viernes, 15 de octubre de 2021

Derechos fundamentales y dignidad humana

  ¿Habéis tenido alguna conversación sobre lo mal que parece ir el mundo? Quizá en el aspecto político, pero también en el aspecto social, educativo, económico… Conversaciones que suelen ir acompañadas con una crítica más o menos explícita al resto de los mortales: la gente va a su bola, el egoísmo de la gente, cada uno busca sólo su propio interés… Si no es así, enhorabuena, pero a mí me ha resultado imposible, y por eso, quería hacer una reflexión al respecto.

En esas conversaciones flota en el aire la impresión de que el mundo no funciona como debería. Una impresión poco concreta que abarca, no obstante, la mayoría de los vértices de nuestra existencia. Cuando no es la polarización política, es el sistema educativo, o lo mal que va el mundo sanitario o la pésima gestión que se hace de lo público y el desincentivo que supone a la hora de aceptar el pago de los impuestos. Si algo saqué en claro de mis estudios universitarios – licenciado en Economía – fue que, independientemente de que se haga de forma consciente o no, los mercados de todo tipo, sobre todo los económicos, pero no sólo esos, se construyen sobre la base de decisiones individuales. Eso lo sabemos todos, desde luego; nadie en su sano juicio atribuye conciencia individual a los mercados bursátiles, a los de la energía o a los de la telefonía móvil.

Pero en esto, ¿con qué reglas se juega? En un primer momento, hay que asumir que las decisiones individuales son la base y el fundamento de toda nuestra sociedad y, precisamente por eso, toda la estructura institucional se sujeta sobre la defensa de la legalidad y los derechos fundamentales de los individuos. Por lo tanto, todo lo que estos decidan dentro de ese marco es aceptable. Desde luego, yo no voy a negar esto.

Sin embargo, siendo lo anterior cierto, no deja de ser una declaración de intenciones de la que hay que descender para concretar de qué manera se hace. Sobre todo, porque el debate interesante surge de la colisión de los derechos individuales de dos o más personas y, también, derivado de éste, sobre la colisión de los intereses generales con los intereses particulares de una o varias personas. Primero, hay que asumir que existen estos intereses generales como la suma de esos derechos fundamentales de una gran mayoría. Y no por el hecho de poner por encima unos derechos sobre otros, sino porque, en el propio sistema de democracia liberal en la que nos movemos, aceptamos la suma de las decisiones individuales en toma de decisiones colectivas al asumir un sistema de votación universal y una soberanía que reside en el pueblo español. Oigo criticar a algunos conciudadanos, por ejemplo, el sistema tributario como algo injusto y expropiatorio: estas personas no asumen el funcionamiento básico del Estado dado que ese sistema – y la propia noción de contribución universal al sostenimiento de las necesidades generales previamente definidas – está construido sobre la base de decisiones individuales expresadas con el voto. Es ese voto el que hace a nuestro sistema tributario justo, más allá de que nos pudiera gustar más otro y podamos, mediante la razón, intentar convencer a la mayoría del sistema que nosotros tenemos en mente. Ese voto absoluto y de carácter representativo sólo puede ser ilegítimo cuando la representación de ese voto – partidos políticos – pretende atacar o eliminar los derechos individuales de las personas cuando su utilización o disfrute no elimina los derechos del resto de los ciudadanos.

Es ahí, por tanto, en la ponderación de los diferentes derechos individuales, donde está el auténtico reto de nuestras sociedades, y es ahí donde deberíamos estar especialmente vigilantes para que no haya quien pretenda, ya por la vía intelectual o ya por la vía de los hechos, arrebatarnos algo que nos ha costado siglos conseguir.

