miércoles, 29 de julio de 2020

Ratificación



            Me asaltan al mismo tiempo dos noticias que ejemplifican los motivos por los que el día 28 de julio de 2020 mandé un artículo que me costó dios y ayuda concluir con una reflexión coherente sobre lo que pensaba de la realidad actual. Si no solucionan los problemas que arrastramos desde hace décadas, y se enzarzan en problemas inventados, ¿por qué vamos a confiarles la gestión de lo público? Es más, si ni tan siquiera hacen por ponerse a solucionarlos de manera decidida, ¿por qué vamos a pensar que están poniéndose a solucionar los que ahora tenemos? No me cogerán vivo en ésta.
            La primera de las noticias es una bronca en el hemiciclo, hoy mismo, debido a que el PSOE se ha saltado las normas de no acudir más del 50% de diputados y de respetar la distancia de seguridad. Y todo para aumentar los decibelios de los aplausos a su líder todo poderoso y bienamado. Normas elaboradas por el hemiciclo a propuesta del Gobierno vulneradas en el hemiciclo por el partido del Gobierno. Maravilloso equilibrismo. Por supuesto, la tabernera pepera Cayetana no ha tardado en apoyar el codo en la barra de Twitter para denunciar con su ruda voz y sus rudos modos tal infamia. Olvidando que es algo que su grupo parlamentario hace cada vez que le sale del arco del triunfo parlamentario. Resumiendo, para que le quede meridianamente claro al lector: gastándose nuestro dinero pagado en impuestos o en deuda pública en debatir cuál es el sexo de los ángeles.
            Por otro lado, la segunda noticia es de ayer. Al parecer, Moreno-Bonilla, felizmente casado de manera oficial con Ciudadanos y oficiosamente con VOX para poder ser presidente de la Junta de Andalucía –queridos niños, hay que aprender a leer cuidadosamente el contexto para evitar que Pablo y Santi nos cuelen sus añagazas– ha declarado que el botellón es una actividad insalubre y peligrosa, para prohibirlo en su totalidad –hoy por la tarde, se han subido al carro otras Comunidades Autónomas, imagino que al olor de las feromonas del éxito–. Y me quedado como las vacas viendo pasar el tren: ¿el consumo compulsivo de alcohol ya no era un actividad insalubre y peligrosa antes de la pandemia por motivos diferentes al mantenimiento de la distancia de seguridad? Es más, ¿no se supone que beber en la vía pública ya estaba prohibido? Seguramente no, es una normativa municipal, o autonómica o diputacional o clerical, o la madre que parió a la administración territorial española.
            El tema del botellón es una cuestión que lleva en la palestra española desde hace lustros: esto es, la correlación que existe entre ocio de los jóvenes y el consumo abusivo de alcohol. Los datos de la Delegación del Gobierno sobre la drogadicción, así como de diferentes asociaciones relacionadas con el tema, llevan poniendo de manifiesto realidades tales como que los jóvenes se inician en el alcohol a una edad en la que el mínimo consumo ya es inadmisible: con trece años. Considerando, además, que su consumo está prohibido hasta los dieciocho. Y yo digo: si se conocen los efectos perniciosos del alcohol, ¿por qué se permite, en la práctica, su consumo entre los menores de edad? Sólo hay uno: los productores y distribuidores de bebidas alcohólicas verían disminuir sus ventas.
            Ahora, con la pandemia, hay quien se hace la picha un lío dándole vueltas a cuál de todos los políticos vela mejor por la salud pública antes que por la economía. Y viendo la actitud de esos políticos con respecto a la pandemia, o con respecto a esos aspectos básicos de los que he hablado en este texto o en el anterior, lo de esos ciudadanos no tiene un pase. Hablo del botellón de los jóvenes que no se ha querido solucionar durante años, manteniendo ese falso equilibrio entre libertad individual, salud pública y economía, pero podríamos hablar de otras cuestiones relevantes como la contaminación acústica en las zonas de ocio nocturno –eufemismo para hablar de bares abiertos hasta las cinco de la mañana con sus clientes dando berridos a las puertas– o la sobreexplotación turística de las costas españolas –pensemos por un momento en el Mar Menor, dentro de poco convertido en el Mar Muerto–. Detrás de todas ellas encontraréis el mismo denominador común: empresarios de sector reclamando sus derechos a hacer negocio, irresponsables por supuesto, de las consecuencias de los mismos. Ellos no son responsables de que de sus botellas acaben en manos de niños de trece años, edad a la que nuestros hijos empiezan a consumir un veneno que les altera la estructura cerebral para convertirles en enfermos. Y a lo mejor ese empresario, esa bodega, o esa productora de licores tiene razón; por lo tanto, los responsables de evitarlo deberían ser los poderes públicos. Nuestros políticos. Esos señores con traje elegante e incapaces de hacer mínimamente honorable el cargo que ocupan. ¿Cómo van a poner a policías en los parques de manera sistemática para perseguir una actividad ilegal? ¿Cómo van a usar su potestad sancionadora para cascarles 600 euros a los adultos que beban en lugares no permitidos? ¿Cómo van a meterle un rejonazo de 1.500 euros al padre cuyo hijo menor de edad esté en la vía pública bebiendo, o ya borracho y semiinconsciente?
            No esperéis que esta ralea de incompetentes estén trabajando en solucionarnos los problemas: están esperando a que aparezca la siguiente noticia para soltar un zasca en redes sociales y meter bajo la alfombra lo que está sucediendo hoy, 29 de julio de 2020. Así, sucesivamente, sin solución de continuidad.

