Pues parece
que ya nos hemos ganado algo, aunque no sé muy bien el qué. El derecho a ir
retomando las calles y nuestras vidas, supongo. Dicen que ya va siendo hora de
que sea seguro volver a salir y que el bicho ya no nos va a contagiar como
habría hecho antes. Vemos los datos y escuchamos a Fernando Simón y eso de la
curva parece que va para abajo. Eso sí, el bicho sigue estando ahí fuera,
esperando, y parece que puede saltar sobre nosotros. No sé si tendréis la misma
sensación que yo, esa típica de película de miedo en que el protagonista, o más
bien el personaje secundario, negro y gracioso, va a salir del bunker seguro
para arriesgarse en la zona mortal, la que sea. Según sea la película de buena
o mala, la salida del negro que siempre muere puede parecer estúpida o
verdaderamente necesaria. El tiempo dirá, pero creo que la idea no es que el
coronavirus se haya ido, sino aprender a convivir con él con la debida
protección. Y llorando a los muertos que se vayan sucediendo. Que la sanidad no
colapse, no que ya no haya infectados, porque eso parece que va para largo.
Durante este
tiempo de encierro necesario he pensado en varias ocasiones escribiros una
columna como ésta hablando del tema, pero cuando me ponía a ello, me he dado
cuenta de que tenemos tal grado de información al respecto que lo único que iba
a provocar es aumentar la curva de desorientación que cada uno de nosotros
tenemos. Y, por supuesto, hablar de política no me apetecía, por mucho que la
catarsis emocional de hablar sobre la incompetencia ajena sea psicológicamente
recomendable. Lo que sí que he sacado en claro a ese respecto es una visión
panorámica de los medios de comunicación, dado que he tenido más tiempo del
habitual para poder empaparme de los detalles de cada uno. Y la conclusión que
he sacado es que todos dicen informar sobre la verdad; sin embargo, lo que he
experimentado leyendo un periódico cualquiera para después pasar al siguiente
es que ambas realidades pertenecían a universos separados y completamente
distintos. Que la información sobre los hechos sea tan maleable me lleva a
pensar que la realidad es un prisma con diferentes caras y cada uno mira la que
le interesa. Por desgracia, si esto lo unes a una falta de empatía rampante lo
que obtienes son estados de ánimo bélicos.
También he
sacado en claro una cuestión fundamental y es que el ser humano tiene un
concepto básico como punto de partida para casi todo: más es mejor, es más
bueno, es más recomendable, es más deseable. El sistema capitalista en el que
vivimos se basa en la premisa de que todos los individuos tenemos que consumir
cada vez más cantidad de muchas cosas, y para eso, han de ser todas ellas
baratas. A ser posible, cada vez más baratas para poder diversificar lo más
posible nuestro rango de posibilidades de consumo. Eso se ha ampliado a las
experiencias: hay que ampliar las experiencias que tenemos, los viajes, las
emociones… Consumir eso que te hace sentir cosas buenas, y cuantas más, mejor.
Ahora que no tenemos la posibilidad de consumir casi nada, estamos esperando el
momento que nos dejen salir para poder hacer todo eso que deseamos. ¿Qué tiene
esto de malo? Nada de nada. El sistema capitalista no tiene ningún fallo. Salvo
cuando nos planteamos cuánto ganan los productores de todos esos productos que
queremos cada vez más baratos: habrá quienes puedan vender más cantidad y
cubran el descenso del precio, pero otros… Preguntad a los agricultores. Esos a
los que tanto agradecemos su trabajo ahora mismo.
Esto me lleva
a recordar una conversación sobre economía –por mensajería digital, claro– y en
la que yo afirmé y sigo afirmando que el sistema capitalista es la mejor forma
de organizar la economía que hemos encontrado y esto es porque nos permite una
opción que las otras lo cortan de raíz: la libertad de consumir lo que te salga
del haba siempre que sea algo que alguien produce y tu restricción
presupuestaria sea suficiente.
Aquí está el
quid de la cuestión: la libertad de elección. Dos herramientas fundamentales,
el sistema capitalista y un sistema social como la democracia –también es el
mejor sistema que, de momento, hemos encontrado–, nos han dado la posibilidad
de hacer un mundo más humano o más mezquino en función de las elecciones que
cada uno de sus componentes hacen. A través de las elecciones que hacemos cada
uno de nosotros vamos construyendo el tipo de sociedad que queremos, y eso lo
hacemos llevando la escala de valores que tenemos a nuestras decisiones de
consumo. La descripción que la teoría económica hace de las funciones de
utilidad individuales como herramienta para describir cómo formamos nuestras
decisiones de consumo es acertadísima, y no lo es menos la suma de todas ellas
para tener la demanda agregada de una economía en su conjunto.
Esto no deja
de ser la frase que muchas veces habréis pronunciado alguna vez: tenemos la
sociedad que nos merecemos. Es más, tenemos la sociedad que hemos construido a
través de nuestras decisiones de consumo en el ejercicio de la libertad
absoluta que nos da nuestra cartera. Cada uno la suya. Esto lo abarca todo,
desde el modelo de ciudades que tenemos hasta la amplitud de nuestro sistema
asistencial público. Y también, la elección de los políticos que tenemos,
aunque no dependan de nuestra cartera, depende de una elección y eso también
determina no sólo su calidad como gestores si no lo tabernarios que puedan
llegar a ser.
En la opinión
de muchos de nosotros, la sociedad preconfinamiento era una sociedad que
adolecía, en ciertos aspectos, de humanidad. Una sociedad que minusvaloraba
determinadas cosas que hemos descubierto que tenían más valor del que creíamos.
Y esto es porque estábamos dispuestos a poner el dinero de nuestra cartera en
otras opciones de consumo que ahora hemos descubierto que no valían nada.
Además, hemos descubierto otra cosa muy importante: que además de restricción
presupuestaria, es decir, el límite de la cantidad de dinero que tenemos en nuestra
cartera, también tenemos restricción temporal. Y hemos descubierto que
estábamos dispuestos a poner el tiempo que tenemos de vida en opciones de
consumo que no valían nada, pero que eran muy cómodas. La comodidad como variable
para fijar el precio de nuestro tiempo… Cuanto más cómodo, más demandado. El
precio de las cosas cómodas no es sólo el dinero que nos cuesta. Es el tiempo
que gastamos en ellas, restándoselo de otras que nos suponen mayor esfuerzo.
El problema
es que perderte las cosas auténticas de este mundo porque supongan un esfuerzo
nos llevó en la sociedad preconfinamiento a construir, en determinados
aspectos, una sociedad con demasiados rincones oscuros. He oído y he leído
durante este tiempo a demasiadas personas decir que han aprendido de esta
situación de crisis. Por desgracia para ellos, las palabras se las lleva el
viento, y son los hechos, lo que hacemos, lo que nos define. La única forma que
tienen de demostrar PARA SÍ MISMOS que han aprendido algo, será llevarlo a la
práctica a través de sus decisiones de consumo. Un abrazo digital para todos.
Alberto Martínez Urueña
29-04-2020
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