miércoles, 25 de noviembre de 2015

Extremismos


            La verdad es que, cada vez con más consistencia, tengo la presencia interna de hacer menos críticas, y menos agresivas; y por otro lado, buscar más las puntualizaciones, las reflexiones y  las preguntas subyacentes. Las respuestas están muy bien en este mundo de blancos y negros que tanto gustan en los medios de comunicación, pero cayendo en la trampa de ofrecer simplismos sólo conseguiría cabrearme conmigo mismo y sentirme responsable por el incremento de la mala baba que reina en nuestros días. Como dije el otro día en una red social –ya me cito incluso a mí mismo– “Todo el mundo está en contra de la violencia hasta que el conductor de turno se le cuela delante en el carril que lleva. Y nadie me dice donde está el límite.”, y no quiero ser cómplice de tanta violencia en la medida que pueda evitarlo.

            Las respuestas de blancos y negros alimentan los extremismos, es un hecho que el sentido común puede contrastar con un mínimo análisis que realice. ¿Cuál es el peligro de los extremismos?, y además, ¿qué es, en su origen, un extremismo? Todos tenemos claro que sería una idea llevada al máximo de sus límites en los que no se reconoce otra verdad que la ajustada a cada uno de sus postulados y conclusiones. No se admite la posibilidad de error, pero tampoco la de describir únicamente una perspectiva reducida de una realidad más amplia. Sobre todo, el principal de sus errores es que divide al grupo en dos partes, los buenos y los malos, los amigos y los enemigos, y además legitima la adopción de medidas drásticas contra los contrarios.

            Elimina de raíz la posibilidad de realizar esos análisis y de entresacar aquellos matices que enriquecen el debate, pero que sobre todo, muestran la realidad tal y como es, diversa y compleja, repleta de interconexiones que las mentes que pretendan ser críticas y despiertas no pueden pasar por alto. Esto ha de ponderarse con el hecho no menos cierto de que la realidad nos exige, siempre, la adopción de medidas, de movimiento, de no dejar que las aguas se estanquen porque al final la inmovilidad siempre deviene en corrupción. La realidad es cambiante, y a cada uno de los componentes que la forman –nosotros somos parte de esa realidad–, antes o después, no le queda más remedio que amoldarse. Otra cuestión es qué pasa si nuestra mente no se amolda, pero a nuestra física no le queda más remedio y al mismo tiempo el animal que todos somos queda permanentemente insatisfecho: esto lleva al desequilibrio.

            Por eso, tanto análisis que nos rodea, tanto y tan violento, me hace rehuir de los medios de comunicación que los propagan. Además, proliferando como lo hacen las columnas de opinión en las que lo único aparentemente superfluo es aportar algún dato  u observación sesuda, y lo relevante es que acabes el texto pidiendo venganza, no creo que consiga nada haciendo lo mismo. Creo que deberíamos, antes de lanzarnos sobre una de estas columnas de opinión –yo escribo ésta, y estoy tirándome piedras sobre el propio tejado–, considerar si la opinión de tal sujeto tiene valor auténtico como experto en algo –aunque sólo sea en clarificar pensamientos y conclusiones–, o si sólo busca apretar las clavijas de la histeria. No digo que yo lo tenga, o mis escritos, y por eso este giro copernicano en el tono de mis últimos escritos. Eso no quita para que tenga mis propias opiniones sobre la actualidad; pero no quiero señalar víctimas y culpables, aunque las haya: esto lo único que hace es crear rencores, paredones y cunetas.

            La verdad es que con este tema de los yihadistas está muriendo gente a mansalva desde hace tiempo en toda la zona de Oriente Próximo y África, y que en uno de esos coletazos nos ha llegado hasta Europa, y nos han metido el miedo en el cuerpo. La verdad es que estoy cansado de ver niños muertos entre los escombros de edificios vacíos, o en las playas de nuestras costas; y también de preguntarme que haría yo en su situación, convertido en una persona atrapada por una guerra de la que no fuese responsable, provocada por personas a las que no conozco, mientras llueven bombazos y se llevan por delante a esa familia, y a esos amigos. Sabiendo que sólo quería vivir en paz, y me metieron en esto. Entonces me acuerdo de mi abuelo, que no tenía más bando que el suyo y no sabía quién tenía razón, si la República o Paco, y lo poco que le gustó que le llevaran obligado al frente a pegar tiros. A matar personas. A tener que elegir entre su vida o la de aquellos que se movían al otro lado del polvo y de las balas. Ese lugar donde las elecciones son fáciles que las facturas.

