No
sé si a vosotros os pasa lo mismo, pero cuando escucho a algún iluminado hablar
o proponer la evaluación de los profesionales de diferentes ramos del sector
público se me ponen los pelos de punta. Al margen de que semejante locomotora
se me pueda tirar de frente y sin frenos, me resulta curioso como siempre que
se lanzan estos globos sonda se hace contra la profesionalidad de los
trabajadores públicos y no contra quienes les dirigen. Por supuesto, estas
propuestas suelen salir de las teclas de personajes como Salvador Sostres
–buscad por la red las últimas lindezas del interfecto– y alguno de sus
acólitos anarcocapitalitas, o bien desde la fábrica de ideas de algún comité
político que hayan leído el tema en algún blog desinteresado y lo hayan llevado
a su terreno. Éste es el caso que nos ocupa, el de la evaluación del
profesorado en nuestro país.
Dejando
de lado que si midiésemos la efectividad y eficacia de nuestros líderes
gestores de los últimos tiempos habría que mandarles al paro, sin pensión ni
prebendas, o incluso quizá a un recinto dos por dos con barrotes a los lados,
cada vez que oigo la palabra evaluación rápidamente me pongo en guardia. Es una
de esas propuestas que a cualquiera que la lee a vuela pluma, le parece fetén y
reclama su rápida puesta en práctica en la totalidad del territorio español.
“¡El que no tenga nada que ocultar, no tiene nada que temer!”, gritarían,
afirmando de manera implícita que la excelencia que se pretende lograr en la
actividad docente está al alcance de cualquiera de quienes desarrollan tan
importante labor. Todo el mundo está a favor de intentar lograr la excelencia,
pero nadie recapacita sobre el propio concepto de excelencia. ¿Qué es eso de la
excelencia?
Desde
un punto de vista más o menos objetivo, podemos considerar excelente a lo que
reúna las mejores y más elevadas características respecto de una determinada
cuestión. Por ejemplo, podemos debatir si es mejor Ronaldo o Messi, pero nadie
duda
que el juego de ambos se podría definir
como excelente. Otra cuestión podría ser si lo que ganan es justo, o si el
resto de jugadores ganan o no lo que merecen por no ser capaces de pegar
patadas a un balón con la destreza de los dos anteriores.
Las
actividades intelectuales tienden a considerarse diferentes a las físicas, y
que alguien no sea capaz de obtener los mejores resultados se achaca a una
falta de actitud; sin embargo, podría ser una falta de aptitud, lo cual nos
enfrentaría a un debate diferente. Estaríamos hablando de las condiciones de
acceso a la labor docente y no a su desarrollo, es decir, a la manera en que se
han de seleccionar a las personas a las que queremos encargar la formación
académica de las futuras generaciones, repensando estos mecanismos para obtener
a las personas que mejor podrían desempeñarlo. Esto nos llevaría a tener que
debatir sobre cuáles son los objetivos que ha de perseguir un buen sistema
educativo, pero lo dejaremos para otro texto.
No
nos engañemos. Desde tiempos inmemoriales se ha considerado que eso de la
docencia lo podía hacer cualquiera, las carreras de educación se han
defenestrado y los profesionales se enfrentan, además de al aula, a largas
jornadas de trabajo no reglado –en casa, preparando las clases y corrigiendo
exámenes–, que no está bien remunerado y al juicio descarnado de una gran parte
de la sociedad a la que le corroe la envidia por tener más vacaciones que el
resto.
La
Educación y el tratamiento que se le da es uno de los mejores cuantificadores
de la escala de valores que tiene una sociedad determinada. Y la escala de
valores de una sociedad determinada no deja de ser la suma de valoraciones de
todos sus individuos, y ahí cada uno ha de retratarse. Ahora bien, la idea de
evaluar a los docentes para forzarles a alcanzar la excelencia y pretender reformar
así, de manera significativa, el sistema educativo es un simplismo tan grotesco
que sólo puede salir de la mente de un político experto en echar balones fuera
y responsabilizar a los demás del fallo de toda una estructura que tiene en sus
ideólogos a sus peores enemigos.
Reformar
el sistema educativo es muy sencillo. Basta con establecer los mínimos
necesarios para que haya una línea de desarrollo clara en los próximos veinte o
treinta años, y el consenso sobre estos mínimos existe en los profesionales vinculados
al ramo. Esta época de crisis económica, unida a la reforma dictatorial de un
gobierno incapaz de dialogar con nadie, nos ha ofrecido la peor cara de nuestro
sistema político, pero la mejor de una comunidad educativa capaz de consensuar esos
pocos puntos en común que bastarían para poder seguir construyendo uno de los
pilares fundamentales de cualquier sociedad. La evaluación del profesorado
podría ser uno de tantos puntos para analizar, premiando a los que sean capaces
de meter buenos goles a la ignorancia, pero sin caer en esa versión tan
española de vengarnos de quienes no pueden jugar al mismo nivel que los
Ronaldos o Messis de la liga educativa. Y sobre todo, habría que empezar a
cuidar con mimo los mecanismos de acceso a tan importante labor y pedirnos
cuentas a nosotros mismos sobre cuáles son nuestras demandas cuando vamos a las
urnas cada cuatro años.
Alberto Martínez
Urueña 4-11-2015
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