En primer
lugar, quiero dejar clara una cosa: los ciudadanos, y los Estados, tienen el
derecho a protegerse de quienes pretenden atentar contra su vida; y si es
necesario y no queda más remedio, matando. Punto. No me considero uno de esos
melifluos que rechazan la violencia como si ésta no existiera; antes bien,
considero que es una parte inherente al ser humano que hay que aprender a
domar, y no es lo mismo: yo admito la posibilidad de su uso, pero siempre
debidamente mensurada.
En segundo
lugar, creo que la búsqueda de culpables más allá de los que apretaron el
gatillo tiene una gran complejidad; pero además, hacerlo con los ánimos
calientes que suceden al atentado denota una gran falta de sentido común. La
verdad que se pretende desvelar con tales análisis oculta otras más importantes
que subyacen a ésta: si la violencia llama violencia, ¿qué sentido tiene
incrementarla con esa verborrea que dice desvelar una realidad ya conocida por
todos? En la era de la globalización, la sociedad se preocupa por la facilidad
de propagación de una epidemia como el ébola, pero a nadie parece preocuparle
la transmisión del virus de la ira. Y a ésta podemos contribuir todos con
nuestra actitud beligerante.
Aun así, es
evidentemente ridículo negar la evidencia de que la intervención de los países occidentales
durante todo el siglo veinte en las regiones del mundo en donde abundan las
materias primas ha provocado que la geoestrategia desarrollada por éstos tenga
tus particulares claroscuros. Durante todo este tiempo hemos estado disfrutando
de materias primas tales como los hidrocarburos o el coltán a unos precios que
nos han permitido un desarrollo dentro de nuestra región geográfica sin
parangón en la historia del hombre. Un desarrollo material en múltiples campos
de los que nos hemos beneficiado todos y cada uno de nosotros, y vamos a seguir
haciéndolo.
¿Qué hacemos
con esta cuestión? Es complicado, pero me entran ganas de ponerme a disertar
sobre la naturaleza de la violencia y su inclusión en la de los seres humanos. Y
entonces lo complicaría todo un poco más, y no estoy por labor. Parece gratuito
criticar a nuestros dirigentes por las medidas adoptadas a lo largo del siglo
veinte, pero somos los ciudadanos los que hemos legitimado esas medidas. Ojo, y
aquí no vale argumentar que tú no les has votado nunca. Esto es mucho más
complicado.
La
legitimación que les hemos dado viene determinada por la microeconomía, y más
concretamente, por las decisiones de consumo individuales –de cada uno de
nosotros– limitadas por nuestra restricción presupuestaria. Es muy sencillo
alzar bien alto la voz contra las acciones de nuestros gobiernos y sus lobbys
en Oriente Próximo en su afán por conseguir el control de los pozos
petrolíferos, pero no lo es tanto renunciar a coger el coche cada mañana para
ir al trabajo, o para salir de puente o de fin de semana, o para largarte a la
playa en las vacaciones de verano. Oigo las voces que me llaman populista, y
que argumentan que el petróleo se podría seguir consiguiendo si se hubiera
tratado a esos países y a sus ciudadanos con la debida humanidad, y eso es
cierto. Pero el barril de petróleo estaría más caro, y llenar el depósito o
encender la calefacción en invierno se nos llevaría la mitad de la nómina. La
otra mitad se repartiría entre manufacturas básicas y alimentación, y volveríamos
a aquella época vintage tan de moda
en que el fondo de armario era igual de escaso que las palmeras de la
Antártida.
Si algo me
enseñó la economía es que las funciones de consumo grupales que definen a una
sociedad se componen de funciones de consumo individuales. El devenir de
Occidente ha sido determinado por esas funciones de consumo. Cuando las cadenas
de televisión tienen en sus parrillas horarias elementos como el fútbol o el
tomate es por la ingente cantidad de personas que demandan esos contenidos, y
cuando los dirigentes de nuestros países intervienen geopolíticamente en Irak,
lo hacen para satisfacer las demandas de sus ciudadanos de materias primas
abundantes y baratas. Y para llenarse los bolsillos, por supuesto, pero esto no
exime de responsabilidad al consumidor. Incluso el hecho de que la publicidad
no sea una herramienta de información, sino más bien de coacción no sirve para
justificarnos en estos tiempos en que todo el mundo tiene acceso a la información,
del mismo modo que argumentar que establecer un mundo justo en Siria
solucionaría los problemas. Todavía no hemos sido capaces de establecerlo en
nuestras ciudades… Por supuesto que estamos en nuestro legítimo derecho a
defendernos, y también a consumir lo que queramos consumir, pero quizá todo el
precio que debamos pagar no venga incluido en la factura, resumido en euros.
Por eso,
mucho cuidado cuando la hoguera del odio amenace con asaros las entrañas. Es
muy legítimo protegerse de quien quiere matarnos, pero hay que saber hasta
donde llegar con la violencia, porque ni con ella solucionaremos los problemas
que subyacen –una cosa son los síntomas, y otra la enfermedad que los provoca– ni
la bacanal de sangre y fuego nos limpiará de la posible responsabilidad que conlleva
nuestro modo de vida occidental. El de cada uno de nosotros.
Alberto Martínez Urueña
17-11-2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario