jueves, 27 de marzo de 2014

Lecciones


            Leía hace unos días un artículo publicado por el gran Pérez-Reverte en el que hacía un ejercicio de comparación muy interesante, y que no por nuevo –ya que es algo que hemos visto hacer muchas veces– pierde el gran interés que tiene.

            España es un país que, más allá de las evidentísimas miserias que arrastra, tiene un acerbo cultural incuestionable, ya hablemos de la cantidad como sobre todo de la calidad de todo su arte histórico y universal. Cualquiera que sea el género artístico, tenemos grandes representantes en cada uno de los periodos. En otros campos ni tan siquiera me mojo, pero hablando de literatura entro en el charco hasta las orejas.

            Cualquiera que haya deleitado sus ojos con los textos de los más grandes de nuestra historia descubre, sin ánimo de presentar magistraturas de ningún tipo, una riqueza lingüística de unas proporciones titánicas, independientemente de la época que elijas: desde el Cantar del Mío Cid hasta excelentes obras actuales como pudiera ser cualesquiera de Miguel Delibes o de Cela causan admiración en cualquier lector mínimamente avezado en estos telares. Esta lengua tan rica, llamada castellano en España y español cuando salimos de este territorio de inefables cortijos, también tiene grandes exponentes al otro lado de los mares, en aquellos territorios donde sufrieron nuestros afanes evangelizadores mezclados con las violaciones más infames. Gabo, Vargas Llosa, Neruda y otros muchos, demostraron y demuestran como con una herramienta tan ilustre pueden realizarse composiciones que rayan la perfección.

            Una de las constantes que pueden encontrarse en muchas de las obras literarias de las que hablo, por su universalidad y carácter humano, es una descripción detallada de la sociedad en la que se desarrollan las historias. Un reflejo de esta España a lo largo de su tiempo gracias al cual, sin miedo a equivocarse, el lector puede exclamar con asombro un “¡qué poco han cambiado las cosas en casi mil años!”.

            Salvando las obrillas realizadas en pro y loa de la clase dirigente interesada y bochornosa, se pueden entresacar frases y mensajes que nos muestran una tierra seca y descreída, de gente retorcida y desconfiada para con sus vecinos, pero sobre todo, un país dominado por una clase dirigente bastante más oscura de la que los tratados oficiales pretenden hacernos creer. Líderes de terruño y castillejo que surgían por doquier en una España salpicada de pequeños pueblos en donde siempre existía un comendador, alcalde o cacique dispuesto a demostrar al respetable sus habilidades para tiranizar, oprimir y medrar a costa de otros. Cervantes, Zorrilla, Unamuno, Espronceda y ese largo etcétera de genios que reúne nuestra literatura nos cuentan cómo éramos en aquella época. Mientras en Europa guillotinaban reyes y montaban revoluciones, aquí permitíamos a los Austrias y a los Borbones, por la gracia de Dios –no sé cómo ni cuándo mutó esa justificación a la que hay ahora–, aprovecharse de un pueblo que gritaba Viva España mientras vivía en la más absoluta miseria, al tiempo que los beneficios de toda aquella Conquista y aquel Imperio donde no se ponía el sol caían siempre en el mismo saco roto que acabó siendo nuestra lápida histórica.

            Por eso, por esta perspectiva que os cuento, lo del presidente Suarez lo entiendo bien. Ha muerto, como bien sabe todo el mundo, y no han perdido el tiempo las ratas que medran en el barco pirata de las Cortes a la hora de subirse al trenecillo de loar sus virtudes para la galería mientras siguen endiñándonosla en la práctica con toda el encono del que es capaz un analfabeto ibérico de semejante talla. Suarez es una rara avis no ya en nuestra imberbe pseudodemocracia, sino en toda nuestra historia de dirigentes con mando en plaza, capaces de casarse con el diablo con tal de seguir amorrados a la teta reseca de esta alcahueta con ínfulas de nación moderna. Quizá con este presidente hayamos vivido la única época de nuestra historia en que esas putas irreconciliables llamadas Dos Españas, bajo su tutela, intentaron entenderse, pero los que le sucedieron se encargaron de volver a montar las barricadas que él pretendió derribar.

            España, a muchos de estos altos hombres desbordantes de cultura les ha rendido honores como mucho en la tumba, porque en vida cuando menos se les condenó al ostracismo, como a Cervantes. En un país tan cainita también se ha practicado el noble arte de exiliarles como a Machado –o como tanto joven hoy en día–, o sino solución de cunetas como a Lorca. Después de tantos siglos y de tantas lecciones otorgadas por los cerebros más preclaros que dio nuestra cultura, tenemos un pueblo incapaz de arañar en la superficie de los discursos vacíos que distraen la atención de los verdaderos problemas, pero que siempre ha estado dispuesto a partirse la cara en nombre de sujetos que, a lo largo de nuestra historia, se han repartido la tarta por la que el pueblo se ha dejado el pellejo y la sangre. Ya no es época de guillotinas, pero las lecciones siguen estado ahí para el que quiera cogerlas; quizá por eso, a todos estos bucaneros legislativos les da tanto miedo y tanto reparo facilitar a la ciudadanía una educación y una cultura en donde las palabras de aquellos hombres siempre estarán presentes para el que quiera cogerlas y aprender de ellas.

 

Alberto Martínez Urueña 27-03-2014

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