Ya había
dejado claro que no pretendía meterme en estas historias, y sobre todo porque,
en concreto, no creo en ésta, pero razones en los últimos días me han lanzado a
dejar mi opinión al respecto. Así que lo siento por los que hubieran depositado
en mí sus esperanzas de indiferencia, pero las circunstancias no me dejan.
Lo primero de
todo, dejar claro que no quiero la independencia de Cataluña, pero tengo mis
propios motivos. En primer lugar, estos motivos no tienen nada que ver con
amores imperialistas trasnochados, ni con pretender tener la razón y quitársela
a otros, ni con imponer a ninguna persona absolutamente nada. Personalmente
creo que hay que intentar convencer porque en ciertas cuestiones la imposición
no vale para nada más que para darles razones a quienes están como locos por
usarla. No en vano, resultas de este ímpetu son la Ley Mordaza, la Ley de Enjuiciamiento
Criminal, la Ley de Seguridad Ciudadana y todas esas medidas que ha promulgado
el actual Legislativo y que impiden a los ciudadanos manifestarse como les dé
la gana. No deja de resultar paradigmático que se solucionaran antes los
problemas de los escraches en domicilios de dirigentes políticos que los
desahucios –que por cierto, siguen sucediendo en algunas zonas de España– o que
las listas de espera en la Sanidad Pública.
No quiero que
Cataluña se independice porque creo que estamos mejor todos juntos, y creo que
permanecer en España es bueno para los catalanes. No quiero que haya ningún
conato de independencia porque a quien verdaderamente tengo miedo es a todos
esos que se consideran defensores de las esencias patrias, ésos que siempre
están prestos a matar o morir por una idea –ya sea la idea de España o de
Cataluña–, dando rienda suelta a sus problemas mentales, ya sea en una
trinchera o en el sótano de una comisaría. Ésos que sólo necesitan una excusa para
justificar las lecciones en las cunetas, en las violaciones en grupo o en el
adoctrinamiento de los niños. Pero sobre todo, no quiero que se vayan porque
sinceramente creo que existe una mayoría de ciudadanos de esta autonomía que
quieren seguir siendo parte de nación española, y este último motivo es por el
que a mí, personalmente, lo del referéndum en Cataluña no me daría miedo, fuera
como fuese su articulación, aunque no creo que solucionase nada.
Quería dejar
claras mis intenciones, porque luego se me acusa de chorradas cuando empiezo a
soltar por la húmeda a través de la tecla. Y es que para mí, todo este problema
de Cataluña, exacerbado desde el año dos mil diez, es el producto de dos
partidos políticos de derecha –con gente de extrema derecha perfectamente
integrados en sus filas– queriendo hacer lo que mejor saben: imponer sus
caprichos a todo quisque, utilizando las leyes si es preciso, o incluso modificándolas
para que sus actuaciones quepan en ese pomposo nombre de Estado de Derecho. Aquí
no hay un intento de entenderse, aquí lo que hay es “por mis santos cojones”,
explicación última de todas las guerras de todos los tiempos. De millones de
muertos. O cientos de millones, no sé.
Pretender
convencer a la minoría de Cataluña que quiere la independencia por encima de
cualquier cosa es absurdo, y es algo que hay que asumir y entender. Aceptarlo
como se acepta al hijo que se casa con la mujer dictadora o a la hija que se
casa con el cafre que no sabe hacer la o con un canuto. Porque no queda otra. Una
vez que se entendiera que hay a quien no se puede convencer, habría que dirigirse
a los que quieren seguir en España y tratar de negociar una solución que no
satisfaría a todos al máximo, pero que nos permitiría convivir unos con otros,
igual que lo hacemos con Andalucía o Extremadura. Lo otro sería como un
matrimonio en donde los malos tratos se aceptan.
Quizá contribuya
a esta explicación que me doy el hecho de que, como castellano, me toca vivir
circunstancias más o menos parecidas a las de los catalanes, pero además sin
posibilidad de pataleta pública. Mientras contemplo como los dirigentes de cada
una de nuestras regiones castellanoleonesas se parten la cara por tener cuatro
aeropuertos tercermundistas, subvenciones para aumentar la población agraria o
fondos para industrias poco productivas –salvando la automoción y sectores
asociados–, observo con estupor como los últimos tres presidentes del Gobierno
se olvidan sistemáticamente de las inversiones prometidas en nuestra región, dejándolas
en suspenso, sin que, a parecer, a ninguno de sus votantes les parezca
negativo. Vivo en una región dividida por sus líderes, afirmo, porque conozco a
gente de muchas de sus capitales de provincia y son gente estupenda, así que el
problema no es nuestro.
Los líderes
españoles llevan aprovechándose de nuestra cultura de enfrentamiento desde hace
años, y los ciudadanos seguimos detrás de ellos como borregos, asintiendo sin
pensarlo demasiado y dispuestos a partirnos la cara por ellos, como lo hicimos
por los Austrias, por los Borbones y por Franco, pagando facturas inmensas en términos
de sangre y rencores fraternos, mientras ellos se vestían de grana y oro.
Precisamente porque no quiero entrar en esta vorágine de estupidez, no quería
meterme en estos jardines, porque mi opinión es diferente a la de “o conmigo o
contra mí” que tanto les gusta a esos fachas, siempre dispuestos a jugarse
nuestra vida y después quedarse ellos con los despojos.
Alberto Martínez Urueña
9-11-2015
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