Es triste, pero es así. Los seres humanos hemos de aceptar que la mentira forma parte de nuestra vida. Solamente unos pocos valientes, o necios, o kamikazes, están dispuestos a ser completamente transparentes para las personas que les rodean. Y me explico. La sinceridad que expone el núcleo más íntimo de la persona frente a cualquier persona que se le acerque no es valentía ni coraje: es temeridad. En el ámbito de cualquiera de nosotros hay reductos en donde no debes dejar entrar a nadie, pero en donde que tampoco debe haber nadie que quiera entrar. Miedos, pequeñas incongruencias, vicios personales, pequeñas debilidades (o grandes) no tienen por qué ser expuestas.
Es cosa diferente en la vida pública. Algunas de nuestras decisiones pueden afectarnos a nosotros solos (en realidad esto sería una completa majadería, siempre afectan a alguien), pero otras muchas afectan y condicionan la vida de las personas que nos rodean. Si somos encargados de gestionar una empresa, o un servicio público, nuestras decisiones de carácter económico deberán ser juzgadas, sin lugar a dudas. Y no digo ya si somos elegidos como representantes de otros: nuestra esfera privada se va a ver reducida a la mínima expresión. ¿Por qué? Precisamente por esa representatividad que asumimos. Nadie nos obliga, es una decisión libérrima de nuestra voluntad y debemos asumir sus consecuencias. El escrutinio será feroz.
Por desgracia para los representados, debemos entender dos cosas. La primera de ellas es qué es lo que estamos delegando en estas personas. No estamos delegando, en principio, el poder de imponer nuestras voluntades y modelos sociales al resto de conciudadanos y vecinos; estamos delegando la capacidad para negociar y mediar con quienes opinan diferente. La democracia representativa se configura como un modelo alternativo a la democracia directa por dos motivos: uno de ellos viene de la imposibilidad de negociar todas las materias de gestión y organización del Estado entre 47 millones de personas que somos en España; el segundo motivo es que hay materias en las que se necesita ser experto, o se necesita consultar a los expertos, para poder alcanzar pactos satisfactorios y que no generen más problemas de los existentes.
¿Cuál es la segunda cuestión que, creo, debemos entender los representados? Que nuestros representantes a veces no hacen lo que nos han prometido. A veces mienten, por supuesto. Otras veces, no aplican los contenidos de sus programas electorales. Es labor nuestra analizar por qué sucede esta anomalía. A mi modo de ver, puede ser porque desde el principio tuvieran decidido no cumplir, y aquí estaríamos hablando de intereses ocultos y mentiras. Otra posibilidad viene determinada porque los procesos de negociación exigen cesiones programáticas para encontrar acuerdos con los representantes de otros ciudadanos que, al igual que nosotros, tienen el mismo derecho de ser representados (o de montar un partido si cree que ninguno de los existentes representa sus ideas fundamentales). No podemos olvidar, y esto lo hacen de manera sistemática todos los políticos, que las personas que se reúnen en el hemiciclo no están ahí para sí mismos, ni representándose únicamente a sí mismos, ni hablando solamente de sus intereses: a través de ellos se está manifestando, tal y como indica la Constitución, la voluntad soberana del pueblo español.
El filtro que debemos aplicar a la hora de elegir quién va a llevar a cabo esa tarea de negociación en nuestro nombre es multivariable, debemos considerar varias cuestiones para poder llevar a cabo un voto adecuado. Pero una de las cuestiones que nadie debería pretender con su voto es lograr que se aplicasen el cien por cien de sus ideas. Eso no es una sociedad, eso es una distopía en la que quedas tú como última persona sobre La Tierra. Y en el caso de que algún partido político lo pretenda hacer de manera efectiva, es un enemigo de la democracia.
Alberto Martínez Urueña 20-07-2023
No hay comentarios:
Publicar un comentario