viernes, 27 de marzo de 2020

Lo que debería ser

            Hoy es uno de esos días en que me levanto con ganas de decir algo que no sea demasiado controvertido. Y me siento delante del teclado con la intención de encontrar la forma de hallar consensos en lugar de ponerme a disparar al primero que se mueva. En días como los que nos ha tocado vivir debería ser fácil poder encontrar esos consensos. Deberían partir de algo tan sencillo como explicar a los ciudadanos desde todas las administraciones están todas ellas luchando por encontrar mascarillas, equipos de protección, test para el coronavirus y que están haciendo lo imposible por lograrlo. Igualmente, no debería ser complicado para nuestros políticos asumir que sus rivales ideológicos en circunstancias normales están peleando igual que ellos para encontrar los recursos y los procedimientos necesarios para luchar contra la pandemia. Y todos ellos deberían tener la suficiente capacidad humana para explicar a los ciudadanos que habrá un número de bajas inevitables independientes de la gestión realizada. Casado defendiendo a Sánchez por haber hecho lo posible por minimizar los muertos, asumiendo que era imposible reducirlos a cero. Sánchez defendiendo a Ayuso en la gestión y en la toma de decisiones sobre las residencias para mayores de la comunidad. Todas las Comunidades Autónomas y el Gobierno batiéndose el cobre en esos mercados internacionales completamente salvajes y desalmados, cubiertos de la ponzoña de la especulación, intentando encontrar todos esos recursos que los sanitarios y expertos necesitan para lograr minimizar los daños y acortar el tiempo de confinamiento que nos toca vivir a los ciudadanos.
            Y qué decir de los ciudadanos… Deberíamos poder decir que asumimos nuestro papel de bienmandados, sumisos y obedientes, tal y como, por cierto, creo que somos la mayoría, intentando no envenenar la escena pública. Por desgracia, hay excepciones: tenemos a los que se saltan el confinamiento y ponen en peligro a la policía y a la guardia civil; pero no solo ellos. Nos encontramos también con esa policía de balcón, con los videos virales de peña que se queja porque no es capaz de soportar tener a sus hijos en casa y con los que comparan todo esto con una guerra, con dos cojones, demostrando que en Europa hace mucho tiempo que no pasamos por una. Quizá por eso existe Lesbos… Hacen esa afirmación como si fuese lo mismo ver venir a un avión y poder correr a ponerte a salvo en un refugio antiaéreo que no saber de dónde te puede venir el puto bichito. En casa, por suerte, sabes que no va a venir un bombardero israelí o un comando sirio y te va a tirar las paredes sobre la cabeza, y que luego no te va a tocar recoger los cachos de tus hijos de entre los escombros. Y todo porque los perros sí que pueden salir y ellos con los niños no pueden. Espero que sus hijos sí que sepan mear en la taza del váter o que no les falte para pañales… En una guerra al disidente no se le multaría:  al sujeto que se le ocurriera disentir de las órdenes del mando supremo, o incluso crear un estado de opinión que desanimase a las tropas, se le aplicar un consejo de guerra sumarísimo y punto. Esa es una guerra. Ahora estamos luchando contra una pandemia mundial y las cosas son distintas.