Pero, volviendo al primer párrafo, porque de los derechos fundamentales hablaremos otro día, es precisamente en esa conceptualización que hacemos sobre lo mal que va el mundo en donde quería incidir porque, aunque a veces se nos olvida, nosotros también formamos parte de este mundo. Hay que tener en cuenta dos cuestiones. La primera de ellas es que nosotros mismos, con nuestras propias decisiones, influimos – aunque sea muy poquito – en la construcción de esa sociedad que decimos que va de cráneo. Somos nosotros los que, con nuestras decisiones, incluidas las decisiones de consumo, afectamos a los mercados. Y por mucho que haya a quien le guste reducir al ser humano, con sus complejidades y contradicciones, a un simplón hommo economicus, nosotros somos libres de introducir las variables exógenas que queramos a nuestras decisiones económicas. No somos únicamente máquinas algorítmicas creadas para la maximización del beneficio económico y no todas nuestras decisiones han de estar orientadas únicamente a adquirir la mayor cantidad de bienes al mínimo coste. Sería asumir que, en a la hora de comprar, no siempre todo ha de ser el precio. Pero eso implica que debemos ser responsables de nuestras decisiones…

Y la segunda cuestión nos habla de aceptar, aunque no nos guste, las decisiones que, en el uso de sus derechos y libertades, tomen los demás ciudadanos. Han de ser respetadas – siempre que no causen la defenestración de la dignidad humana – porque son el bien último que conforma lo que significa el ser humano. Respetarlas significa respetar esa dignidad humana de la que tantas veces hablo. Respetarla pasa, por lo tanto, por garantizar, de la forma más amplia posible, que todos los ciudadanos puedan acceder a esos derechos fundamentales que constituyen la base de nuestra democracia. Esos derechos de los que habla la Constitución. Todos, no sólo unos pocos, y quizá habría que ampliarlos… En todo caso, todo lo que no sea esto, socaba los fundamentos propios de nuestra sociedad y la hace menos buena, y debemos evitarlo desde nuestras propias decisiones individuales.


Alberto Martínez Urueña 15-10-2021


miércoles, 6 de octubre de 2021

Privilegios, derechos y simple lógica

  Parece una cuestión baladí, pero hay demasiada gente que confunde terminologías y, además, lo hace utilizando términos que suponen marcadas características peyorativas. Es el caso de confundir derechos que inherentemente tenemos con privilegios. También sucede al contrario, que confunden privilegios con derechos, y la cosa se tuerce. En este tipo de tergiversaciones, invariablemente, cuando se hacen cuentas, al que confunde los términos de forma voluntaria o inconsciente le suele salir muy rentable.

Por poner un ejemplo: hay quien considera que nacer en el primer mundo otorga algún tipo de derecho que pueda ser reclamable ética o moralmente; es decir, que tenemos derechos que otros no tienen por no haber nacido en nuestra tierra. En realidad, nacer en el primer mundo no otorga ningún derecho: más bien, es un privilegio del que disfrutar y, en el caso de que tengas una mínima conciencia –esto hay a quien se le negó desde niño –, aprovecharlo para ayudar a quienes no han tenido esa suerte. A sensu contrario, hay quien considera un privilegio cosas que, en realidad, son un derecho por el simple hecho de ser una persona con su dignidad y honorabilidad desde que naces. Hablamos de derechos tales como vivir tu vida como te dé la gana si esto no implica un agravio contra alguien –los ofendidillos no cuentan en ese alguien–, amar quien te salga, cepillarte a quien tus gónadas elijan, optar por las creencias religiosas o agnósticas o ateas y estar en igualdad de condiciones… El derecho a la sanidad pública universal no es un privilegio porque en África no la tengan; al contrario, es un derecho inherente a toda persona humana, otra cosa es que haya culturas y sociedades que no la tengan por el motivo que sea. Igual pasa con la Educación Pública o con el derecho a la vida.

Luego hay otro tipo de derechos que puedes adquirir mediante adquisición sobrevenida, como pueda ser que te compres una casa y adquieres el derecho a usarla. Son derechos igualmente, no hay género de duda, y muchos de ellos están al alcance de la mayoría. Todo esto lo digo por una cuestión particular que me sucede a mí y a otros dos millones de personas. Desde que sacas la plaza de funcionario hay quien no se cansa de repetirte que los funcionarios somos unos privilegiados, y esto no es cierto. No entraré en los motivos de tales afirmaciones, pero sí que tengo claro que en muchos de los casos estamos ante el mal endémico español: la envidia. Y es que no somos unos privilegiados: no hemos nacido funcionarios igual que no hemos nacido clase media de la parte rica del mundo. Tener acceso a plaza en propiedad, inamovilidad del funcionario, etcétera, se deriva de otra cuestión más prosaica: nos hemos presentado a unas oposiciones libres para cualquiera y que no regalan a casi nadie, haciendo una inversión de tiempo y dinero, y gracias a ello, adquirimos unos derechos que vienen recogidos en una determinada normativa.

