No deja de
resultar paradójico y muy llamativo como muchos –yo incluido, de aquí los
textos– somos capaces de estructurar grandes frases de grandes ideas. O al
menos somos capaces de abrir Internet y buscar frases de relumbrón a las que
podamos dar una patina de credibilidad por la firma que podamos poner al pie.
Tipo “sé agua, amigo mío”, Bruce Lee. Aprendemos algo interesante y además nos
parecemos a esos anuncios publicitarios de automóviles que nos venden grandes
modos de vida.
Una tipología
de esas frases suele versar sobre la importancia que damos a los profesores de
nuestro sistema social, tanto desde un punto de vista de autoridad como desde
el punto de vista económico. Si entráis en Facebook, o simplemente le hacéis
una consulta genérica a San Google, entenderéis de lo que estoy hablando si no
lo habéis hecho ya. Son esas apologías referentes al modelo de sociedad y de
país que queremos, contrastado con la jocosa caricatura en la que hoy en día
parecemos vivir; apologías digo, del sendero que pretendemos recorrer hacia las
alturas y como en el que nos han instalado la mierda de políticos nos vamos
despeñando hacia las similitudes con los países del tercer mundo. Todo el mundo
está de acuerdo en que son los profesores los encargados de organizar el
modelo, de trabajar en él y de sacar lo mejor de los niños. Todos estamos de
acuerdo en que la figura del maestro que tuvimos antaño es la que cuenta, y la que
hoy en día se perfila es una consecuencia de la falta de principios y valores
actuales en donde todo el mundo tiene derecho a subírseles a la chepa. Como si hubiésemos
estado guardando en unas tripas repletas de hiel todas las afrentas recibidas
en nuestra infancia y ahora las descargásemos sobre los profesores actuales.
Es bien
sabido por todos –o al menos así lo atestiguan las frases que circulan por la red,
y también las que circulan por las barras del bar– que estos trabajos en los
que el país se está jugando el futuro de las generaciones venideras está francamente
mal pagado. Tampoco hay un proceso de selección previo en el que se garantice
que accedan a la función pedagógica, de entre todos los que tengan una
verdadera vocación, los mejor preparados; los que verdaderamente más se
esforzaron para poder alcanzar las cotas más elevadas de instrucción a la hora
de afrontar una tarea tan sagrada como es la educación de las futuras personas
que poblarán la tierra. Parece una frase pretenciosa y pedante, pero si reflexionáis
sobre su contenido, quizá comprendáis que su significado merece todo tipo de
superlativos.
Por
circunstancias de la vida, conozco muchos de esos profesores que tienen en sus
genes la vocación de la enseñanza. Personas que soportan las afrentas de
quienes sólo se acuerdan de ellos para mencionar las vacaciones de las que
disfrutan y que únicamente son capaces de ver el tiempo que pasan en clase. Han
de recibir con estoicismo las críticas de quienes no son capaces de enfrentarse
ni a los retos que plantean sus hijos, dos o tres como mucho hoy en día; nada
que ver con un aula superpoblado como los de nuestro sistema educativo en donde
si tienes buena suerte, sólo contaras entre sus filas con cuatro o cinco
aspirantes a cafre. Y será un aula más o menos manejable.
Queremos que
sean los mejores, apelamos a la consideración social que merecen y también
argumentamos que su labor es mucho más importante que la que realizan todos
esos Messis y Ronaldos que se forran por realizar muy bien una tarea que en
realidad no tiene la más mínima importancia para el devenir de nuestros hijos.
Eso sí, luego
llega el momento de los hechos, y como siempre, España se hunde en el más
absoluto de los fracasos. Caemos en los viejos usos y costumbres, sabiendo más
que los profesionales del sector, recomendando y criticando, llevando al
paredón social y colocamos en el cepo de madera a ese tutorcillo de los cojones
que no lleva la educación de mis pequeños bastardos por las veredas que yo se a
ciencia cierta –aunque no sepa hacer la o con un canuto– que son las correctas.
Por mucho que ese sabioncillo con diplomatura, o licenciatura de medio pelo –que
sabemos que las regalan– me diga. Y esto lo he visto incluso entre los propios
profesionales de la docencia que, movidos por la angustia neurótica más
exacerbada por sus propios traumas mentales, son capaces de echar a los leones
a su propio gremio.
Caemos en los
mismos errores, despreciamos a esos profesorcillos cuando reclaman dignidad a
su trabajo –no porque sean profesores, sino porque éste es el deporte nacional–,
y automáticamente, sin solución de discontinuidad cambiamos el chip y el canal
y nos gastamos los dineros en Champions y Ligas deportivas, defendiendo las
deudas del club de nuestros amores, y les grabamos a fuego a nuestros hijos que
por un lado está la lógica del sistema educativo, pero que la pasión… Ésa es la
que va a mover montañas, o la que va a ponerme en el disparadero porque el
cabrón del presidente de mi club de fútbol conserva a ese desgraciado en el
banquillo que nos va a llevar a segunda. Más nos valdría disfrutar de vuestro
equipo, por supuesto, pero al mismo tiempo, tomar de una vez las riendas de nuestra
responsabilidad, en la medida que sea posible, aunque fuese únicamente en ese
pequeño círculo familiar y escolar, que al final es el que importa.
Alberto Martínez Urueña
17-03-2016