Llevo un
tiempo pensando en cómo contarlo y gracias a un par de conversaciones con buena
gente he conseguido ordenarme un poco la sesera. La idea básica es argumentar
el motivo por el que los políticos que surcan los oscuros mares de la actualidad
no me ofrecen el más mínimo crédito. No es una cuestión de qué ideas defienden,
o dicen defender, porque, a fin de cuentas, no sabes muy bien dónde está la
delgada línea roja entre el discurso y los principios. Es una cuestión algo más
profunda.
Respecto a la
delincuencia, siempre he sido claro y sintético: fuera de la Constitución, en
un Estado de Derecho, no hay nada. No quiero que nadie se salte la Constitución
porque gracias a ella, a un tipo como yo no le han aplicado nunca una ley como
la de vagos y maleantes que el infame dictador se sacó de la chistera. Gracias
a ella, defender la redistribución de la renta y la riqueza desde quienes más
tenemos a los que menos tienen es lícito y defendible sin correr el riesgo de
que te partan la cara los que no están de acuerdo.
Sin embargo,
por encima de la ley, está la ética que me dice que lo primero es el respeto a
todo ser humano. Esto tiene una consideración fundamental y es rechazar todo
tipo de violencia salvo la inevitable. Si una mujer maltratada ve que el hijo
de puta de su marido la va a acuchillar, me parece éticamente defendible que le
prenda fuego. No sé si luego la van a buscar las vueltas en un Tribunal, pero si
ve que huir de él es imposible, la ánimo encarecidamente a tomar una medida que
lo aleje definitivamente, que ya vendrán luego los honrados miembros del
Gobierno para indultarla.
Hoy en día me
siento democráticamente huérfano, profundamente abandonado. Como el perro del
anuncio que miraba como se alejaba el coche mientras le cascaban al anuncio el
segundo movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak. Para ver si le
sacaban una lagrimita a esos bastardos que son capaces de maltratar animales.
Mi primer principio básico es que el ser humano es lo primero de todo, pero
además, también tengo otro principio, y es el de la diversidad de ideas. Cada uno
tiene las suyas, y salvando esperpentos anacrónicos como los de Abascal y sus
adláteres del brazo en alto que le jalean envueltos en la bandera del pollo,
todas me parecen aceptables. Pero sobre todo por un motivo fundamental que voy
a exponeros.
Es bien
sabido que el Partido Popular no defiende el modelo de sociedad en el que creo,
ni tampoco el modelo económico que me parece más adecuado para la sociedad que
creo que formamos los españoles. Sin embargo, no es menos cierto que tengo
amigos y familiares que les votan o les han votado. Cuando escucho a
determinadas personas tratarles de estúpidos, o de ignorantes, o incluso de
malas personas, me cabreo. Estas personas cercanas son buenas personas que
quieren un mundo mejor para sí y para sus hijos, y que consideran que la forma
de lograrlo es votando al PP. Pero además, sé tampoco quieren que los niños
sirios se mueran en el Mediterráneo, ni que los que antes no estudiaron una
carrera se mueran de hambre ellos y sus hijos. Es decir, no les considero eso
que me dicen los de la izquierda que tengo que considerarles.
También tengo
amigos y familiares bastante rojillos, de esos que hablan de la colectividad
del sistema y de crujir a los ricos y poderosos a base de impuestos. Esos
también son buenas personas buscando lo mejor para sus hijos y sus amigos, y
consideran que la mejor manera de llevarlo a cabo es votar a los del otro lado.
No son malas personas tampoco, no buscan el mal de nadie, o al menos no
directamente, igual que mis amigos de derechas. Simplemente tienen una idea de
justicia social distinta, una concepción de cómo hay que estructurar la
sociedad que difiere sustancialmente de lo que preferirían los votantes del PP.
Tengo amigos
a ambos lados, y si hiciera caso a alguno de los cantamañanas del Congreso,
consideraría a unos o a otros, o a todos, no como personas con opiniones
distintas, sino que les vería como gilipollas, como obtusos, como traidores,
como buenistas, o como felones. Es decir, les vería no como alguien con quien
ponerme de acuerdo para hacer algo en común, sino como un enemigo al que abatir
lo antes posible. Es decir, el discurso de todos estos disidentes de la
auténtica democracia, estos felones con carné de antisistema, pretenden que a
muchos de vosotros os vea como unos enemigos a quienes vencer. Quieren que os
vea como a malas personas, y no lo sois. Sólo sois personas con criterios
diferentes a los míos.
Por esto,
últimamente no hablo de política, ni mando mis textos al respecto. O no hay
discusión, como con lo del delito, o no quiero ver cómo se nos olvida que los
seres humanos se merecen algo más de respeto de lo que nuestros políticos
ejemplifican en sus discursos. No hay posibilidad de ahondar en sus ideas,
porque sus ideas no son profundas, sólo son arengas para los suyos, para
enfervorizar a sus votantes y para ofrecer titulares a sus correveidiles.
Alberto Martínez Urueña
13-02-2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario