viernes, 4 de mayo de 2018

Hacéoslo como queráis


            Sobre este tema se han escrito ríos de tinta, porque atañe a una cuestión que no deja de resultar fundamental. Para todos. El que lo niegue tiene un problema mental severo. Os hablo de la muerte.

            En días como hoy en que nos ocupan la cabeza con cuestiones de todo tipo, unas importantes como la disolución de ETA, y otras completamente superfluas como los ejercicios de onanismo político que acometen con entusiasmo nuestros dirigentes, se nos pasa por alto que en las Cortes Generales están otra vez con lo de la muerte digna. Ya os podéis imaginar el panorama… El gallinero todo revuelto, la peña diciendo sandeces para salir en la foto, insultos, miradas agresivas… Nuestros políticos y sus esfuerzos por estar a la altura de la ciudadanía son encomiables. Aunque no lo consigan.

            El tema de la muerte es algo mucho más sencillo que todo esto. A mí modo de ver. En primer lugar, el suicidio no es delito. Hace un tiempo tuve las dudas al respecto, pero ya las solventé adecuadamente. Sólo faltaba… Otra cosa será lo que tenga que decir la conferencia episcopal al respecto, pero hoy en día podemos responderles que nos la suda sin tener dudas de si nos meterán en la trena. Lo único, procurad no acompañarlo con un “putos cuervos”, o un “que os den”, porque se ofenden, y ofenderlos a ellos es un delito contra la sensibilidad religiosa, o algo así que se inventaron para que te puedan meter la mano donde ellos quieran. Yo, personalmente, no tengo demasiado problema con el suicidio en sí; me preocupa más una sociedad desalmada que lleve a algunos de sus ciudadanos a querer terminar así su vida, sin darles las opciones de solucionar el problema que les lleve a ello.

            La muerte digna, de todas formas, es otra cosa. Tiene que ver con que se te agota la pila, llegas al final del calendario, y aquí, hay quien tiene la suerte de que viene de forma súbita, sorpresiva y, además, rápida. Pero hay otros a los que se les complica el tránsito, y lo que debería ser un tranquilo devenir por una autopista, se convierte en una tortuosa carretera de montaña. Pero no acaba aquí el símil, sino que imaginaros que, además, esa carretera no llegase a ninguna parte, sólo a un precipicio como el que tienes a tu derecha, pero después de muchas más vueltas y muchos más vómitos por el mareo. Una especie de nadar y nadar para morir en la orilla.

            Yo no tengo claro qué haré cuando me toque. Primero hay que ver de qué manera me sucede. Si resulta que, conduciendo mi coche, me destazo contra un árbol y me dejo los sesos expuestos sobre el volante, el debate se me acaba. Pero si resulta que me quedo tetrapléjico, vegetal y enganchado a una máquina de respiración asistida, no estaría demás poder elegir que me dejen de tocar los cojones. Exhalar un “iros a tomar por culo, degenerados” a esos a los que les gusta ver momias humanas enchufadas a un artilugio mecánico que alarga de manera artificial una vida que esa persona no quiere seguir viviendo. Y digo esto, como puedo hablar de cáncer terminal o cualquier otra marranadita de las que nos acaban torciendo el pico. Porque está muy bien eso de la religión de que nuestra vida no es nuestra, que es de Dios que nos la dio, y sólo él decide cuando nos toca espicharla. Pero precisamente por eso opino que si el cuerpo ya no es capaz de albergar el alma –y se le conserva mediante tecnología– eso es que Dios ya le haya llamado a su casa y el médico que le enchufa, más el obispo que lo bendice, más el político que lo permite se están comportando en contra de la voluntad de Dios. Además, de comportarse como unos completos hijos de puta. Porque encuentro dónde viene el plazo mínimo de agonía para determinar que eres buen cristiano.

            Al margen de consideraciones católicas, apostólicas y romanas, hay que tener en cuenta que, en este siglo veintiuno, ese tipo de premisas son aplicables a quienes quieran cogerlas. Al resto, a los que decidimos pasar de tales doctrinas, esas cosas nos quedan lejos. Dicen que la vida no es nuestra, pero los protagonistas de ese relato de terror se consideran con la suficiente legitimación moral como para tutelarnos en nuestras decisiones. A protegernos de nosotros mismos. No estamos hablando de que seamos unos psicópatas, o unos violadores, o unos ladrones agresivos que pretendamos llevarnos por delante a otras vidas humanas. No, no es eso. Es que no nos apetece sufrir más de lo necesario. Habrá quien acepte sufrir un poco, otros que quieran sufrir un poco más y otros que no quieran sufrir una mierda. ¿Quién ha de determinar dónde está el grado óptimo de sufrimiento que salvaguarde la rectitud ética y moral de una persona? Es más, ¿por qué una persona tiene que ser ética y moral en el comportamiento que le afecte a sí misma?

            Yo tengo claro cuál ha de ser el régimen legal de la muerte digna: que cada cual se lo haga como le guste. Como se vea con ganas de aguantar. No critico al que quiera estar enganchado a la máquina hasta que a ésta se le acaben las pilas, o hasta que la Seguridad Social decida que ya vale de hacer gasto, y tampoco critico al que no quiere verse convertido en una sombra de lo que antes fue. No es una cuestión de buscar razones para permitir esto: es que no hay una sola razón para impedirlo. Por eso, ya dejo dicho de antemano que, si me llega el momento en que no pueda curarme de lo que tenga, dejadme morir con quiera acompañarme en esos momentos; y, si puede ser consciente, pues casi mejor. Y, una vez muerto, a todos los que se opongan, les podéis decir que ésta no pienso guardársela.

 

Alberto Martínez Urueña 04-05-2018

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