Alberto Martínez Urueña 29-07-2020

PD.: Cuando llegue el momento, aunque me diréis que estáis de acuerdo, seguiréis votándoles. Y sólo por el miedo a que salgan los otros, los que no son de vuestra supuesta cuerda ideológica.

martes, 28 de julio de 2020

No hay esperanza


            Llevo varios días intentando sintetizar una idea y no sé cómo hacerlo si no es de forma directa: reniego de la política española. Reniego de cualquiera de sus manifestaciones actuales y rehúyo cualquier pretensión de análisis o fundamento sobre las medidas o decisiones que adopten. Básicamente, he alcanzado tal nivel de hartazgo que todo lo que salga de ellos se me ha convertido en algo ponzoñoso. Por mucho que las medidas adoptadas pudieran acertar por casualidad, las motivaciones son oscuras. No puedo olvidar dónde nos encontramos y por qué hemos llegado hasta aquí.
            No quiero ser un desmemoriado. Esa clase de personas que van por la vida como si nada de lo sucedido hasta ese momento no importara. Pero por encima de todo, no quiero vivir en el rencor. El rencor se basa en vivir anclado al pasado y a sus emociones negativas, incapacitado para seguir avanzando, no ya hacia el futuro, sino de presente en presente, centrado en la vida real. Sintiendo, viviendo y actuando como corresponda en cada momento. Seguir escuchando a los líderes políticos me convertiría en un ingenuo, pero también en un rencoroso, y no voy a permitir que nadie me pervierta de tal manera. Es una cuestión, en fin, de supervivencia existencial.
            Los tumores de la sociedad en que vivimos pueden utilizarse al mismo tiempo como herramienta para la evasión. Hablo de la pseudodemocracia que sufrimos y del capitalismo individualista y neurótico que devora el alma y que ha sido sabiamente instaurado por los poderes fácticos en la epigenética de un ser humano degradado progresivamente a través de sistemas sociales que premian el negacionismo del ser interior. No importa que no me entendáis, pero estos dos factores son la clave de bóveda del verdadero problema que sufren cada vez más personas en el mundo occidental: un sufrimiento que se materializa en la creciente dependencia de medicamentos para el control de la angustia y la depresión y en la verdadera pandemia que nos acosa desde hace lustros: la insatisfacción. En realidad, desde siempre, pero acrecentada exponencialmente por un sistema de organización social que prima la competición y el individualismo, y que nos llevan a una soledad necrosante.
            Gracias a estos dos factores perniciosos, y que no tienen otros sistemas sociales basados en sistemas represivos concretos y personificados en un Estado totalitario, tienes una opción de la que ningún estamento puede obligarte a salir: echarte al monte. Una decisión personalísima y que no me impide escapar de las estructuras mentales que produce aquel sistema vampírico que nos roba la existencia. En el plano político, no es que crea que nos conviene un anarquismo como el que propugnaron otros. Es más, para echarme yo al monte, prefiero que siga existiendo ese sistema: veo demasiadas personas incapaces de gobernarse a sí mismas como para eliminar un sistema doctrinal, aunque sea subliminal, que los mantenga a raya. Prefiero que la bestia esté dormida, alimentándose del adocenamiento de la mayoría, y de esa manera, poder difuminarme en la masa sin riesgo a sufrir sus dentelladas furiosas.