Todo esto, viene a colación porque desde siempre, y ahora con el tema del teletrabajo, he escuchado ya demasiadas veces que los funcionarios somos unos privilegiados porque disfrutamos de un régimen laboral espléndido y que, por tanto, no tenemos derecho a quejarnos. Y esto queda bien para la galería y para que las mentes obtusas puedan ladrar sus tonterías en la calle y en las redes, pero es radicalmente falso. Los funcionarios tenemos derecho a un régimen laboral que nos hemos ganado y, además, tenemos derecho –por supuesto que lo tenemos– a quejarnos de lo que nos salga del haba. Y toda esta tontería, como en otras ocasiones, para que a nadie se le caiga la cara de vergüenza por querer hacernos pagar una factura que no es nuestra…

Querer aplicar las nuevas tecnologías, avances y formas de entender la actividad laboral, y éste es el caso del teletrabajo, no tiene nada que ver con los privilegios. Querer hacer esto tiene que ver con la pura y simple lógica. Exactamente igual que no veo a nadie viviendo en Castilla sin poner la calefacción en invierno –la pobreza energética la dejamos para otro día–; igual que no veo a nadie negándose a usar un teléfono, aunque sea el fijo de casa; igual que no veo a nadie descalzo por la calle… Igual que todo esto, no acabo de entender que, asistidos por la pura y simple lógica, poderes públicos, políticos tragasables, mamporreros de los caciques ibéricos y un largo etcétera, nos pongan trabas a un avance como es el teletrabajo que ha demostrado durante el último año y medio que no menoscaba en modo alguno la productividad del empleado. Pero que, además, soluciona de un plumazo varios de los problemas más acuciantes de nuestras sociedades: gestión urbana, congestión de las ciudades, contaminación, cambio climático, conciliación de la vida laboral y familiar… Una vez más, las mentes retrogradas, como siempre fueron desde que el hombre es hombre, encuentran una excusa y aplican la tergiversación dialéctica para curarse sus miedos irracionales y frenar los avances evidentes. Eso, y otra cuestión nada desdeñable: garantizarse que los currantes que sacan adelante este país sepan sin género de dudas quién es el que, más allá de cualquier consideración lógica, humana o económica, lleva la batuta.


Alberto Martínez Urueña 17-09-2021


Mi única opción

  Ha llegado un momento en que hablar de política, no es que me aburra, o que me cabree, es que me ha llegado a entristecer. No me refiero a escuchar, por ejemplo, tertulias radiofónicas sobre la situación política en España, o en el mundo. Eso me sigue gustando. Me refiero al debate sobre determinadas cuestiones que creo que son relevantes para los ciudadanos. He escrito más de trescientos artículos durante los años y he perfilado bastante bien, creo, las ideas que considero acertadas. No es una cuestión de superioridad moral; simplemente, si no considerase que mis ideas son las adecuadas, las cambiaría. Hablo de la eliminación de todo tipo de violencia, tanto física como dialéctica; hablo de un equilibrio entre los incentivos al esfuerzo y el emprendimiento y la necesaria igualdad de partida para todos los ciudadanos en un sistema educativo lo más igualitario posible; hablo de unas reglas de mercado con las menores distorsiones posibles desde el ámbito normativo unidas a un sistema tributario que permita redistribuir la renta y la riqueza de forma que no haya personas que sufran la pobreza o se vean obligados a llevar una vida indigna. Y cuando hablo de dignidad me refiero a que mis conciudadanos sepan que van a llegar a fin de mes sin tener que medicarse para controlar la angustia de no saber qué va a ser de su futuro y el de sus hijos. Hablo de no tener que medicarse para soportar jornadas laborales desmedidas y en condiciones humillantes. De no tener que medicarse por la angustia de no tener una mínima certeza de cómo llegar a fin de mes.

