La verdad es que, cada vez con más
consistencia, tengo la presencia interna de hacer menos críticas, y menos
agresivas; y por otro lado, buscar más las puntualizaciones, las reflexiones y las preguntas subyacentes. Las respuestas
están muy bien en este mundo de blancos y negros que tanto gustan en los medios
de comunicación, pero cayendo en la trampa de ofrecer simplismos sólo
conseguiría cabrearme conmigo mismo y sentirme responsable por el incremento de
la mala baba que reina en nuestros días. Como dije el otro día en una red
social –ya me cito incluso a mí mismo– “Todo el mundo está en contra de la
violencia hasta que el conductor de turno se le cuela delante en el carril que
lleva. Y nadie me dice donde está el límite.”, y no quiero ser cómplice de tanta
violencia en la medida que pueda evitarlo.
Las respuestas de blancos y negros
alimentan los extremismos, es un hecho que el sentido común puede contrastar
con un mínimo análisis que realice. ¿Cuál es el peligro de los extremismos?, y
además, ¿qué es, en su origen, un extremismo? Todos tenemos claro que sería una
idea llevada al máximo de sus límites en los que no se reconoce otra verdad que
la ajustada a cada uno de sus postulados y conclusiones. No se admite la
posibilidad de error, pero tampoco la de describir únicamente una perspectiva
reducida de una realidad más amplia. Sobre todo, el principal de sus errores es
que divide al grupo en dos partes, los buenos y los malos, los amigos y los enemigos,
y además legitima la adopción de medidas drásticas contra los contrarios.
Elimina de raíz la posibilidad de realizar
esos análisis y de entresacar aquellos matices que enriquecen el debate, pero
que sobre todo, muestran la realidad tal y como es, diversa y compleja, repleta
de interconexiones que las mentes que pretendan ser críticas y despiertas no
pueden pasar por alto. Esto ha de ponderarse con el hecho no menos cierto de
que la realidad nos exige, siempre, la adopción de medidas, de movimiento, de
no dejar que las aguas se estanquen porque al final la inmovilidad siempre
deviene en corrupción. La realidad es cambiante, y a cada uno de los
componentes que la forman –nosotros somos parte de esa realidad–, antes o
después, no le queda más remedio que amoldarse. Otra cuestión es qué pasa si
nuestra mente no se amolda, pero a nuestra física no le queda más remedio y al
mismo tiempo el animal que todos somos queda permanentemente insatisfecho: esto
lleva al desequilibrio.
Por eso, tanto análisis que nos
rodea, tanto y tan violento, me hace rehuir de los medios de comunicación que
los propagan. Además, proliferando como lo hacen las columnas de opinión en las
que lo único aparentemente superfluo es aportar algún dato u observación sesuda, y lo relevante es que
acabes el texto pidiendo venganza, no creo que consiga nada haciendo lo mismo.
Creo que deberíamos, antes de lanzarnos sobre una de estas columnas de opinión
–yo escribo ésta, y estoy tirándome piedras sobre el propio tejado–, considerar
si la opinión de tal sujeto tiene valor auténtico como experto en algo –aunque
sólo sea en clarificar pensamientos y conclusiones–, o si sólo busca apretar
las clavijas de la histeria. No digo que yo lo tenga, o mis escritos, y por eso
este giro copernicano en el tono de mis últimos escritos. Eso no quita para que
tenga mis propias opiniones sobre la actualidad; pero no quiero señalar víctimas
y culpables, aunque las haya: esto lo único que hace es crear rencores,
paredones y cunetas.
La verdad es que con este tema de
los yihadistas está muriendo gente a mansalva desde hace tiempo en toda la zona
de Oriente Próximo y África, y que en uno de esos coletazos nos ha llegado
hasta Europa, y nos han metido el miedo en el cuerpo. La verdad es que estoy cansado
de ver niños muertos entre los escombros de edificios vacíos, o en las playas
de nuestras costas; y también de preguntarme que haría yo en su situación, convertido
en una persona atrapada por una guerra de la que no fuese responsable,
provocada por personas a las que no conozco, mientras llueven bombazos y se
llevan por delante a esa familia, y a esos amigos. Sabiendo que sólo quería
vivir en paz, y me metieron en esto. Entonces me acuerdo de mi abuelo, que no
tenía más bando que el suyo y no sabía quién tenía razón, si la República o
Paco, y lo poco que le gustó que le llevaran obligado al frente a pegar tiros.
A matar personas. A tener que elegir entre su vida o la de aquellos que se
movían al otro lado del polvo y de las balas. Ese lugar donde las elecciones
son fáciles que las facturas.
La verdad es que me gustaría que la
vida fuera más sencilla y no tener que hacerme estas preguntas, y no tener que
llegar a conclusiones desagradables. Me gustaría que un chaval de Siria que no
me conoce no se alegrase si me pegan un tiro, o si reviento; aunque si me viese
en esas, no dejase que me lo hicieran a mí o a los míos. Y me gustaría que
nadie de los míos se tuviera que alegrar porque el otro día en Francia, en
Saint-Denis, la policía tuviera que matar a tiros a unos chavales, pero a lo
mejor no quedaba más remedio. El mundo es un ovillo enmarañado de lana, y yo no
tengo la manera de soltarlo. Pero tampoco me alegro de sus enredos, ni me dejo enamorar
por las caricias fáciles de sus extremismos.
Alberto Martínez Urueña 25-11-2015