siempre he dicho que si alguien me clava una
punta en la mano, me duele, y si además no me la puedo sacar, acabo mentalmente
hecho polvo. El origen de mi estado de ánimo no será por una depresión, sino
por un clavo que me atraviesa piel y huesos y que no puedo sacarme. Alguien con
esclerosis múltiple puede pasar por estados de ánimo depresivos y si alguien le
dice, sin la más mínima piedad o empatía, que eso es lo que le trae la vida,
que tiene que aceptarlo, encuadrarlo y seguir viviendo, sus comentarios se
pueden convertir en la punta que te atraviesa la otra mano. No ayuda, y además
demuestra la escasa sensibilidad, pero también la tremenda ignorancia, del que
suelta tal frase.
Al margen de
una verdad que no por evidente, deja de ser menos cierta: los humanos somos una
unidad en sí misma. No nos separamos en mente y cuerpo, del mismo modo que no
nos separamos en hígado, riñones, corazón o cerebro. Si una de esas partes
funciona mal, afecta a la totalidad. Si el riñón no filtra bien, puede producir
una insuficiencia renal y el cuerpo se intoxica, y puede morir. De igual modo,
si la mente no funciona de una forma beneficiosa para el conjunto, el conjunto
que somos, esa unidad humana, se resiente en su totalidad. Y la mente funciona
mal en muchas ocasiones. También para los impíos. De hecho, la falta de piedad
para con los semejantes es una de las enfermedades mentales más extendidas en
Occidente.
El segundo de
los encontronazos que he tenido últimamente ha sido a costa del choque
generacional que sufrimos desde que existimos como especie racional. Las
generaciones más viejas se quejan de que los más jóvenes no tienen valores, no
soportan el sufrimiento, no aceptan la vida como viene… Cada vez veo a más
personas de mi generación –treinta y seis tacos a la espalda– criticar a
quienes nos suceden por este tipo de defectos, mientras se defienden de las
tarascadas militares que a veces nos vienen de los abuelos. Nadie es capaz de
ver más allá de su egocentrismo enfermizo. Nuevamente los juicios de valor en
los que, curiosamente, el juez siempre sale bien parado, con la razón de su
parte. No hay observación, no hay empatía, ni simplemente escuchar a quien te cuenta
algo diferente a lo que tú opinas, a otra forma de vivir, de entender la
realidad, aunque sólo sea por la diferente experiencia, tanto en vivencias,
como en el tiempo que has tenido para acumularlas. Todo es una obsesiva
fijación por responder, por reaccionar. Por defender tus tesis acerca de la
psicosomatización o acerca de la forma en que una persona ha de afrontar la
vida. No hay prisma diferente para una persona de veinte años o para una de
ochenta. Siempre está la pretensión de tener razón, no de escuchar y compartir.
De aceptar desde las tripas sin necesidad de comprender desde la lógica. O de
aceptar la lógica de las tripas.
Por eso,
porque a mí me han aplicado la descarnada injerencia de los juicios despiadados,
lucho por no enjuiciar a nadie. Antes bien, quiero romper una lanza en favor de
escuchar y no juzgar, de tolerar lo que no comprendo como una posibilidad más,
igual de buena, y sobre todo, quiero enarbolar la bandera del absoluto respeto para
con los sentimientos de cada persona y la piedad con respecto a quien sufre,
independientemente de cual sea el sufrimiento. Incluido el que se pueda estar
causando el mismo.
Alberto Martínez Urueña
16-08-2016
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