martes, 17 de noviembre de 2015

Un mundo complicado


            En primer lugar, quiero dejar clara una cosa: los ciudadanos, y los Estados, tienen el derecho a protegerse de quienes pretenden atentar contra su vida; y si es necesario y no queda más remedio, matando. Punto. No me considero uno de esos melifluos que rechazan la violencia como si ésta no existiera; antes bien, considero que es una parte inherente al ser humano que hay que aprender a domar, y no es lo mismo: yo admito la posibilidad de su uso, pero siempre debidamente mensurada.

            En segundo lugar, creo que la búsqueda de culpables más allá de los que apretaron el gatillo tiene una gran complejidad; pero además, hacerlo con los ánimos calientes que suceden al atentado denota una gran falta de sentido común. La verdad que se pretende desvelar con tales análisis oculta otras más importantes que subyacen a ésta: si la violencia llama violencia, ¿qué sentido tiene incrementarla con esa verborrea que dice desvelar una realidad ya conocida por todos? En la era de la globalización, la sociedad se preocupa por la facilidad de propagación de una epidemia como el ébola, pero a nadie parece preocuparle la transmisión del virus de la ira. Y a ésta podemos contribuir todos con nuestra actitud beligerante.

            Aun así, es evidentemente ridículo negar la evidencia de que la intervención de los países occidentales durante todo el siglo veinte en las regiones del mundo en donde abundan las materias primas ha provocado que la geoestrategia desarrollada por éstos tenga tus particulares claroscuros. Durante todo este tiempo hemos estado disfrutando de materias primas tales como los hidrocarburos o el coltán a unos precios que nos han permitido un desarrollo dentro de nuestra región geográfica sin parangón en la historia del hombre. Un desarrollo material en múltiples campos de los que nos hemos beneficiado todos y cada uno de nosotros, y vamos a seguir haciéndolo.

            ¿Qué hacemos con esta cuestión? Es complicado, pero me entran ganas de ponerme a disertar sobre la naturaleza de la violencia y su inclusión en la de los seres humanos. Y entonces lo complicaría todo un poco más, y no estoy por labor. Parece gratuito criticar a nuestros dirigentes por las medidas adoptadas a lo largo del siglo veinte, pero somos los ciudadanos los que hemos legitimado esas medidas. Ojo, y aquí no vale argumentar que tú no les has votado nunca. Esto es mucho más complicado.

            La legitimación que les hemos dado viene determinada por la microeconomía, y más concretamente, por las decisiones de consumo individuales –de cada uno de nosotros– limitadas por nuestra restricción presupuestaria. Es muy sencillo alzar bien alto la voz contra las acciones de nuestros gobiernos y sus lobbys en Oriente Próximo en su afán por conseguir el control de los pozos petrolíferos, pero no lo es tanto renunciar a coger el coche cada mañana para ir al trabajo, o para salir de puente o de fin de semana, o para largarte a la playa en las vacaciones de verano. Oigo las voces que me llaman populista, y que argumentan que el petróleo se podría seguir consiguiendo si se hubiera tratado a esos países y a sus ciudadanos con la debida humanidad, y eso es cierto. Pero el barril de petróleo estaría más caro, y llenar el depósito o encender la calefacción en invierno se nos llevaría la mitad de la nómina. La otra mitad se repartiría entre manufacturas básicas y alimentación, y volveríamos a aquella época vintage tan de moda en que el fondo de armario era igual de escaso que las palmeras de la Antártida.

            Si algo me enseñó la economía es que las funciones de consumo grupales que definen a una sociedad se componen de funciones de consumo individuales. El devenir de Occidente ha sido determinado por esas funciones de consumo. Cuando las cadenas de televisión tienen en sus parrillas horarias elementos como el fútbol o el tomate es por la ingente cantidad de personas que demandan esos contenidos, y cuando los dirigentes de nuestros países intervienen geopolíticamente en Irak, lo hacen para satisfacer las demandas de sus ciudadanos de materias primas abundantes y baratas. Y para llenarse los bolsillos, por supuesto, pero esto no exime de responsabilidad al consumidor. Incluso el hecho de que la publicidad no sea una herramienta de información, sino más bien de coacción no sirve para justificarnos en estos tiempos en que todo el mundo tiene acceso a la información, del mismo modo que argumentar que establecer un mundo justo en Siria solucionaría los problemas. Todavía no hemos sido capaces de establecerlo en nuestras ciudades… Por supuesto que estamos en nuestro legítimo derecho a defendernos, y también a consumir lo que queramos consumir, pero quizá todo el precio que debamos pagar no venga incluido en la factura, resumido en euros.

            Por eso, mucho cuidado cuando la hoguera del odio amenace con asaros las entrañas. Es muy legítimo protegerse de quien quiere matarnos, pero hay que saber hasta donde llegar con la violencia, porque ni con ella solucionaremos los problemas que subyacen –una cosa son los síntomas, y otra la enfermedad que los provoca– ni la bacanal de sangre y fuego nos limpiará de la posible responsabilidad que conlleva nuestro modo de vida occidental. El de cada uno de nosotros. 

Alberto Martínez Urueña 17-11-2015

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