            La verdad es que me gustaría que la vida fuera más sencilla y no tener que hacerme estas preguntas, y no tener que llegar a conclusiones desagradables. Me gustaría que un chaval de Siria que no me conoce no se alegrase si me pegan un tiro, o si reviento; aunque si me viese en esas, no dejase que me lo hicieran a mí o a los míos. Y me gustaría que nadie de los míos se tuviera que alegrar porque el otro día en Francia, en Saint-Denis, la policía tuviera que matar a tiros a unos chavales, pero a lo mejor no quedaba más remedio. El mundo es un ovillo enmarañado de lana, y yo no tengo la manera de soltarlo. Pero tampoco me alegro de sus enredos, ni me dejo enamorar por las caricias fáciles de sus extremismos. 

Alberto Martínez Urueña 25-11-2015

martes, 17 de noviembre de 2015

Un mundo complicado


            En primer lugar, quiero dejar clara una cosa: los ciudadanos, y los Estados, tienen el derecho a protegerse de quienes pretenden atentar contra su vida; y si es necesario y no queda más remedio, matando. Punto. No me considero uno de esos melifluos que rechazan la violencia como si ésta no existiera; antes bien, considero que es una parte inherente al ser humano que hay que aprender a domar, y no es lo mismo: yo admito la posibilidad de su uso, pero siempre debidamente mensurada.

            En segundo lugar, creo que la búsqueda de culpables más allá de los que apretaron el gatillo tiene una gran complejidad; pero además, hacerlo con los ánimos calientes que suceden al atentado denota una gran falta de sentido común. La verdad que se pretende desvelar con tales análisis oculta otras más importantes que subyacen a ésta: si la violencia llama violencia, ¿qué sentido tiene incrementarla con esa verborrea que dice desvelar una realidad ya conocida por todos? En la era de la globalización, la sociedad se preocupa por la facilidad de propagación de una epidemia como el ébola, pero a nadie parece preocuparle la transmisión del virus de la ira. Y a ésta podemos contribuir todos con nuestra actitud beligerante.

            Aun así, es evidentemente ridículo negar la evidencia de que la intervención de los países occidentales durante todo el siglo veinte en las regiones del mundo en donde abundan las materias primas ha provocado que la geoestrategia desarrollada por éstos tenga tus particulares claroscuros. Durante todo este tiempo hemos estado disfrutando de materias primas tales como los hidrocarburos o el coltán a unos precios que nos han permitido un desarrollo dentro de nuestra región geográfica sin parangón en la historia del hombre. Un desarrollo material en múltiples campos de los que nos hemos beneficiado todos y cada uno de nosotros, y vamos a seguir haciéndolo.

            ¿Qué hacemos con esta cuestión? Es complicado, pero me entran ganas de ponerme a disertar sobre la naturaleza de la violencia y su inclusión en la de los seres humanos. Y entonces lo complicaría todo un poco más, y no estoy por labor. Parece gratuito criticar a nuestros dirigentes por las medidas adoptadas a lo largo del siglo veinte, pero somos los ciudadanos los que hemos legitimado esas medidas. Ojo, y aquí no vale argumentar que tú no les has votado nunca. Esto es mucho más complicado.

            La legitimación que les hemos dado viene determinada por la microeconomía, y más concretamente, por las decisiones de consumo individuales –de cada uno de nosotros– limitadas por nuestra restricción presupuestaria. Es muy sencillo alzar bien alto la voz contra las acciones de nuestros gobiernos y sus lobbys en Oriente Próximo en su afán por conseguir el control de los pozos petrolíferos, pero no lo es tanto renunciar a coger el coche cada mañana para ir al trabajo, o para salir de puente o de fin de semana, o para largarte a la playa en las vacaciones de verano. Oigo las voces que me llaman populista, y que argumentan que el petróleo se podría seguir consiguiendo si se hubiera tratado a esos países y a sus ciudadanos con la debida humanidad, y eso es cierto. Pero el barril de petróleo estaría más caro, y llenar el depósito o encender la calefacción en invierno se nos llevaría la mitad de la nómina. La otra mitad se repartiría entre manufacturas básicas y alimentación, y volveríamos a aquella época vintage tan de moda en que el fondo de armario era igual de escaso que las palmeras de la Antártida.

