¿Habéis tenido alguna conversación sobre lo mal que parece ir el mundo? Quizá en el aspecto político, pero también en el aspecto social, educativo, económico… Conversaciones que suelen ir acompañadas con una crítica más o menos explícita al resto de los mortales: la gente va a su bola, el egoísmo de la gente, cada uno busca sólo su propio interés… Si no es así, enhorabuena, pero a mí me ha resultado imposible, y por eso, quería hacer una reflexión al respecto.
En esas conversaciones flota en el aire la impresión de que el mundo no funciona como debería. Una impresión poco concreta que abarca, no obstante, la mayoría de los vértices de nuestra existencia. Cuando no es la polarización política, es el sistema educativo, o lo mal que va el mundo sanitario o la pésima gestión que se hace de lo público y el desincentivo que supone a la hora de aceptar el pago de los impuestos. Si algo saqué en claro de mis estudios universitarios – licenciado en Economía – fue que, independientemente de que se haga de forma consciente o no, los mercados de todo tipo, sobre todo los económicos, pero no sólo esos, se construyen sobre la base de decisiones individuales. Eso lo sabemos todos, desde luego; nadie en su sano juicio atribuye conciencia individual a los mercados bursátiles, a los de la energía o a los de la telefonía móvil.
Pero en esto, ¿con qué reglas se juega? En un primer momento, hay que asumir que las decisiones individuales son la base y el fundamento de toda nuestra sociedad y, precisamente por eso, toda la estructura institucional se sujeta sobre la defensa de la legalidad y los derechos fundamentales de los individuos. Por lo tanto, todo lo que estos decidan dentro de ese marco es aceptable. Desde luego, yo no voy a negar esto.
Sin embargo, siendo lo anterior cierto, no deja de ser una declaración de intenciones de la que hay que descender para concretar de qué manera se hace. Sobre todo, porque el debate interesante surge de la colisión de los derechos individuales de dos o más personas y, también, derivado de éste, sobre la colisión de los intereses generales con los intereses particulares de una o varias personas. Primero, hay que asumir que existen estos intereses generales como la suma de esos derechos fundamentales de una gran mayoría. Y no por el hecho de poner por encima unos derechos sobre otros, sino porque, en el propio sistema de democracia liberal en la que nos movemos, aceptamos la suma de las decisiones individuales en toma de decisiones colectivas al asumir un sistema de votación universal y una soberanía que reside en el pueblo español. Oigo criticar a algunos conciudadanos, por ejemplo, el sistema tributario como algo injusto y expropiatorio: estas personas no asumen el funcionamiento básico del Estado dado que ese sistema – y la propia noción de contribución universal al sostenimiento de las necesidades generales previamente definidas – está construido sobre la base de decisiones individuales expresadas con el voto. Es ese voto el que hace a nuestro sistema tributario justo, más allá de que nos pudiera gustar más otro y podamos, mediante la razón, intentar convencer a la mayoría del sistema que nosotros tenemos en mente. Ese voto absoluto y de carácter representativo sólo puede ser ilegítimo cuando la representación de ese voto – partidos políticos – pretende atacar o eliminar los derechos individuales de las personas cuando su utilización o disfrute no elimina los derechos del resto de los ciudadanos.
Es ahí, por tanto, en la ponderación de los diferentes derechos individuales, donde está el auténtico reto de nuestras sociedades, y es ahí donde deberíamos estar especialmente vigilantes para que no haya quien pretenda, ya por la vía intelectual o ya por la vía de los hechos, arrebatarnos algo que nos ha costado siglos conseguir.
Pero, volviendo al primer párrafo, porque de los derechos fundamentales hablaremos otro día, es precisamente en esa conceptualización que hacemos sobre lo mal que va el mundo en donde quería incidir porque, aunque a veces se nos olvida, nosotros también formamos parte de este mundo. Hay que tener en cuenta dos cuestiones. La primera de ellas es que nosotros mismos, con nuestras propias decisiones, influimos – aunque sea muy poquito – en la construcción de esa sociedad que decimos que va de cráneo. Somos nosotros los que, con nuestras decisiones, incluidas las decisiones de consumo, afectamos a los mercados. Y por mucho que haya a quien le guste reducir al ser humano, con sus complejidades y contradicciones, a un simplón hommo economicus, nosotros somos libres de introducir las variables exógenas que queramos a nuestras decisiones económicas. No somos únicamente máquinas algorítmicas creadas para la maximización del beneficio económico y no todas nuestras decisiones han de estar orientadas únicamente a adquirir la mayor cantidad de bienes al mínimo coste. Sería asumir que, en a la hora de comprar, no siempre todo ha de ser el precio. Pero eso implica que debemos ser responsables de nuestras decisiones…
Y la segunda cuestión nos habla de aceptar, aunque no nos guste, las decisiones que, en el uso de sus derechos y libertades, tomen los demás ciudadanos. Han de ser respetadas – siempre que no causen la defenestración de la dignidad humana – porque son el bien último que conforma lo que significa el ser humano. Respetarlas significa respetar esa dignidad humana de la que tantas veces hablo. Respetarla pasa, por lo tanto, por garantizar, de la forma más amplia posible, que todos los ciudadanos puedan acceder a esos derechos fundamentales que constituyen la base de nuestra democracia. Esos derechos de los que habla la Constitución. Todos, no sólo unos pocos, y quizá habría que ampliarlos… En todo caso, todo lo que no sea esto, socaba los fundamentos propios de nuestra sociedad y la hace menos buena, y debemos evitarlo desde nuestras propias decisiones individuales.
Alberto Martínez Urueña 15-10-2021
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