Hablar de política me resulta triste porque ya no hay discriminación entre lo importante y lo superfluo, y por lo tanto no hay debate posible. Cualquier cosa se convierte en transcendental e irrenunciable, y en posible herramienta de insulto y menosprecio. Se pone al mismo nivel el derecho a la propiedad privada de un millonario para tener veinte casas que el derecho a la vivienda de un ciudadano a poder adquirir o alquilar una cuando cobra quinientos euros al mes. Parece ser lo mismo el derecho a tener un yate de cien metros de eslora y el derecho a tener, sin arriesgar las necesidades básicas, un coche con el que trasladarte a tu centro laboral. No hay debate posible, y no hablo sólo de los discursos hiperinflamados, pero vacíos, con que nos deleitan desde las Cortes Generales; hablo de los votantes, de los ciudadanos de a pie, capaces de olvidarse de que un político les roba con tal de que sus hijos puedan recibir clase de religión en el colegio. O a no recibirla.

La política me interesa, me parece fundamental en una sociedad que busque el progreso real de sus ciudadanos, pero no me interesa hablar de política en la sociedad actual. No veo a nadie con interés de llevar a la práctica un debate sobre las cosas de la vida real, debate que ha de consistir, necesariamente, en transaccionar, en ceder de lo suyo para conseguir algo que sea de todos. No entiendo la política de otra manera y, cuando veo a conciudadanos entrando en el juego y justificando las líneas rojas y las negativas al entendimiento que tratan de justificar, en vano, nuestros representantes públicos, me doy cuenta de que estamos a años luz unos de otros. Y que todavía nos queda mucho camino para entender el sentido de la democracia.

Es cierto que, en occidente, hemos alcanzado cotas de desarrollo material que no tienen parangón en la historia de la humanidad y eso nos tiene que dar una perspectiva algo esperanzada con respecto al futuro inmediato. Sin embargo, no es menos cierto que en las últimas dos décadas hay una percepción bastante generalizada de que hemos alcanzado un tope, un techo de desarrollo que no sabemos cómo superar. Las generaciones de los ochenta del siglo pasado en adelante vivimos con la sensación, de forma general, de que no conseguiremos superar el nivel de vida de nuestros padres y esa frustración se palpa en el ambiente. Hay una incertidumbre material y económica que solivianta los ánimos y nos hace susceptibles a los discursos incendiarios. Estamos dispuestos a adherirnos a una causa sin analizar los argumentos contrarios. Se habla del efecto burbuja que nos han traído las redes sociales y nos radicalizamos sin ponerle una frontera consciente a lo que puede producir en nuestro interior: hacernos peores personas.

Sí, la política hoy en día me entristece porque creo que, unida a la deriva irracional de los últimos años, nos ha deteriorado como sociedad, y la sociedad no deja de ser un reflejo de la suma de sus ciudadanos. Con respecto a la deriva de la que hablo, hay ya profusa y profunda literatura sobre eso que he mencionado respecto del efecto burbuja, la economía de la atención, etcétera. Además, nos desayunamos cada cierto tiempo con noticias sobre cómo las redes sociales están pensadas y estructuradas para hacer que nos despeñemos por el acantilado de nuestros peores defectos por el simple hecho de que eso es económicamente rentable. Como muestra, los últimos informes recientemente conocidos sobre la red social Instagram, propiedad de FaceBook, y de cómo esta organización trató, no sólo de ocultarlos, sino de hacer caso omiso de sus resultados.

Desde mi punto de vista, no hay posible controversia al respecto. Esto son hechos, uno sobre otro, aplastándonos de forma irrefutable, y no querer verlos sólo perpetúa sus efectos. La única cuestión que se nos abalanza, conocida y aceptada esta realidad, es qué decisión adoptamos nosotros en nuestra vida para que, contemplado un horizonte tan incierto, podamos alumbrar un rayo de esperanza que nos permita, desde nuestra insignificancia como individuo, al menos poder contribuir a un futuro más nítido.


Alberto Martínez Urueña 06-10-2021