            Si algo me enseñó la economía es que las funciones de consumo grupales que definen a una sociedad se componen de funciones de consumo individuales. El devenir de Occidente ha sido determinado por esas funciones de consumo. Cuando las cadenas de televisión tienen en sus parrillas horarias elementos como el fútbol o el tomate es por la ingente cantidad de personas que demandan esos contenidos, y cuando los dirigentes de nuestros países intervienen geopolíticamente en Irak, lo hacen para satisfacer las demandas de sus ciudadanos de materias primas abundantes y baratas. Y para llenarse los bolsillos, por supuesto, pero esto no exime de responsabilidad al consumidor. Incluso el hecho de que la publicidad no sea una herramienta de información, sino más bien de coacción no sirve para justificarnos en estos tiempos en que todo el mundo tiene acceso a la información, del mismo modo que argumentar que establecer un mundo justo en Siria solucionaría los problemas. Todavía no hemos sido capaces de establecerlo en nuestras ciudades… Por supuesto que estamos en nuestro legítimo derecho a defendernos, y también a consumir lo que queramos consumir, pero quizá todo el precio que debamos pagar no venga incluido en la factura, resumido en euros.

            Por eso, mucho cuidado cuando la hoguera del odio amenace con asaros las entrañas. Es muy legítimo protegerse de quien quiere matarnos, pero hay que saber hasta donde llegar con la violencia, porque ni con ella solucionaremos los problemas que subyacen –una cosa son los síntomas, y otra la enfermedad que los provoca– ni la bacanal de sangre y fuego nos limpiará de la posible responsabilidad que conlleva nuestro modo de vida occidental. El de cada uno de nosotros. 

Alberto Martínez Urueña 17-11-2015

viernes, 13 de noviembre de 2015

Como ranas en el caldero


            Si hay algo por lo que la actualidad me tiene cada vez más cansado, con toda esa sucesión de vertiginosas y catastróficas noticias, es por esa desafortunada conceptualización cinematográfica de buenos contra malos, de amigos y enemigos, de justos contra desalmados. Cada uno de los que hablan o escriben en los medios de comunicación intenta convencerme de la verdad de sus afirmaciones, diametralmente contrapuesta con la verdad del contrario, convertido éste en alguien contra el que debo pelear y aplastar, justificado en tal carnicería por la lógica de su razonamiento infalible. Perdido en el limbo de la contienda bélica, no veo a nadie que intente moverse en los medios, todo son extremos, verdades opuestas incapaces de coexistir en un mismo universo, como si estuviésemos hablando de las nociones físicas de la materia y la antimateria. A cada uno, sus argumentos les parecen matemáticamente demostrables, y precisamente por ello, está justificado todo derroche de violencia.

            Me veo a mí mismo reflejado en esa realidad enfrentada. Soy arrastrado por el torrente desbordado que trae la tormenta perfecta en estos tiempos de exceso de información en la que su gestión se ha convertido en el auténtico problema al que nos enfrentamos. No hay sosiego ni análisis –nada nuevo bajo el sol, por cierto–, y todas las noticias parecen ser titulares de última hora imposibles de soslayar, todas de una importancia vital capaces de remover las entrañas mismas de la tierra. Así, de una en otra, como el mono que salta desde la copa del árbol al de la siguiente, no tengo tiempo de relajar el tono y reflexionar sobre cada una de ellas, la anterior sustituida por la siguiente, devorada en el afán consumista en que se ha convertido la actualidad mediática. De esta manera, con la tensión arterial suficiente para proveer de energía a una ciudad de tamaño medio, voy de noticia en noticia, cada vez más encabronado, hasta que soy incapaz de verme la cara en el espejo y reconocer al chimpancé que pega saltos iracundos al compás que le marca la música que otros tocan.

            Este ambiente es irrespirable. Trincheras en donde el gas mostaza dialéctico amenaza con llevarse por delante cualquier principio que no sea el de la batalla y el del triunfo sin paliativos. La agresividad y el odio se legitiman por sí solos ante la evidente injusticia que la lógica parece demostrar una y otra vez, con pertinaz insistencia. Una sociedad injusta, dicho así, de manera repetitiva como el tableteo de un arma automática, hasta que las calderas explotan en un festival de fuego y de metralla de principios hechos añicos. Toda esta situación se retroalimenta. Observad si no me creéis, en esta época preelectoral, como todos los medios de comunicación, controlados por los diversos intereses que componen el espectro político español, van a ir incrementando la violencia de sus mensajes según nos acercamos a la cita con las urnas.

