Llevo varios
días intentando sintetizar una idea y no sé cómo hacerlo si no es de forma
directa: reniego de la política española. Reniego de cualquiera de sus
manifestaciones actuales y rehúyo cualquier pretensión de análisis o fundamento
sobre las medidas o decisiones que adopten. Básicamente, he alcanzado tal nivel
de hartazgo que todo lo que salga de ellos se me ha convertido en algo
ponzoñoso. Por mucho que las medidas adoptadas pudieran acertar por casualidad,
las motivaciones son oscuras. No puedo olvidar dónde nos encontramos y por qué
hemos llegado hasta aquí.
No quiero ser
un desmemoriado. Esa clase de personas que van por la vida como si nada de lo
sucedido hasta ese momento no importara. Pero por encima de todo, no quiero
vivir en el rencor. El rencor se basa en vivir anclado al pasado y a sus
emociones negativas, incapacitado para seguir avanzando, no ya hacia el futuro,
sino de presente en presente, centrado en la vida real. Sintiendo, viviendo y
actuando como corresponda en cada momento. Seguir escuchando a los líderes
políticos me convertiría en un ingenuo, pero también en un rencoroso, y no voy
a permitir que nadie me pervierta de tal manera. Es una cuestión, en fin, de
supervivencia existencial.
Los tumores
de la sociedad en que vivimos pueden utilizarse al mismo tiempo como
herramienta para la evasión. Hablo de la pseudodemocracia que sufrimos y del
capitalismo individualista y neurótico que devora el alma y que ha sido
sabiamente instaurado por los poderes fácticos en la epigenética de un ser
humano degradado progresivamente a través de sistemas sociales que premian el
negacionismo del ser interior. No importa que no me entendáis, pero estos dos
factores son la clave de bóveda del verdadero problema que sufren cada vez más personas
en el mundo occidental: un sufrimiento que se materializa en la creciente
dependencia de medicamentos para el control de la angustia y la depresión y en
la verdadera pandemia que nos acosa desde hace lustros: la insatisfacción. En
realidad, desde siempre, pero acrecentada exponencialmente por un sistema de
organización social que prima la competición y el individualismo, y que nos
llevan a una soledad necrosante.
Gracias a
estos dos factores perniciosos, y que no tienen otros sistemas sociales basados
en sistemas represivos concretos y personificados en un Estado totalitario,
tienes una opción de la que ningún estamento puede obligarte a salir: echarte
al monte. Una decisión personalísima y que no me impide escapar de las
estructuras mentales que produce aquel sistema vampírico que nos roba la
existencia. En el plano político, no es que crea que nos conviene un anarquismo
como el que propugnaron otros. Es más, para echarme yo al monte, prefiero que
siga existiendo ese sistema: veo demasiadas personas incapaces de gobernarse a
sí mismas como para eliminar un sistema doctrinal, aunque sea subliminal, que
los mantenga a raya. Prefiero que la bestia esté dormida, alimentándose del
adocenamiento de la mayoría, y de esa manera, poder difuminarme en la masa sin
riesgo a sufrir sus dentelladas furiosas.
Y es que no
lo soporto más. Ya no puedo seguir escuchando a nuestros líderes políticos con
sus discursos vacíos mientras siguen desmontando la sociedad y los lazos que
antes nos protegían para dejarnos solos e indefensos frente a la bestia. He
presenciado la caída del poder adquisitivo de los salarios, de las condiciones
laborales, de los sistemas sanitarios, de las promesas de sistemas educativos
modernos, de la inversión en tecnología, de la reestructuración del tejido
industrial, de la reforma del sistema fiscal, de la modernización de las
administraciones, de la racionalización de los procedimientos… Cuestiones que
antes de la llegada de la pandemia podían ser anotaciones que reclamar en según
qué momentos, ahora ya no son negociables. Dejaron que la sanidad fuera
languideciendo poco a poco, durante décadas, como la rana que cae en la cazuela
cuando todavía esta no ha comenzado a calentarse y acaba muriendo sin ser
consciente de que está cocinándose lentamente, para después comérsela con sus
privatizaciones. Llegaron los aplausos, tratamos como héroes a los que sólo
eran currantes que llevaban sufriendo años de precariedad y recortes y, en
cuanto pudieron, nos volvieron las terrazas y el fútbol, y volvieron a
defenestrarles. Lo siento, pero yo no puedo olvidarlo. No puedo seguir dejando
pasar las cuestiones que he mencionado anteriormente: llegaran las catástrofes
futuras y nos arrasaran como un tsunami, y ver a los políticos hacerse los
sorprendidos no será sino otro insulto más a nuestra dignidad como seres
humanos. Tenemos un ejemplo todavía más claro: el cambio climático nos está
abrasando como a la rana, poco a poco y, cuando queramos saltar de la olla, ya
será tarde. Incluso quizá ya lo sea, y sólo estemos alucinando por los calores
de las brasas antes de quedar bien hechos y jugosos.
Dentro de mes
y medio hay que volver a las aulas y todavía ni tan siquiera hemos aplaudido a
los profesores, así que como para pensar en conocer cuáles serán las medidas
para que el retorno sea seguro. En realidad, si lo pensáis, no sabemos siquiera
si se está trabajando realmente en esas medidas o en los mensajes que
proferirán unos y otros para esquivar su responsabilidad y evitar la pérdida de
votos cuando todo reviente.
Y en ese
momento, lo más triste, sin duda, será escuchar nuevamente a los voceros
mayores del reino deglutiendo los discursos prefabricados por expertos en
publicidad para que los protagonistas de esta película de miedo los interpreten
en sus atriles. Una sociedad que pretenda obtener algún logro del que sentirse
orgullosa necesita unos cimientos comunes a todos sus ciudadanos sobre los que
poder alzarse. Por desgracia, nuestro sistema sociopolítico sólo es capaz de
seleccionar y elevar a sus puestos de responsabilidad a los mejores expertos en
demoliciones y voladuras.
Un saludo a
todos. Nos vemos en el monte.
Alberto Martínez Urueña
28-07-2020
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