            Y es que no lo soporto más. Ya no puedo seguir escuchando a nuestros líderes políticos con sus discursos vacíos mientras siguen desmontando la sociedad y los lazos que antes nos protegían para dejarnos solos e indefensos frente a la bestia. He presenciado la caída del poder adquisitivo de los salarios, de las condiciones laborales, de los sistemas sanitarios, de las promesas de sistemas educativos modernos, de la inversión en tecnología, de la reestructuración del tejido industrial, de la reforma del sistema fiscal, de la modernización de las administraciones, de la racionalización de los procedimientos… Cuestiones que antes de la llegada de la pandemia podían ser anotaciones que reclamar en según qué momentos, ahora ya no son negociables. Dejaron que la sanidad fuera languideciendo poco a poco, durante décadas, como la rana que cae en la cazuela cuando todavía esta no ha comenzado a calentarse y acaba muriendo sin ser consciente de que está cocinándose lentamente, para después comérsela con sus privatizaciones. Llegaron los aplausos, tratamos como héroes a los que sólo eran currantes que llevaban sufriendo años de precariedad y recortes y, en cuanto pudieron, nos volvieron las terrazas y el fútbol, y volvieron a defenestrarles. Lo siento, pero yo no puedo olvidarlo. No puedo seguir dejando pasar las cuestiones que he mencionado anteriormente: llegaran las catástrofes futuras y nos arrasaran como un tsunami, y ver a los políticos hacerse los sorprendidos no será sino otro insulto más a nuestra dignidad como seres humanos. Tenemos un ejemplo todavía más claro: el cambio climático nos está abrasando como a la rana, poco a poco y, cuando queramos saltar de la olla, ya será tarde. Incluso quizá ya lo sea, y sólo estemos alucinando por los calores de las brasas antes de quedar bien hechos y jugosos.
            Dentro de mes y medio hay que volver a las aulas y todavía ni tan siquiera hemos aplaudido a los profesores, así que como para pensar en conocer cuáles serán las medidas para que el retorno sea seguro. En realidad, si lo pensáis, no sabemos siquiera si se está trabajando realmente en esas medidas o en los mensajes que proferirán unos y otros para esquivar su responsabilidad y evitar la pérdida de votos cuando todo reviente.
            Y en ese momento, lo más triste, sin duda, será escuchar nuevamente a los voceros mayores del reino deglutiendo los discursos prefabricados por expertos en publicidad para que los protagonistas de esta película de miedo los interpreten en sus atriles. Una sociedad que pretenda obtener algún logro del que sentirse orgullosa necesita unos cimientos comunes a todos sus ciudadanos sobre los que poder alzarse. Por desgracia, nuestro sistema sociopolítico sólo es capaz de seleccionar y elevar a sus puestos de responsabilidad a los mejores expertos en demoliciones y voladuras.
            Un saludo a todos. Nos vemos en el monte.