            En este circo de falso atrezo, cualquier escusa es utilizada para enfrentar, sinónimo de dividir por cierto, a cada uno de los ciudadanos de esta España que parece empeñada en autofagocitarse. Vivimos inconscientes del peligro que subyace a este visceral enfrentamiento, igual que las ranas del caldero, sumergidos en el cálido fluido de nuestras convicciones, sin darnos cuenta de que poco a poco vamos a hervir en él, a convertirnos en un caldo amorfo en donde ya no habrá más ideología que el desastre común, sin que podamos responsabilizarnos más que a nosotros mismos por no saltar a tiempo fuera de la olla. Tenemos en tema independentista, pero si nos fijamos con detalle, hay muchos más ejemplos para avergonzarnos por nuestra ceguera. Bueno, hablo en plural y no es la intención, os lo aseguro. Aquí, que cada cual se aplique el grado de miopía que su conciencia le indique.

            A lo largo de los años he ido creando para mí mismo una serie de automatismos que me ayuden a recordar aquello que considero importante y que en la rapidez del día a día corren el riesgo de difuminárseme. Por ejemplo, procuro cerrar siempre la puerta de casa con las llaves de la mano. Uno de los que olvido con demasiada frecuencia es mi rechazo a cualquier tipo de violencia, salvo a la que conlleve una inevitable defensa y siempre reducida al mínimo imprescindible. Ni que decir tiene que incluyo en este principio la violencia dialéctica bajo la firme convicción de que todo lo que esparcimos a nuestro alrededor acaba germinando de acuerdo a su naturaleza, y prefiero minimizar en lo posible los daños que provoco.

            Por eso, en mi particular y reducida esfera de influencia, cuando me he percatado de la verborrea irresponsable de algunas de mis últimas afirmaciones y éstas han hecho saltar mis alarmas internas, me he puesto freno automáticamente. Caer en la espiral de violencia que propugnan los medios de comunicación me puede convertir en víctima, pero también en cómplice y verdugo; y al margen de la injusticia que pueda ver a mi alrededor, y de que ésta me pida sangre, he de tomar las riendas de mis propios actos para no propagar un cáncer que considero mucho más virulento que una actualidad que antes o después se autoconsumirá en la sucesión de lo inmediato. 

Alberto Martínez Urueña 13-11-2015

lunes, 9 de noviembre de 2015

Venga va... hablemos del tema


            Ya había dejado claro que no pretendía meterme en estas historias, y sobre todo porque, en concreto, no creo en ésta, pero razones en los últimos días me han lanzado a dejar mi opinión al respecto. Así que lo siento por los que hubieran depositado en mí sus esperanzas de indiferencia, pero las circunstancias no me dejan.

            Lo primero de todo, dejar claro que no quiero la independencia de Cataluña, pero tengo mis propios motivos. En primer lugar, estos motivos no tienen nada que ver con amores imperialistas trasnochados, ni con pretender tener la razón y quitársela a otros, ni con imponer a ninguna persona absolutamente nada. Personalmente creo que hay que intentar convencer porque en ciertas cuestiones la imposición no vale para nada más que para darles razones a quienes están como locos por usarla. No en vano, resultas de este ímpetu son la Ley Mordaza, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la Ley de Seguridad Ciudadana y todas esas medidas que ha promulgado el actual Legislativo y que impiden a los ciudadanos manifestarse como les dé la gana. No deja de resultar paradigmático que se solucionaran antes los problemas de los escraches en domicilios de dirigentes políticos que los desahucios –que por cierto, siguen sucediendo en algunas zonas de España– o que las listas de espera en la Sanidad Pública.

