Normalmente,
cuando recapacitamos sobre hechos truculentos de la historia reciente, nos
preguntamos cómo pudieron suceder determinadas barbaridades. El siglo veinte
está plagado de atrocidades monstruosas que, en aras de unas determinadas
ideas, convirtieron personas en sacos de materia orgánica parcialmente deshecha.
Me da igual la ideología, yo nunca he tenido una suficientemente clara como
para decir que soy de tal o cual partido, y desde luego, no me caso con ningún régimen
totalitario de los que antes fueron. El siglo veinte es un ejemplo
paradigmático, pero atrocidades las ha habido siempre, desde que el hombre es
hombre. ¿Por qué sucedían esas atrocidades? Cada una por un motivo y en un
momento determinado de la historia, pero siempre había una idea, un bien común,
la búsqueda de un objetivo que se consideraba legítimo por quien ordenaba
llevarlo a cabo y por quien lo aplicaba directamente. No lo olvidéis nunca:
para las mayores atrocidades siempre ha habido alguna cabeza pensante que le ha
otorgado la limpieza de un razonamiento lógico impecable.
Estaban los
ejecutores ideológicos y los prácticos, como vemos. Y luego estaban los demás.
El caso más palmario lo tuvimos en la primera mitad del siglo veinte. En
Alemania, más de seis millones de personas votaron democráticamente al partido
nazi en las elecciones del treinta. En el año treinta y dos, fueron casi
catorce millones. En el año treinta y tres, pese a perder dos millones de
votantes, siguieron siendo el partido más votado del Reichstag. En enero del
treinta y tres, mediante negociaciones en el marco de la democracia alemana de
entonces, Hitler fue nombrado Canciller. En Marzo del treinta y tres, el
partido nazi con Hitler y su discurso a la cabeza, consiguió más de diecisiete
millones de votos. Por supuesto, conociéndose las ideas supremacistas,
antisemíticas y pangermanas de Adolf Hitler, expuestas en su libro Mi lucha.
Luego, las pretendieron llevar a cabo como todos sabemos, legitimados por millones.
O quizá es que ya era imposible frenar al monstruo, quién sabe.
Otro ejemplo
de barbarie fue llevada a cabo en la Unión Soviética por Iosif Stalin. Es
evidente que las circunstancias políticas entre este país y Alemania en aquel
momento histórico son totalmente distintas, pero los resultados no tanto. En
todo caso, el ascenso al poder de Stalin también se produjo mediante mecanismos
políticos democráticos en el seno de una organización como fueron aquéllas con
las que se pretendió hacer la transición desde los zares a la elección social
por la que optaron. Luego, llegaron las hambrunas, las purgas y las
deportaciones. Siempre, con una idea superior justificando las decisiones.
En ambos
casos, Hitler y Stalin, lograron escribir dos de las historias más negras de
nuestro pasado reciente. Comunismo y nacionalsocialismo. Fascismo en
definitiva. Poder obtenido inicialmente, no obstante, mediante mecanismos
democráticos. Cosa, por cierto, que no puede decir nuestro querido Paquito,
pero esto es otro tema para más adelante, porque, no en vano, España también
tiene su idiosincrasia.
En la
actualidad hay movimientos políticos que han radicalizado su mensaje. No nos
vayamos a latitudes como las de Maduro, Bolsonaro, Xi Jinping, Trump o Kim
Jong-un –cada uno con lo suyo y a su nivel: les hay dictadores, genocidas,
xenófobos y maleducados–. Aquí, en Europa, tenemos a Le Pen, Salvini, Orban,
Abascal y eso de la “primavera europea”. Todos ellos, democráticos, todos ellos
respetan las leyes y los consensos parlamentarios. Sólo tienen sus ideas por
las que algunos seres humanos son tachados de enemigos a combatir, unas veces
por no compartir sus ideas sobre la nación, otras veces por no estar conformes
con su forma de afrontar problemas como la inmigración, otras por no defender
los valores éticos y morales que consideran adecuados. Todas ideas
democráticas, defendibles mediante la palabra. Lo que no sé muy bien es cómo
las llevarían a cabo sin menoscabar los derechos de miles de personas.
No puedo
evitar hablar de partidos como Podemos, populistas de algo que llaman izquierda
aunque no lo sea. Ellos convirtieron en enemigos a directores de sucursales
bancarias, a inversionistas honrados, a capitalistas generosos, a empresarios
abnegados. Gente que no ha querido aprovecharse de nadie en su vida, sólo
montar su negocio y participar en un mercado que, ojo, lo componen productores,
pero también consumidores. Estas personas lo único que hicieron fue participar
en esta sociedad en el lado que les correspondía y de acuerdo a unas normas que
no marcaron ellos. Podemos, en sus propuestas, aplica soluciones maximalistas a
problemas complejos, pero sobre todo, crea bandos, y no fomenta ese interés de
construir una sociedad en la que quepamos todos. Entiendo que canalizaron el
hartazgo contra el PPSOE, pero sus propuestas también son excluyentes y
provocaron, por ejemplo, que hubiera madres que sufrieron escraches en sus
casas con sus hijos dentro, llamaron gente de paz a personas como Otegi y criminalizaron
a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Funcionarios con un papel
esencial en nuestro ordenamiento jurídico.
Luego estamos
los otros. Los que podemos aceptar que nuestro vecino es un enemigo o sólo una
persona que piensa diferente, o vive diferente o tiene intenciones vitales
distintas. Por mucho que nos queramos confundir en la masa, la libertad
individual tiene un precio: la elección. Existen muchas formas de llegar a esa
opción escogida, y cada uno tiene la suya: el voto útil, el mal menor, la costumbre…
Lo que jamás debemos permitir, ya sea por tergiversaciones, por pragmatismo o
por simple comodidad, es que nuestras elecciones legitimen ideas tan peligrosas
como pueda ser que cualquier ser humano de nuestro entorno sea considerado alguien
a quien sacar del tablero común de la sociedad, realidad que promueven de forma
directa o tácita, todos los populismos, ya sean de derechas o de izquierdas.
Alberto Martínez Urueña
20-03-2019
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