Sobre este
tema se han escrito ríos de tinta, porque atañe a una cuestión que no deja de
resultar fundamental. Para todos. El que lo niegue tiene un problema mental
severo. Os hablo de la muerte.
En días como
hoy en que nos ocupan la cabeza con cuestiones de todo tipo, unas importantes
como la disolución de ETA, y otras completamente superfluas como los ejercicios
de onanismo político que acometen con entusiasmo nuestros dirigentes, se nos
pasa por alto que en las Cortes Generales están otra vez con lo de la muerte
digna. Ya os podéis imaginar el panorama… El gallinero todo revuelto, la peña
diciendo sandeces para salir en la foto, insultos, miradas agresivas… Nuestros políticos
y sus esfuerzos por estar a la altura de la ciudadanía son encomiables. Aunque
no lo consigan.
El tema de la
muerte es algo mucho más sencillo que todo esto. A mí modo de ver. En primer
lugar, el suicidio no es delito. Hace un tiempo tuve las dudas al respecto,
pero ya las solventé adecuadamente. Sólo faltaba… Otra cosa será lo que tenga
que decir la conferencia episcopal al respecto, pero hoy en día podemos responderles
que nos la suda sin tener dudas de si nos meterán en la trena. Lo único, procurad
no acompañarlo con un “putos cuervos”, o un “que os den”, porque se ofenden, y
ofenderlos a ellos es un delito contra la sensibilidad religiosa, o algo así
que se inventaron para que te puedan meter la mano donde ellos quieran. Yo,
personalmente, no tengo demasiado problema con el suicidio en sí; me preocupa
más una sociedad desalmada que lleve a algunos de sus ciudadanos a querer
terminar así su vida, sin darles las opciones de solucionar el problema que les
lleve a ello.
La muerte
digna, de todas formas, es otra cosa. Tiene que ver con que se te agota la
pila, llegas al final del calendario, y aquí, hay quien tiene la suerte de que
viene de forma súbita, sorpresiva y, además, rápida. Pero hay otros a los que
se les complica el tránsito, y lo que debería ser un tranquilo devenir por una
autopista, se convierte en una tortuosa carretera de montaña. Pero no acaba
aquí el símil, sino que imaginaros que, además, esa carretera no llegase a
ninguna parte, sólo a un precipicio como el que tienes a tu derecha, pero
después de muchas más vueltas y muchos más vómitos por el mareo. Una especie de
nadar y nadar para morir en la orilla.
Yo no tengo
claro qué haré cuando me toque. Primero hay que ver de qué manera me sucede. Si
resulta que, conduciendo mi coche, me destazo contra un árbol y me dejo los
sesos expuestos sobre el volante, el debate se me acaba. Pero si resulta que me
quedo tetrapléjico, vegetal y enganchado a una máquina de respiración asistida,
no estaría demás poder elegir que me dejen de tocar los cojones. Exhalar un “iros
a tomar por culo, degenerados” a esos a los que les gusta ver momias humanas
enchufadas a un artilugio mecánico que alarga de manera artificial una vida que
esa persona no quiere seguir viviendo. Y digo esto, como puedo hablar de cáncer
terminal o cualquier otra marranadita de las que nos acaban torciendo el pico.
Porque está muy bien eso de la religión de que nuestra vida no es nuestra, que
es de Dios que nos la dio, y sólo él decide cuando nos toca espicharla. Pero
precisamente por eso opino que si el cuerpo ya no es capaz de albergar el alma –y
se le conserva mediante tecnología– eso es que Dios ya le haya llamado a su
casa y el médico que le enchufa, más el obispo que lo bendice, más el político que
lo permite se están comportando en contra de la voluntad de Dios. Además, de
comportarse como unos completos hijos de puta. Porque encuentro dónde viene el
plazo mínimo de agonía para determinar que eres buen cristiano.
Al margen de
consideraciones católicas, apostólicas y romanas, hay que tener en cuenta que,
en este siglo veintiuno, ese tipo de premisas son aplicables a quienes quieran
cogerlas. Al resto, a los que decidimos pasar de tales doctrinas, esas cosas
nos quedan lejos. Dicen que la vida no es nuestra, pero los protagonistas de
ese relato de terror se consideran con la suficiente legitimación moral como
para tutelarnos en nuestras decisiones. A protegernos de nosotros mismos. No
estamos hablando de que seamos unos psicópatas, o unos violadores, o unos
ladrones agresivos que pretendamos llevarnos por delante a otras vidas humanas.
No, no es eso. Es que no nos apetece sufrir más de lo necesario. Habrá quien
acepte sufrir un poco, otros que quieran sufrir un poco más y otros que no
quieran sufrir una mierda. ¿Quién ha de determinar dónde está el grado óptimo
de sufrimiento que salvaguarde la rectitud ética y moral de una persona? Es
más, ¿por qué una persona tiene que ser ética y moral en el comportamiento que
le afecte a sí misma?
Yo tengo
claro cuál ha de ser el régimen legal de la muerte digna: que cada cual se lo
haga como le guste. Como se vea con ganas de aguantar. No critico al que quiera
estar enganchado a la máquina hasta que a ésta se le acaben las pilas, o hasta
que la Seguridad Social decida que ya vale de hacer gasto, y tampoco critico al
que no quiere verse convertido en una sombra de lo que antes fue. No es una
cuestión de buscar razones para permitir esto: es que no hay una sola razón
para impedirlo. Por eso, ya dejo dicho de antemano que, si me llega el momento
en que no pueda curarme de lo que tenga, dejadme morir con quiera acompañarme
en esos momentos; y, si puede ser consciente, pues casi mejor. Y, una vez
muerto, a todos los que se opongan, les podéis decir que ésta no pienso guardársela.
Alberto Martínez Urueña
04-05-2018
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