            No quiero que Cataluña se independice porque creo que estamos mejor todos juntos, y creo que permanecer en España es bueno para los catalanes. No quiero que haya ningún conato de independencia porque a quien verdaderamente tengo miedo es a todos esos que se consideran defensores de las esencias patrias, ésos que siempre están prestos a matar o morir por una idea –ya sea la idea de España o de Cataluña–, dando rienda suelta a sus problemas mentales, ya sea en una trinchera o en el sótano de una comisaría. Ésos que sólo necesitan una excusa para justificar las lecciones en las cunetas, en las violaciones en grupo o en el adoctrinamiento de los niños. Pero sobre todo, no quiero que se vayan porque sinceramente creo que existe una mayoría de ciudadanos de esta autonomía que quieren seguir siendo parte de nación española, y este último motivo es por el que a mí, personalmente, lo del referéndum en Cataluña no me daría miedo, fuera como fuese su articulación, aunque no creo que solucionase nada.

            Quería dejar claras mis intenciones, porque luego se me acusa de chorradas cuando empiezo a soltar por la húmeda a través de la tecla. Y es que para mí, todo este problema de Cataluña, exacerbado desde el año dos mil diez, es el producto de dos partidos políticos de derecha –con gente de extrema derecha perfectamente integrados en sus filas– queriendo hacer lo que mejor saben: imponer sus caprichos a todo quisque, utilizando las leyes si es preciso, o incluso modificándolas para que sus actuaciones quepan en ese pomposo nombre de Estado de Derecho. Aquí no hay un intento de entenderse, aquí lo que hay es “por mis santos cojones”, explicación última de todas las guerras de todos los tiempos. De millones de muertos. O cientos de millones, no sé.

            Pretender convencer a la minoría de Cataluña que quiere la independencia por encima de cualquier cosa es absurdo, y es algo que hay que asumir y entender. Aceptarlo como se acepta al hijo que se casa con la mujer dictadora o a la hija que se casa con el cafre que no sabe hacer la o con un canuto. Porque no queda otra. Una vez que se entendiera que hay a quien no se puede convencer, habría que dirigirse a los que quieren seguir en España y tratar de negociar una solución que no satisfaría a todos al máximo, pero que nos permitiría convivir unos con otros, igual que lo hacemos con Andalucía o Extremadura. Lo otro sería como un matrimonio en donde los malos tratos se aceptan.

            Quizá contribuya a esta explicación que me doy el hecho de que, como castellano, me toca vivir circunstancias más o menos parecidas a las de los catalanes, pero además sin posibilidad de pataleta pública. Mientras contemplo como los dirigentes de cada una de nuestras regiones castellanoleonesas se parten la cara por tener cuatro aeropuertos tercermundistas, subvenciones para aumentar la población agraria o fondos para industrias poco productivas –salvando la automoción y sectores asociados–, observo con estupor como los últimos tres presidentes del Gobierno se olvidan sistemáticamente de las inversiones prometidas en nuestra región, dejándolas en suspenso, sin que, a parecer, a ninguno de sus votantes les parezca negativo. Vivo en una región dividida por sus líderes, afirmo, porque conozco a gente de muchas de sus capitales de provincia y son gente estupenda, así que el problema no es nuestro.

            Los líderes españoles llevan aprovechándose de nuestra cultura de enfrentamiento desde hace años, y los ciudadanos seguimos detrás de ellos como borregos, asintiendo sin pensarlo demasiado y dispuestos a partirnos la cara por ellos, como lo hicimos por los Austrias, por los Borbones y por Franco, pagando facturas inmensas en términos de sangre y rencores fraternos, mientras ellos se vestían de grana y oro. Precisamente porque no quiero entrar en esta vorágine de estupidez, no quería meterme en estos jardines, porque mi opinión es diferente a la de “o conmigo o contra mí” que tanto les gusta a esos fachas, siempre dispuestos a jugarse nuestra vida y después quedarse ellos con los despojos. 

Alberto Martínez Urueña 9-11-2015

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Excelencia


            No sé si a vosotros os pasa lo mismo, pero cuando escucho a algún iluminado hablar o proponer la evaluación de los profesionales de diferentes ramos del sector público se me ponen los pelos de punta. Al margen de que semejante locomotora se me pueda tirar de frente y sin frenos, me resulta curioso como siempre que se lanzan estos globos sonda se hace contra la profesionalidad de los trabajadores públicos y no contra quienes les dirigen. Por supuesto, estas propuestas suelen salir de las teclas de personajes como Salvador Sostres –buscad por la red las últimas lindezas del interfecto– y alguno de sus acólitos anarcocapitalitas, o bien desde la fábrica de ideas de algún comité político que hayan leído el tema en algún blog desinteresado y lo hayan llevado a su terreno. Éste es el caso que nos ocupa, el de la evaluación del profesorado en nuestro país.

