viernes, 15 de febrero de 2019

No-se-cómo-llamarlo-sin-insultar



            No-se-cómo-llamarlo-sin-insultar


 


            Recuerdo una anécdota curiosa de cuando era pequeño. Tendría unos cuatro o cinco años y estaba en la panadería con mi madre. No sé si sería un fin de semana, o quizá un día de diario, porque en aquella época lo de la jornada intensiva ni nos lo imaginábamos como algo posible. De todas formas, seguramente sería verano, porque se me ocurrió decir en voz alta que nos íbamos de vacaciones la semana siguiente. Creo que nadie atendió a lo que un niño con tendencia a esconderse detrás de las faldas de su madre dijo, pero sí que recuerdo perfectamente la bronca que me echó mi madre. Bien echada, por supuesto, como la mayoría de las que me llevé y a veces me llevo hoy en día. Por suerte para mí, mi madre suele dar una explicación de por qué te mereces el rapapolvo, y el de entonces me pareció muy sensato: si al salir de la panadería alguien se hubiera fijado en dónde vivíamos, habrían sabido que esa casa iba a estar varios días desocupada. Barra libre para ladrones.


            Imagino que alguno torcerá el gesto con un poco ironía, como diciendo que mi madre tenía una cierta tendencia neurótica. Aparte de ciscarme en sus muertos más frescos por pensar mal de mi madre, recuerdo que en aquella época, y también más adelante, robaron en algún piso del barrio. O en más de uno. El método consistía en sacar toda la información posible de los inquilinos: horarios, número de personas, edades… Todo lo necesario para tener una imagen clara de cuáles eran las viviendas más vulnerables y, entonces, aprovechar las circunstancias. Uno de los vecinos, comisario de policía, nos avisó de que dejaban pequeñas marcas en los bordes de las puertas, y el significado de cada una de ellas, instándonos a borrarlas, o a alertar a los vecinos en donde viéramos alguna. Por suerte, a nosotros no nos tocó, pero las personas que han visto vulnerado el sacrosanto altar de su domicilio no lo describen como algo agradable. Siempre ha sido importante conservar la intimidad de tus hábitos y, por ejemplo, además de dejar a alguien encargado de regarte las plantas, le indicabas que te recogiera las cartas del buzón. En aquella época era diferente, no había Internet, ni correo electrónico ni banca online. El buzón se te llenaba en un par de días y, con un vistazo, podías averiguar quién llevaba un tiempo sin pasar por casa. El tema de la intimidad en aquella época no dependía de que no tuvieras nada que esconder, sino de que no te apetecía que la información sobre tu vida estuviera expuesta y al alcance de quien te quisiera, por hache o por bé, dar por el saco.


            Uno de los miedos que se extendió en aquellos años de mi infancia, o que al menos nos dijeron a varios de los niños con los que me relacionada, era que se sabía que había personas que envenenaban los caramelos y después se los daban a los niños. Unas veces te decían que era para transmitir enfermedades. Otras, para drogarte y secuestrarte. El resultado no fue millones de niños españoles traumatizados, sino que no hablábamos con desconocidos ni aceptábamos dádivas de quienes no conocíamos. Por si acaso. Y es que, para los que piensen que vivimos en tiempos más peligrosos, hace ya tiempo que el ser humano inventó los raptos infantiles, la pederastia y el asesinato.


            Lo que sí que es cierto es que vivimos tiempos más kamikazes. Por cuestiones personales, básicamente porque me sale del higo, tengo una cuenta en Facebook. La idea, en primer lugar, es encontrar información diversa de distintos medios además de la búsqueda personal que suelo hacer por otros diarios de todo el arco mediático, desde eldiario.es hasta el abc digital. La segunda idea es compartir estos textos por vías diferentes al correo electrónico. Participando de la red social indicada reconozco que no dejan de sorprenderme ciertos comportamientos poco cuidadosos sobre los que, además, te advierte la policía. Por ejemplo, publicar información de tus vacaciones durante las propias vacaciones. O informar de cuáles son tus hábitos y costumbres, verbigracia, la hora a la que sales a correr y tu casa está vacía. No entro en temas de airear tus tendencias o gustos para que Facebook te haga un Cambridge analítica en toda regla y ofrezca tu información a cualquier compañía que quiera venderte sus mierdas. Hablo de que, como no tienes nada que esconder, ese trabajo que antes a los ladrones les llevaba su tiempo y esfuerzo se lo pones en bandeja de plata. Con dos cojones.


            Uno de los esfuerzos suicidas que más me sorprende, sobre todo en días como hoy en que sabemos lo que ciertos sujetos quieren hacerle a nuestros vástagos y vástagas, consiste en sacarles fotos en los parques a los que sueles ir, o al colegio donde les llevas, o incluso fotografías dentro de tu casa con una magnífica perspectiva de la calle desde una ventana, para que puedan identificar incluso el piso. No hablo sólo del problema de que esa foto que al padre le hace gracia al resto se la puede soplar por completo, es que algunos bastardos cuelgan fotos de sus hijos que les humillan.


            Pero más allá de eso, mucho más allá de eso, y por lo que alucino en colores, me imagino al típico personaje sudoroso en camiseta de tirantes metido en su habitación, treinta y tantos, con todo revuelto a su alrededor, ambiente semioscuro y con su madre gritándole que la cena está lista, mientras va pasando fotos en la pantalla de su supermóvil último modelo mientras va buscando y contemplando esas caritas que los padres ven tan ricas y bonitas, y que a él le ayudan a dedicarse una buena sesión de onanismo por todo lo alto. Por supuesto, también contemplo la posibilidad de que el duende de su cabeza enferma le esté insistiendo en que pase a la acción, y así vaya seleccionando, de entre toda la oferta, la que le pueda resultar más fácil adquirir. Por todo esto, creo que es mejor dejar a los niños fuera de nuestras movidas estúpidas de internet y las redes sociales, porque si a ti te roban por tu estupidez, te jodes y punto, pero que tus hijos tengan que pagar tu increíble falta de “no-se-cómo-llamarlo-sin-insultar-a-nadie”, me parece algo más serio.


 


Alberto Martínez Urueña 15-02-2019

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