Ha llegado un momento en que hablar de política, no es que me aburra, o que me cabree, es que me ha llegado a entristecer. No me refiero a escuchar, por ejemplo, tertulias radiofónicas sobre la situación política en España, o en el mundo. Eso me sigue gustando. Me refiero al debate sobre determinadas cuestiones que creo que son relevantes para los ciudadanos. He escrito más de trescientos artículos durante los años y he perfilado bastante bien, creo, las ideas que considero acertadas. No es una cuestión de superioridad moral; simplemente, si no considerase que mis ideas son las adecuadas, las cambiaría. Hablo de la eliminación de todo tipo de violencia, tanto física como dialéctica; hablo de un equilibrio entre los incentivos al esfuerzo y el emprendimiento y la necesaria igualdad de partida para todos los ciudadanos en un sistema educativo lo más igualitario posible; hablo de unas reglas de mercado con las menores distorsiones posibles desde el ámbito normativo unidas a un sistema tributario que permita redistribuir la renta y la riqueza de forma que no haya personas que sufran la pobreza o se vean obligados a llevar una vida indigna. Y cuando hablo de dignidad me refiero a que mis conciudadanos sepan que van a llegar a fin de mes sin tener que medicarse para controlar la angustia de no saber qué va a ser de su futuro y el de sus hijos. Hablo de no tener que medicarse para soportar jornadas laborales desmedidas y en condiciones humillantes. De no tener que medicarse por la angustia de no tener una mínima certeza de cómo llegar a fin de mes.
Hablar de política me resulta triste porque ya no hay discriminación entre lo importante y lo superfluo, y por lo tanto no hay debate posible. Cualquier cosa se convierte en transcendental e irrenunciable, y en posible herramienta de insulto y menosprecio. Se pone al mismo nivel el derecho a la propiedad privada de un millonario para tener veinte casas que el derecho a la vivienda de un ciudadano a poder adquirir o alquilar una cuando cobra quinientos euros al mes. Parece ser lo mismo el derecho a tener un yate de cien metros de eslora y el derecho a tener, sin arriesgar las necesidades básicas, un coche con el que trasladarte a tu centro laboral. No hay debate posible, y no hablo sólo de los discursos hiperinflamados, pero vacíos, con que nos deleitan desde las Cortes Generales; hablo de los votantes, de los ciudadanos de a pie, capaces de olvidarse de que un político les roba con tal de que sus hijos puedan recibir clase de religión en el colegio. O a no recibirla.
La política me interesa, me parece fundamental en una sociedad que busque el progreso real de sus ciudadanos, pero no me interesa hablar de política en la sociedad actual. No veo a nadie con interés de llevar a la práctica un debate sobre las cosas de la vida real, debate que ha de consistir, necesariamente, en transaccionar, en ceder de lo suyo para conseguir algo que sea de todos. No entiendo la política de otra manera y, cuando veo a conciudadanos entrando en el juego y justificando las líneas rojas y las negativas al entendimiento que tratan de justificar, en vano, nuestros representantes públicos, me doy cuenta de que estamos a años luz unos de otros. Y que todavía nos queda mucho camino para entender el sentido de la democracia.
Es cierto que, en occidente, hemos alcanzado cotas de desarrollo material que no tienen parangón en la historia de la humanidad y eso nos tiene que dar una perspectiva algo esperanzada con respecto al futuro inmediato. Sin embargo, no es menos cierto que en las últimas dos décadas hay una percepción bastante generalizada de que hemos alcanzado un tope, un techo de desarrollo que no sabemos cómo superar. Las generaciones de los ochenta del siglo pasado en adelante vivimos con la sensación, de forma general, de que no conseguiremos superar el nivel de vida de nuestros padres y esa frustración se palpa en el ambiente. Hay una incertidumbre material y económica que solivianta los ánimos y nos hace susceptibles a los discursos incendiarios. Estamos dispuestos a adherirnos a una causa sin analizar los argumentos contrarios. Se habla del efecto burbuja que nos han traído las redes sociales y nos radicalizamos sin ponerle una frontera consciente a lo que puede producir en nuestro interior: hacernos peores personas.
Sí, la política hoy en día me entristece porque creo que, unida a la deriva irracional de los últimos años, nos ha deteriorado como sociedad, y la sociedad no deja de ser un reflejo de la suma de sus ciudadanos. Con respecto a la deriva de la que hablo, hay ya profusa y profunda literatura sobre eso que he mencionado respecto del efecto burbuja, la economía de la atención, etcétera. Además, nos desayunamos cada cierto tiempo con noticias sobre cómo las redes sociales están pensadas y estructuradas para hacer que nos despeñemos por el acantilado de nuestros peores defectos por el simple hecho de que eso es económicamente rentable. Como muestra, los últimos informes recientemente conocidos sobre la red social Instagram, propiedad de FaceBook, y de cómo esta organización trató, no sólo de ocultarlos, sino de hacer caso omiso de sus resultados.
Desde mi punto de vista, no hay posible controversia al respecto. Esto son hechos, uno sobre otro, aplastándonos de forma irrefutable, y no querer verlos sólo perpetúa sus efectos. La única cuestión que se nos abalanza, conocida y aceptada esta realidad, es qué decisión adoptamos nosotros en nuestra vida para que, contemplado un horizonte tan incierto, podamos alumbrar un rayo de esperanza que nos permita, desde nuestra insignificancia como individuo, al menos poder contribuir a un futuro más nítido.
Alberto Martínez Urueña 06-10-2021
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