            Hay que tener una cuestión muy clara, y quienes han trabajado o trabajan en gestión de riesgos o, de forma más general en temas de auditoría, lo tenemos claro, y es diferenciar entre lo que era previsible de lo que no lo era. Para las cuestiones que no lo eran están las revisiones de los procedimientos, la mejora de los protocolos y el establecimiento de medidas preventivas. En Nueva York todavía se pueden ver esos enormes depósitos de agua en las azoteas de algunos edificios, medidas que se idearon de cero cuando sufrieron brutales incendios en una ciudad que era más alta de lo que nunca habían sido, y a cuyos pisos altos no llegaban las mangueras de los bomberos.
            Cosa distinta son los riesgos que sí que eran conocidos. ¿Existía la posibilidad de que surgiera un virus que atacase a la población a nivel mundial? Efectivamente que existía. No hay más que buscar en internet para encontrar noticias de hace no demasiados meses en los que alertaban de la posibilidad de que esto ocurriera. O una interesante charla de Bill Gates que, en su tarea como filántropo, ha estado investigando esta posibilidad desde hace varios años. Digo esto porque cuando acabe el periodo de pandemia, volvamos a la calle y, sobre todo, dejen de morir personas –36% de ellos son ancianos en residencias de ancianos–, tendremos que mirar a ver qué es lo que han estado haciendo todas y cada una de las Comunidades Autónomas durante los últimos años. Esas Comunidades Autónomas que tenían transferidas las competencias de gestión de la Sanidad Pública desde los años noventa y principios del 2.000 y que han sido las responsables de que sus sistemas de gestión no estuvieran preparados con suficientes recursos materiales y humanos para afrontar una crisis sanitaria como ésta. Todo lo que se podía hacer una vez comenzada era poner parches a una rueda con un reventón enorme. Y quiero que quede claro que estoy criticando a los gobiernos de todas las Comunidades Autónomas con independencia de sus colores. No sé si podían haberse preparado suficientemente o era imposible prever esta situación, pero han fallado todos. Y ahora, todos están fallando nuevamente, pero no por evitar la ingente cantidad de muertos con que nos asombramos cada día. Están fallando por su incapacidad para actuar como auténticos líderes sociales. Lo hacen, en cambio, como siempre lo han hecho: como oportunistas y trileros siempre dispuestos a regatear lo que haga falta incluso con el diablo.

