miércoles, 4 de noviembre de 2015

Excelencia


            No sé si a vosotros os pasa lo mismo, pero cuando escucho a algún iluminado hablar o proponer la evaluación de los profesionales de diferentes ramos del sector público se me ponen los pelos de punta. Al margen de que semejante locomotora se me pueda tirar de frente y sin frenos, me resulta curioso como siempre que se lanzan estos globos sonda se hace contra la profesionalidad de los trabajadores públicos y no contra quienes les dirigen. Por supuesto, estas propuestas suelen salir de las teclas de personajes como Salvador Sostres –buscad por la red las últimas lindezas del interfecto– y alguno de sus acólitos anarcocapitalitas, o bien desde la fábrica de ideas de algún comité político que hayan leído el tema en algún blog desinteresado y lo hayan llevado a su terreno. Éste es el caso que nos ocupa, el de la evaluación del profesorado en nuestro país.

            Dejando de lado que si midiésemos la efectividad y eficacia de nuestros líderes gestores de los últimos tiempos habría que mandarles al paro, sin pensión ni prebendas, o incluso quizá a un recinto dos por dos con barrotes a los lados, cada vez que oigo la palabra evaluación rápidamente me pongo en guardia. Es una de esas propuestas que a cualquiera que la lee a vuela pluma, le parece fetén y reclama su rápida puesta en práctica en la totalidad del territorio español. “¡El que no tenga nada que ocultar, no tiene nada que temer!”, gritarían, afirmando de manera implícita que la excelencia que se pretende lograr en la actividad docente está al alcance de cualquiera de quienes desarrollan tan importante labor. Todo el mundo está a favor de intentar lograr la excelencia, pero nadie recapacita sobre el propio concepto de excelencia. ¿Qué es eso de la excelencia?

            Desde un punto de vista más o menos objetivo, podemos considerar excelente a lo que reúna las mejores y más elevadas características respecto de una determinada cuestión. Por ejemplo, podemos debatir si es mejor Ronaldo o Messi, pero nadie duda

que el juego de ambos se podría definir como excelente. Otra cuestión podría ser si lo que ganan es justo, o si el resto de jugadores ganan o no lo que merecen por no ser capaces de pegar patadas a un balón con la destreza de los dos anteriores.

            Las actividades intelectuales tienden a considerarse diferentes a las físicas, y que alguien no sea capaz de obtener los mejores resultados se achaca a una falta de actitud; sin embargo, podría ser una falta de aptitud, lo cual nos enfrentaría a un debate diferente. Estaríamos hablando de las condiciones de acceso a la labor docente y no a su desarrollo, es decir, a la manera en que se han de seleccionar a las personas a las que queremos encargar la formación académica de las futuras generaciones, repensando estos mecanismos para obtener a las personas que mejor podrían desempeñarlo. Esto nos llevaría a tener que debatir sobre cuáles son los objetivos que ha de perseguir un buen sistema educativo, pero lo dejaremos para otro texto.

            No nos engañemos. Desde tiempos inmemoriales se ha considerado que eso de la docencia lo podía hacer cualquiera, las carreras de educación se han defenestrado y los profesionales se enfrentan, además de al aula, a largas jornadas de trabajo no reglado –en casa, preparando las clases y corrigiendo exámenes–, que no está bien remunerado y al juicio descarnado de una gran parte de la sociedad a la que le corroe la envidia por tener más vacaciones que el resto.

            La Educación y el tratamiento que se le da es uno de los mejores cuantificadores de la escala de valores que tiene una sociedad determinada. Y la escala de valores de una sociedad determinada no deja de ser la suma de valoraciones de todos sus individuos, y ahí cada uno ha de retratarse. Ahora bien, la idea de evaluar a los docentes para forzarles a alcanzar la excelencia y pretender reformar así, de manera significativa, el sistema educativo es un simplismo tan grotesco que sólo puede salir de la mente de un político experto en echar balones fuera y responsabilizar a los demás del fallo de toda una estructura que tiene en sus ideólogos a sus peores enemigos.

            Reformar el sistema educativo es muy sencillo. Basta con establecer los mínimos necesarios para que haya una línea de desarrollo clara en los próximos veinte o treinta años, y el consenso sobre estos mínimos existe en los profesionales vinculados al ramo. Esta época de crisis económica, unida a la reforma dictatorial de un gobierno incapaz de dialogar con nadie, nos ha ofrecido la peor cara de nuestro sistema político, pero la mejor de una comunidad educativa capaz de consensuar esos pocos puntos en común que bastarían para poder seguir construyendo uno de los pilares fundamentales de cualquier sociedad. La evaluación del profesorado podría ser uno de tantos puntos para analizar, premiando a los que sean capaces de meter buenos goles a la ignorancia, pero sin caer en esa versión tan española de vengarnos de quienes no pueden jugar al mismo nivel que los Ronaldos o Messis de la liga educativa. Y sobre todo, habría que empezar a cuidar con mimo los mecanismos de acceso a tan importante labor y pedirnos cuentas a nosotros mismos sobre cuáles son nuestras demandas cuando vamos a las urnas cada cuatro años. 

Alberto Martínez Urueña 4-11-2015

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