Leía hace
unos días un artículo publicado por el gran Pérez-Reverte en el que hacía un
ejercicio de comparación muy interesante, y que no por nuevo –ya que es algo
que hemos visto hacer muchas veces– pierde el gran interés que tiene.
España es un
país que, más allá de las evidentísimas miserias que arrastra, tiene un acerbo
cultural incuestionable, ya hablemos de la cantidad como sobre todo de la
calidad de todo su arte histórico y universal. Cualquiera que sea el género
artístico, tenemos grandes representantes en cada uno de los periodos. En otros
campos ni tan siquiera me mojo, pero hablando de literatura entro en el charco
hasta las orejas.
Cualquiera
que haya deleitado sus ojos con los textos de los más grandes de nuestra
historia descubre, sin ánimo de presentar magistraturas de ningún tipo, una
riqueza lingüística de unas proporciones titánicas, independientemente de la
época que elijas: desde el Cantar del Mío Cid hasta excelentes obras actuales
como pudiera ser cualesquiera de Miguel Delibes o de Cela causan admiración en
cualquier lector mínimamente avezado en estos telares. Esta lengua tan rica,
llamada castellano en España y español cuando salimos de este territorio de
inefables cortijos, también tiene grandes exponentes al otro lado de los mares,
en aquellos territorios donde sufrieron nuestros afanes evangelizadores
mezclados con las violaciones más infames. Gabo, Vargas Llosa, Neruda y otros
muchos, demostraron y demuestran como con una herramienta tan ilustre pueden
realizarse composiciones que rayan la perfección.
Una de las
constantes que pueden encontrarse en muchas de las obras literarias de las que
hablo, por su universalidad y carácter humano, es una descripción detallada de
la sociedad en la que se desarrollan las historias. Un reflejo de esta España a
lo largo de su tiempo gracias al cual, sin miedo a equivocarse, el lector puede
exclamar con asombro un “¡qué poco han cambiado las cosas en casi mil años!”.
Salvando las
obrillas realizadas en pro y loa de la clase dirigente interesada y bochornosa,
se pueden entresacar frases y mensajes que nos muestran una tierra seca y
descreída, de gente retorcida y desconfiada para con sus vecinos, pero sobre
todo, un país dominado por una clase dirigente bastante más oscura de la que los
tratados oficiales pretenden hacernos creer. Líderes de terruño y castillejo
que surgían por doquier en una España salpicada de pequeños pueblos en donde
siempre existía un comendador, alcalde o cacique dispuesto a demostrar al
respetable sus habilidades para tiranizar, oprimir y medrar a costa de otros.
Cervantes, Zorrilla, Unamuno, Espronceda y ese largo etcétera de genios que
reúne nuestra literatura nos cuentan cómo éramos en aquella época. Mientras en
Europa guillotinaban reyes y montaban revoluciones, aquí permitíamos a los
Austrias y a los Borbones, por la gracia de Dios –no sé cómo ni cuándo mutó esa
justificación a la que hay ahora–, aprovecharse de un pueblo que gritaba Viva
España mientras vivía en la más absoluta miseria, al tiempo que los beneficios
de toda aquella Conquista y aquel Imperio donde no se ponía el sol caían
siempre en el mismo saco roto que acabó siendo nuestra lápida histórica.
Por eso, por
esta perspectiva que os cuento, lo del presidente Suarez lo entiendo bien. Ha
muerto, como bien sabe todo el mundo, y no han perdido el tiempo las ratas que
medran en el barco pirata de las Cortes a la hora de subirse al trenecillo de
loar sus virtudes para la galería mientras siguen endiñándonosla en la práctica
con toda el encono del que es capaz un analfabeto ibérico de semejante talla.
Suarez es una rara avis no ya en nuestra imberbe pseudodemocracia, sino en toda
nuestra historia de dirigentes con mando en plaza, capaces de casarse con el
diablo con tal de seguir amorrados a la teta reseca de esta alcahueta con
ínfulas de nación moderna. Quizá con este presidente hayamos vivido la única
época de nuestra historia en que esas putas irreconciliables llamadas Dos
Españas, bajo su tutela, intentaron entenderse, pero los que le sucedieron se
encargaron de volver a montar las barricadas que él pretendió derribar.
España, a
muchos de estos altos hombres desbordantes de cultura les ha rendido honores
como mucho en la tumba, porque en vida cuando menos se les condenó al
ostracismo, como a Cervantes. En un país tan cainita también se ha practicado
el noble arte de exiliarles como a Machado –o como tanto joven hoy en día–, o
sino solución de cunetas como a Lorca. Después de tantos siglos y de tantas
lecciones otorgadas por los cerebros más preclaros que dio nuestra cultura,
tenemos un pueblo incapaz de arañar en la superficie de los discursos vacíos
que distraen la atención de los verdaderos problemas, pero que siempre ha
estado dispuesto a partirse la cara en nombre de sujetos que, a lo largo de
nuestra historia, se han repartido la tarta por la que el pueblo se ha dejado
el pellejo y la sangre. Ya no es época de guillotinas, pero las lecciones
siguen estado ahí para el que quiera cogerlas; quizá por eso, a todos estos
bucaneros legislativos les da tanto miedo y tanto reparo facilitar a la
ciudadanía una educación y una cultura en donde las palabras de aquellos
hombres siempre estarán presentes para el que quiera cogerlas y aprender de
ellas.
Alberto Martínez Urueña
27-03-2014