Alberto Martínez Urueña 27-03-2020

lunes, 23 de marzo de 2020

Equilibrios frágiles


            Una de las consecuencias que tienen las crisis es que desequilibran estructuras que partían de antemano en frágil equilibrio. Lo vemos fácilmente cuando comparamos los efectos de un terremoto en un país como Japón a otro en país como Haití. Cuando la tierra tembló en el país nipón en 2.011, murieron 9.000 personas; su magnitud de 9,1 puntos en la escala de Richter le situó entre los cinco terremotos más potentes registrados en nuestra historia. Por otro lado, tenemos el terremoto que sacudió Haití en 2.010, con una magnitud inferior de 7 puntos en la mencionada escala; éste, sin embargo, causo 315.000 muertos. Por supuesto, las causas de tales divergencias se deben al diferente nivel de desarrollo en que se encontraban ambos países, al nivel de exigencias sobre seguridad urbanística y a las infraestructuras que resistieron al sismo y que permitieron, en el caso de Japón, asistir a los heridos y evitar las consecuencias posteriores de las enfermedades y las carencias.
            La crisis del coronavirus que estamos sufriendo en la actualidad nos ponen como sociedad ante el espejo de esos desequilibrios. Situaciones que se mantenían en un frágil equilibrio se despeñan irremediablemente ante la imposibilidad de afrontar las consecuencias. No hablo de una situación sanitaria que estaba evidentemente infradotada para afrontar una crisis como la que tenemos, además de mal planificada. A pesar de que los riesgos de que sucediera algo semejante eran advertidos por las autoridades sanitarias a nivel internacional –hablo de la Organización Mundial de la Salud– estas advertencias han sido infravaloradas por todos y cada uno de los países miembros a la hora de disponer de suficientes recursos como para algo tan básico como proteger al personal sanitario que debería enfrentarse directamente a los riesgos, tal y como están haciendo. ¿Cómo es posible que los hospitales no tengan suficientes mascarillas para poder proteger a médicos y enfermeras? La única explicación posible es que dentro de los inventarios y estocajes que se mantuvieran en los almacenes correspondientes estuvieran infradotados. Esta es una realidad que ha sucedido en Comunidades Autónomas de todos los colores y no se puede obviar que la gestión sanitaria de nuestro país está descentralizada desde hace años. ¿Este problema se habría evitado de haberse mantenido la gestión desde el Estado Central? Estoy convencido de que no. Sin embargo, este problema ha sucedido en el resto de países de los que, al menos yo, tengo datos, por lo que no estamos ante un problema español: es un problema de concepción del sistema sanitario occidental.
            Pero cuando hablo de desequilibrios que se muestran en su máximo rigor en estas circunstancias hablo de cuestiones relativas a la precariedad social. Familias de escasos ingresos se enfrentan nuevamente a la situación de los más que previsibles despidos, de las regulaciones de empleo y otras incertidumbres que les volverán a situar, como en la crisis de hace diez años, ante el terror cerval de verse, de un día para otro, sin las necesidades básicas cubiertas. De verse nuevamente ante el problema de no tener asegurado un techo y tres comidas al día para los suyos.
            Una de las lecciones que deberíamos aprender como sociedad de esta crisis es que aquellas estructuras que, en épocas de vacas gordas, nos empeñamos en dejar en precario y justificar su precariedad en base a criterios sesudos unos, o criterios peregrinos otros, saltan por los aires cuando llegan las épocas de vacas flacas. Lo vivimos en la crisis de hace diez años, pero aquella crisis afectó sobre todo a los más desfavorecidos de nuestra sociedad, mientras que las clases pudientes que atesoraban los poderes de decisión se permitían pedir paciencia a quienes no sabían cómo lograrían llegar a fin de mes y las cifras de desahuciados se incrementaban de forma dramática, demostrando que nuestro sistema social, jurídico y financiero no estaba preparado para la época de vacas flacas. Lo hemos visto en las crisis que trajeron las primaveras árabes, con el ejemplo paradigmático de Siria: una situación precaria en tiempos de paz –el sistema de asilo occidental y, sobre todo en este caso, el europeo– se devino en catastróficamente insuficiente en época de guerra, incapaz de prestar una ayuda humanitaria básica a quienes huían de la muerte. Y lo vemos ahora en época del coronavirus en que, una situación social cogida con pinzas vuelve a pillarnos desprevenidos en el aspecto sanitario.
            Esto, para el que no entienda por qué ha sucedido, tiene una explicación económica básica: en tiempos de vacas gordas, invertir en ciencia, educación, investigación y sistema sanitario público bien dimensionado se considera una mala inversión porque renta menos que otro tipo de posibles inversiones y porque tener almacenado todo eso que ahora nos hace falta se conoce con el término económico de recursos ociosos. Esto no es un problema de ideologías políticas por mucho que los medios de comunicación mayoritarios ahora estén empeñados en que miremos el dedo que señala a la luna y no a la luna misma: esto es un problema que deriva de las prioridades que marca un sistema económico y social previo a la crisis del coronavirus. Nos tocará analizar cómo reestructuramos esas prioridades cuando consigamos librarnos del mal que ahora nos afecta y nos mantiene confinados y en espera en nuestras casas.

