Escribir
sobre inmigración es muy complicado. La absurda realidad que nos rodea clasifica
burdamente a las personas en grupos que, en demasiadas ocasiones, simplifican en
demasía esa misma realidad a la que tratamos de poner orden. Hace unos días
hablaba con un buen amigo sobre otro tema distinto, pero que me sirve para
introducir este tema: él, insensato, me preguntaba si me fío de los políticos a
lo que yo respondí, sorprendentemente para mí, que sí. Me fío de los políticos
del mismo modo que me fio de los curas, porque no creo que la mayoría sean unos
pederastas ni tampoco que pretendan arruinarle la vida a los pecadores; me fio
de los funcionarios porque la mayoría hacen su jornada laboral cumpliendo a
rajatabla con las obligaciones que les imponen sus jefes; confío en los
empresarios y no me creo que sean todos unos esclavistas que no tengan en
consideración a sus trabajadores. En fin, me fio de que la gente no avanza por
la tierra como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, trayendo voluntariamente la
desgracia a sus vecinos. Y no veo tanto problema como lo ven otros en que cada
cual mire por sus intereses, porque con esta afirmación ocurre como con lo de
que todos los políticos son iguales: necesita demasiadas matizaciones como para
aceptarla como premisa absoluta. Confío en que la gente intenta hacerlo lo
mejor que puede en base a unas ideas que pueden gustarme más o menos, pero que
son las suyas y que le llevan a intentar conseguir unos objetivos que considera
los mejores. Sólo valora lo que le gustaría que fuese esta realidad, mira a ver
qué se puede conseguir de todo ello, y por último propone. Somos todos muy
parecidos.
Dicho esto,
podemos entrar a valorar cuáles son las ideas que nos convencen más o que nos
convencen menos. Cuando hablamos de inmigración no nos enfrentamos entre bobos
que nos olvidamos de los riesgos de la inmigración y desalmados que miran con
indiferencia a la tumba más grande de nuestro entorno: el Mar Mediterráneo. No
creo que mis amigos de derechas ignoren el sufrimiento ajeno o que, incluso,
disfruten viendo a esa gente corriendo frente a las alambradas de las fronteras
con sus hijos en brazos. Del mismo modo, espero que ellos no crean que estoy a
favor de una inmigración descontrolada en donde cualquier delincuente pueda
pasar las fronteras sin la mejor vigilancia por parte de las autoridades en las
que hemos delegado la tarea de protegernos. Pero sí que es cierto que hay
diferencias de visión, y esto no deja de estar repleto de connotaciones: las
que nos diferencian a unos u otros, pero todos como personas.
Donde una
persona contraria a una política de inmigración que acoja a las personas
venidas de otras tierras ve riesgos y peligros, yo veo nuevas oportunidades
para España con los mismos riesgos que ahora tenemos. La delincuencia ya estaba
en este país antes de venir ellos: ya tenemos asesinatos, tenemos robos,
tenemos violaciones… Acepto que la inclusión de capas sociales marginales trae
problemas ya que estas capas sociales marginales aglutinan mayores índices de
delincuencia, pero esto no es menos cierto que incluir nuevas personas con ánimo
emprendedor, de consumo y con índices de natalidad muy superiores a los
nuestros, nos puede solucionar de un plumazo muchos de los problemas que hoy en
día sufrimos. Por supuesto, con una inmigración bien organizada y con unos
mecanismos de inclusión adecuados. ¿Eso supone un coste inasumible? Habría que
analizarlo, pero las bondades de una migración ordenada son ampliamente
aceptadas por la mayoría de los expertos económicos.
No digo con
esto que haya que retirar los esfuerzos de control en las fronteras, pero no
podemos cerrarlas e ignorar lo que ocurre fuera entre otras cosas porque, del
mismo modo que aceptar que una inmigración descontrolada sería imposible de
gestionar, frenar la avalancha que nos llega de otros países es igual de irrealizable.
Hablo de organizar mejor el sistema completo, pero además, darle una
perspectiva diferente. Abordar los problemas. Porque pretender actuar de
acuerdo al refrán “muerto el perro se acabó la rabia” es una ceguera semejante
a dejar descontroladas las fronteras.
Al margen de
una consideración fundamental: ¿qué proponen los que no quieren inmigrantes en
sus países? Qué proponen en última instancia, me refiero, no vale lo de poner
una valla de doce metros electrificada y con concertinas, amén de un foso
repleto de cocodrilos a sus pies. ¿Qué hacemos con las víctimas de las
hambrunas? ¿Con los niños soldado? ¿Con las niñas vendidas como esclavas
sexuales? Para entendernos, el planteamiento es muy sencillo: ¿qué hacemos con
las personas que vivían una vida pacífica y tranquila como tú y como yo en
Somalia, Chad, Sudán, Nigeria, Argelia, Sudán del Sur, Libia, Camerún,
República Centroafricana, Burundi, Yemen, Afganistán, República Democrática del
Congo, Tailandia o, por supuesto, Siria? Personas que no eran de ningún bando y
a las que, si se quedan en su país, sólo les queda morirse. A ellos y a sus
hijos. Por supuesto, podemos intentar por todos los medios que no vengan hasta
nuestros países cerrándolos a cal y canto y preocupándonos por ellos únicamente
cuando comerciemos con gas, con petróleo y con armas. Pero, sinceramente, no
creo que seamos ese tipo de personas.
Alberto Martínez Urueña
15-06-2018
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