            Dejando de lado que si midiésemos la efectividad y eficacia de nuestros líderes gestores de los últimos tiempos habría que mandarles al paro, sin pensión ni prebendas, o incluso quizá a un recinto dos por dos con barrotes a los lados, cada vez que oigo la palabra evaluación rápidamente me pongo en guardia. Es una de esas propuestas que a cualquiera que la lee a vuela pluma, le parece fetén y reclama su rápida puesta en práctica en la totalidad del territorio español. “¡El que no tenga nada que ocultar, no tiene nada que temer!”, gritarían, afirmando de manera implícita que la excelencia que se pretende lograr en la actividad docente está al alcance de cualquiera de quienes desarrollan tan importante labor. Todo el mundo está a favor de intentar lograr la excelencia, pero nadie recapacita sobre el propio concepto de excelencia. ¿Qué es eso de la excelencia?

            Desde un punto de vista más o menos objetivo, podemos considerar excelente a lo que reúna las mejores y más elevadas características respecto de una determinada cuestión. Por ejemplo, podemos debatir si es mejor Ronaldo o Messi, pero nadie duda

que el juego de ambos se podría definir como excelente. Otra cuestión podría ser si lo que ganan es justo, o si el resto de jugadores ganan o no lo que merecen por no ser capaces de pegar patadas a un balón con la destreza de los dos anteriores.

            Las actividades intelectuales tienden a considerarse diferentes a las físicas, y que alguien no sea capaz de obtener los mejores resultados se achaca a una falta de actitud; sin embargo, podría ser una falta de aptitud, lo cual nos enfrentaría a un debate diferente. Estaríamos hablando de las condiciones de acceso a la labor docente y no a su desarrollo, es decir, a la manera en que se han de seleccionar a las personas a las que queremos encargar la formación académica de las futuras generaciones, repensando estos mecanismos para obtener a las personas que mejor podrían desempeñarlo. Esto nos llevaría a tener que debatir sobre cuáles son los objetivos que ha de perseguir un buen sistema educativo, pero lo dejaremos para otro texto.

            No nos engañemos. Desde tiempos inmemoriales se ha considerado que eso de la docencia lo podía hacer cualquiera, las carreras de educación se han defenestrado y los profesionales se enfrentan, además de al aula, a largas jornadas de trabajo no reglado –en casa, preparando las clases y corrigiendo exámenes–, que no está bien remunerado y al juicio descarnado de una gran parte de la sociedad a la que le corroe la envidia por tener más vacaciones que el resto.

            La Educación y el tratamiento que se le da es uno de los mejores cuantificadores de la escala de valores que tiene una sociedad determinada. Y la escala de valores de una sociedad determinada no deja de ser la suma de valoraciones de todos sus individuos, y ahí cada uno ha de retratarse. Ahora bien, la idea de evaluar a los docentes para forzarles a alcanzar la excelencia y pretender reformar así, de manera significativa, el sistema educativo es un simplismo tan grotesco que sólo puede salir de la mente de un político experto en echar balones fuera y responsabilizar a los demás del fallo de toda una estructura que tiene en sus ideólogos a sus peores enemigos.

            Reformar el sistema educativo es muy sencillo. Basta con establecer los mínimos necesarios para que haya una línea de desarrollo clara en los próximos veinte o treinta años, y el consenso sobre estos mínimos existe en los profesionales vinculados al ramo. Esta época de crisis económica, unida a la reforma dictatorial de un gobierno incapaz de dialogar con nadie, nos ha ofrecido la peor cara de nuestro sistema político, pero la mejor de una comunidad educativa capaz de consensuar esos pocos puntos en común que bastarían para poder seguir construyendo uno de los pilares fundamentales de cualquier sociedad. La evaluación del profesorado podría ser uno de tantos puntos para analizar, premiando a los que sean capaces de meter buenos goles a la ignorancia, pero sin caer en esa versión tan española de vengarnos de quienes no pueden jugar al mismo nivel que los Ronaldos o Messis de la liga educativa. Y sobre todo, habría que empezar a cuidar con mimo los mecanismos de acceso a tan importante labor y pedirnos cuentas a nosotros mismos sobre cuáles son nuestras demandas cuando vamos a las urnas cada cuatro años. 

Alberto Martínez Urueña 4-11-2015