Alberto Martínez Urueña 23-03-2020

martes, 17 de marzo de 2020

Cosas básicas


            Resulta complicado escribir de algo que no sea el coronavirus; pero, al mismo tiempo, resulta complicado hacerlo. Tenemos a todos los medios de comunicación ocupados en ello, tanto hablando directamente de ello como intentando darnos un rato de evasión entretenida que indirectamente nos lo recuerda. Además, considerando el tiempo que pasamos con el móvil, podemos añadir a todas esas redes sociales infestadas de mensajes al respecto, desde los apocalípticos, los conspirativos, los humorísticos, los críticos, los funestamente negativos… Y eso sin entrar en las noticias falsas, de las que deberíamos cuidarnos mucho. Todas ellas cubren tan amplio espectro que es probable que todo haya sido dicho ya y sólo estemos repitiéndonos. Si miramos el aspecto económico de todo esto nos puede dar un chungo porque las cosas están bien complicadas. La incertidumbre es el principal enemigo de los mercados financieros. El miedo al futuro. Y en una economía como la que impera en occidente desde hace lustros, sostenida en la refinanciación de productos y derivados, si se empiezan a caer los valores que sustentan el castillo de naipes, todo se va al cuerno. Es lo que, básicamente, pasó hace diez años y ya sabéis como acabó todo.
            Además, ha sido la propia economía la que ha conseguido que el virus se expanda como lo ha hecho, sin lugar a dudas. Hay una tautología innegable: parar la economía significa parar la vida social, por eso ha costado tanto tomar las medidas draconianas en las que estamos ahora mismo. Y, seguramente, por eso no se han podido tomar antes. Pensadlo: si al comenzar esta epidemia en China se hubieran cerrado las fronteras y nos hubieran metido en nuestras casas, lo más fino que se habría llevado el Gobierno habrían sido las columnas de opinión de los periodistas de ideología contraria. Si por cosas más sencillas oímos a los políticos utilizar las mismas estructuras semánticas que a cualquier tabernero del siglo dieciocho, suponeos qué se habría escuchado en la Carrera de San Jerónimo al paralizar toda la actividad productiva no imprescindible del país. Por desgracia, tomar esas medidas sólo han sido posibles cuando el miedo se ha instalado en el pecho de los ciudadanos. E incluso en esas circunstancias, hemos visto como los aficionados del Atlético de Madrid se metieron todos hacinados en el estadio de fútbol del Liverpool. O como ciudadanos italianos de Bérgamo, ciudad de la Lombardía, se vinieron a Valencia hace justo una semana.
            ¿Estupidez? ¿Negligencia? ¿Irresponsabilidad? No lo sé, pero ¿de quién? ¿De los aficionados o de los políticos? En realidad, ¿necesitamos que nos digan lo que tenemos que hacer o somos personas versadas? Son muchas preguntas las que surgen, sin duda. No todo es tan sencillo como parece en un hilo de FaceBook. No lo es, salvo cuando lo valoras a toro pasado y yo no tengo la respuesta, sólo alguna opinión quizá demasiado tangencial.
            Resulta complicado escribir de algo que no sea el coronavirus, no obstante. Es prácticamente lo único que ocupa nuestra cabeza en estos momentos, condicionando las veinticuatro horas del día de una forma u otra. No obstante, se puede decir que la inmensa mayoría del mundo –no conozco la realidad africana– está ocupada en una misma cosa, un mismo pensamiento, un mismo objetivo, y eso no había sucedido desde hacía mucho tiempo. Quizá ni siquiera había sucedido en la historia del ser humano. No deja de resultar, en cierto modo, descorazonador que haya tenido que ser algo tan luctuoso lo que consiga unir nuestras mentes humanas en un único objetivo. Sin embargo, como le comentaba a mi amigo irlandés, soy un optimista compulsivo, y creo que el hecho de estar unidos por un mismo pensamiento y un único objetivo nos puede enseñar cosas que antes desconocíamos. Hay que estar atento a las posibles lecciones que nos lleguen. No es mal momento para recapacitar sobre todas esas cosas que antes considerábamos básicas y por las que sufríamos y que, en circunstancias como éstas, nos enseñan que pueden ser interesantes, pero no imprescindibles. No pasa nada por darle vueltas a dónde pasar las vacaciones, qué reforma quieres hacer de tu casa o a qué restaurante te apetece salir el fin de semana. Los seres humanos necesitamos momentos de esparcimiento, de disfrute. Una cierta dosis de hedonismo.
            Sin embargo, tenemos que entender una cuestión muy simple: hay muy poquitas cosas básicas que deban ser las que nos roben el aliento y nos produzcan angustia real. Todo lo demás es igual de tangencial que preocuparnos en estos momentos de quién ha tenido la culpa de que hubiera grandes concentraciones de personas cuando en China ya estaba en pleno apogeo la pandemia. Ahora que hemos de planificar qué hay en la despensa, que nos preocupamos por no tirar basura el más mínimo resto de comida, que procuramos guardar unas medidas de higiene básicas y que no podemos ver a nuestras personas más queridas, tenemos que analizar cuáles son las cosas que nos hacen simplemente disfrutar –algo muy importante– y cuales son aquellas por las que deberíamos perder el sueño. Por suerte, nos va a sobrar tiempo para hacerlo en los próximos días.

Alberto Martínez Urueña 17-03-2020