Una de las
consecuencias que tienen las crisis es que desequilibran estructuras que partían
de antemano en frágil equilibrio. Lo vemos fácilmente cuando comparamos los
efectos de un terremoto en un país como Japón a otro en país como Haití. Cuando
la tierra tembló en el país nipón en 2.011, murieron 9.000 personas; su
magnitud de 9,1 puntos en la escala de Richter le situó entre los cinco
terremotos más potentes registrados en nuestra historia. Por otro lado, tenemos
el terremoto que sacudió Haití en 2.010, con una magnitud inferior de 7 puntos
en la mencionada escala; éste, sin embargo, causo 315.000 muertos. Por supuesto,
las causas de tales divergencias se deben al diferente nivel de desarrollo en
que se encontraban ambos países, al nivel de exigencias sobre seguridad
urbanística y a las infraestructuras que resistieron al sismo y que
permitieron, en el caso de Japón, asistir a los heridos y evitar las
consecuencias posteriores de las enfermedades y las carencias.
La crisis del
coronavirus que estamos sufriendo en la actualidad nos ponen como sociedad ante
el espejo de esos desequilibrios. Situaciones que se mantenían en un frágil equilibrio
se despeñan irremediablemente ante la imposibilidad de afrontar las consecuencias.
No hablo de una situación sanitaria que estaba evidentemente infradotada para
afrontar una crisis como la que tenemos, además de mal planificada. A pesar de
que los riesgos de que sucediera algo semejante eran advertidos por las
autoridades sanitarias a nivel internacional –hablo de la Organización Mundial
de la Salud– estas advertencias han sido infravaloradas por todos y cada uno de
los países miembros a la hora de disponer de suficientes recursos como para
algo tan básico como proteger al personal sanitario que debería enfrentarse
directamente a los riesgos, tal y como están haciendo. ¿Cómo es posible que los
hospitales no tengan suficientes mascarillas para poder proteger a médicos y
enfermeras? La única explicación posible es que dentro de los inventarios y
estocajes que se mantuvieran en los almacenes correspondientes estuvieran
infradotados. Esta es una realidad que ha sucedido en Comunidades Autónomas de
todos los colores y no se puede obviar que la gestión sanitaria de nuestro país
está descentralizada desde hace años. ¿Este problema se habría evitado de
haberse mantenido la gestión desde el Estado Central? Estoy convencido de que
no. Sin embargo, este problema ha sucedido en el resto de países de los que, al
menos yo, tengo datos, por lo que no estamos ante un problema español: es un
problema de concepción del sistema sanitario occidental.
Pero cuando
hablo de desequilibrios que se muestran en su máximo rigor en estas
circunstancias hablo de cuestiones relativas a la precariedad social. Familias
de escasos ingresos se enfrentan nuevamente a la situación de los más que
previsibles despidos, de las regulaciones de empleo y otras incertidumbres que
les volverán a situar, como en la crisis de hace diez años, ante el terror
cerval de verse, de un día para otro, sin las necesidades básicas cubiertas. De
verse nuevamente ante el problema de no tener asegurado un techo y tres comidas
al día para los suyos.
Una de las
lecciones que deberíamos aprender como sociedad de esta crisis es que aquellas
estructuras que, en épocas de vacas gordas, nos empeñamos en dejar en precario
y justificar su precariedad en base a criterios sesudos unos, o criterios
peregrinos otros, saltan por los aires cuando llegan las épocas de vacas
flacas. Lo vivimos en la crisis de hace diez años, pero aquella crisis afectó
sobre todo a los más desfavorecidos de nuestra sociedad, mientras que las
clases pudientes que atesoraban los poderes de decisión se permitían pedir
paciencia a quienes no sabían cómo lograrían llegar a fin de mes y las cifras
de desahuciados se incrementaban de forma dramática, demostrando que nuestro
sistema social, jurídico y financiero no estaba preparado para la época de
vacas flacas. Lo hemos visto en las crisis que trajeron las primaveras árabes,
con el ejemplo paradigmático de Siria: una situación precaria en tiempos de paz
–el sistema de asilo occidental y, sobre todo en este caso, el europeo– se devino
en catastróficamente insuficiente en época de guerra, incapaz de prestar una
ayuda humanitaria básica a quienes huían de la muerte. Y lo vemos ahora en
época del coronavirus en que, una situación social cogida con pinzas vuelve a
pillarnos desprevenidos en el aspecto sanitario.
Esto, para el
que no entienda por qué ha sucedido, tiene una explicación económica básica: en
tiempos de vacas gordas, invertir en ciencia, educación, investigación y sistema
sanitario público bien dimensionado se considera una mala inversión porque
renta menos que otro tipo de posibles inversiones y porque tener almacenado
todo eso que ahora nos hace falta se conoce con el término económico de
recursos ociosos. Esto no es un problema de ideologías políticas por mucho que
los medios de comunicación mayoritarios ahora estén empeñados en que miremos el
dedo que señala a la luna y no a la luna misma: esto es un problema que deriva de
las prioridades que marca un sistema económico y social previo a la crisis del
coronavirus. Nos tocará analizar cómo reestructuramos esas prioridades cuando
consigamos librarnos del mal que ahora nos afecta y nos mantiene confinados y
en espera en nuestras casas.
Alberto Martínez Urueña
23-03-2020
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