Alberto Martínez Urueña 28-07-2020

martes, 7 de julio de 2020

Por qué no escribo


            En realidad, no escribo porque me he cansado un poco, os lo he de reconocer. Siempre caminando sobre el filo de lo que es la pura opinión basada en mis particulares pálpitos y lo que ha de ser una composición dialéctica que tenga una mínima lógica. Hoy, moviéndote por redes sociales, descubres lo que es la vida en los extremos, con muchos de quienes participan despeñados hacia uno de los dos lados. Por supuesto, hacia el lado que interese a su particular punto de vista. Es curioso como la sociedad se ha ido infantilizando y estupidizando, polarizándose, con los individuos que la conforman en una espiral autodestructiva de enfermiza necesidad de autoafirmación a través del grupo. Es como si se hubieran quedado en esa fase preadolescente en la que la única forma de confirmarse como individuo fuera a través del quienes les rodean. Quizá nunca la abandonaron…
            Fuera del grupo hace demasiado frío. Es vivir en un permanente invierno en el que las tormentas caprichosas aparecen sin previo aviso. Es la escalada de una montaña infinita en donde las ventiscas has de superarlas en soledad. Fuera del grupo, en una situación de pandemia como la que nos ha tocado vivir, parece ser como un paseo por Marte: la sangre hierve en mitad del frío más helador.
            ¿Qué queréis que os diga? Los discursos enfervorecidos que he leído, visto y escuchado los últimos cuatro meses, o quizá sean cinco o seis, sumados a los que ya nos perseguían desde antes, hacen que pierda la fe, no ya en lo que las personas serían capaces de hacer, sino en lo que están dispuestas a llevar a cabo. No es lo mismo, porque creo en la potencialidad del ser humano, creo en las posibilidades que encerramos y, precisamente por ellas, hay verdaderos luceros en la historia que llevamos construyendo entre todos desde hace milenios. Pero también veo el miedo, veo cómo arrastra a personas que podrían ser mejores hacia lugares donde ni ellos mismos se reconocerían, de mirarse al espejo. Verían un rostro oscuro y negativo, repleto del resentimiento que produce un sufrimiento mal digerido por el apego que alimenta el ego; y un rostro repleto del odio que produce el miedo hacia un futuro marcado por la incertidumbre, sin darse cuenta de que la propia naturaleza del futuro es esa, la incertidumbre, la única capaz de darnos la oportunidad de construir algo bueno.
            La crítica marcada por el miedo y por el resentimiento, común en nuestro acervo y arrastrada desde siempre, se magnifica en una situación como la que nos ha tocado en suerte, que no hemos elegido, pero que tenemos la responsabilidad de intentar manejar. Y muchos están fallando. La crítica marcada por el miedo y el resentimiento, amigas íntimas del ego paralizador, les lleva a ser destructivos y no propositivos, y, además, a no responsabilizarse de sus decisiones por un motivo muy sencillo: no quieren ver el alcance completo de sus decisiones; sólo quieren ver, de ellas, las consecuencias que les permita hinchar el pecho –el ego orgulloso– sin darse cuenta de los cadáveres que dejan a la espalda.
            No escribo porque no quiero contribuir a alimentar esa parte de la realidad que enciende las brasas de la hoguera y porque sé que los textos u opiniones del tipo que sea, hoy en día, sólo sirven para que aplaudan los que se sienten identificados y para que busquen los tropiezos dialécticos quienes discrepan. La necesidad de opinar se ha convertido en una urgencia insoslayable para muchos, para casi todos, y así han anulado su capacidad para observar. La verdadera libertad sólo se practica desde la búsqueda de la verdadera naturaleza de las cosas, incluida la nuestra, pero la verdadera naturaleza no está limitada a un campo de la razón o las emociones. La verdadera libertad sólo requiere de un requisito: intentar saber lo que eres para acompasar tu actuación a esa certeza que sólo las tripas saben darte. La verdadera naturaleza, por cierto, únicamente se puede descubrir fuera del grupo, y dado que hace tanto frío ahí fuera, veo pocas ganas de libertad.

Alberto Martínez Urueña 7-7-2020

            PD.: he utilizado a conciencia la tercera persona del plural de forma consciente, porque si no creo en los juicios personales, poco favor me haría juzgándome a mí mismo. Sé que ni cumplo con lo que escribo, ni tampoco dejo de hacerlo, pero si no juzgo a nadie en particular, no tendría sentido hacerlo conmigo mismo. Lo que quiero es averiguar cuáles son las preguntas para tratar de responderlas. O incluso, como decía Neo en esa película extraña, comprender que no hay cuchara. Que en realidad, no hay ni preguntas ni búsquedas.