Os lo juro
por la madre de Snoopy que cuando leí la noticia me froté las manos con
fruición y empecé a barruntar este texto. Por fin metralla de la buena, carnaza
para los tiburones, metida de pata hasta el corvejón. Porque no me podréis
negar que, después de haber escrito ríos de tinta sobre la moralidad y la decencia
económica, indicando cuáles han de ser los principios de todo ser humano o cosa
que se le parezca, lo de Pablo e Irene no tiene ni medio pase. Enhorabuena,
amigos de la derecha española, habéis conseguido la prueba para demostrar en
qué no se diferencian de vosotros esos de PODEMOS. A todos, izquierdosos o
derechones, nos gusta la buena vida, los coches caros, las casas grandes y las
cuentas corrientes abultadas.
Os voy a
contar un secreto: la contención o no del consumo impulsivo, del gasto, el
consumo responsable, o dicho de otra manera, la supresión de las necesidades
superfluas, vulgarmente llamadas caprichos, no depende de la ideología. Eso es
una convicción a la que algunas personas, pocas, llegan a lo largo de una vida
recorriendo un camino muy especial. El resto de los mortales, en el que nos
podemos incluir la mayoría, nos complace el simple hecho de consumir, sea lo
que sea, cada uno lo suyo. Pasamos de un producto a otro pensando que hacemos algo
nuevo, pero en realidad, únicamente nos movemos de forma compulsiva manipulados
por estímulos externos que nos convierten cosas fugaces en espejismos
permanentes. Por desgracia, vivimos en la cueva de Platón, y utilizo ese símil
para expresar que esto es propio del ser humano desde que existimos. Dicho de
otra manera, querer ser rico no es de izquierdas o de derechas; para bien o
para mal, es humano.
El charco en
el que se han metido estos dos bocachanclas ha sido precisamente por pretender ser
lo contrario. Que yo sepa, no son eremitas, no son monjes de clausura ni han
hecho voto de pobreza. Esa presunta ejemplaridad que pretendían tener cuando
denunciaron a De Guindos por comprarse una casa cara es ridícula, seas de
derechas o seas de izquierdas, solamente era la pretensión de hacer ruido para
tener visibilidad entre la gente que lo estaba pasando mal. Ahí radica, de
hecho, el gran problema de la izquierda en el siglo veintiuno: todavía no han
entendido que para ser de izquierdas no tienes por qué vivir en el arroyo, ser
pobre de pedir o un misionero que da su vida por los demás. El problema de la
izquierda en el primer mundo es que pretende seguir siendo la del tercero, pero
eso es imposible. Tiene que redefinirse, pero no lo consigue, acomplejada
precisamente por sí misma, por ser como es.
No engaño a nadie
si os digo que me considero rojo casi negro, eso está claro, pero también
sabéis que no me caso con ningún partido de izquierdas de los que veo en la
actualidad. Veo a esa izquierda como una ideología reaccionaria a la que si le
quitas el enemigo de derechas no sabría qué programa político plantear.
Construyen su mensaje en negativo, agrediendo al contrario, y eso repele a
mucha gente que, sin ser terrateniente o dueño del capital, ha alcanzado un
estatus social que no es el de una persona que vive en el arroyo y no tiene
para dar de comer a sus hijos tres veces al día. La gente ya no tiene ganas de
lanzarse a las barricadas, entre otras cosas, porque ya nadie se muere de
hambre en Occidente. Esa izquierda no entiende a una sociedad que no tiene
ganas de ser agresiva.
No me canso
de decirlo: ser de izquierdas no significa rehuir de la riqueza. Un tipo
emprendedor que monta una empresa y se forra puede ser de izquierdas o de derechas;
de hecho, desde mi punto de vista, puede ser lo que le dé la gana. La
diferencia entre la izquierda y la derecha desde un punto de vista económico es
otra, y afecta no a la existencia de ricos, sino a una pregunta muy sencilla:
¿qué hacemos con los pobres? Siempre he dicho que no tengo problemas con que
haya gente rica; lo que no quiero es que haya gente a la que la pobreza le robe
su dignidad como ciudadano.
Esto se desgrana
en dos preguntas más: la primera es ¿qué entendemos por pobre?; y la segunda,
¿hasta qué punto estamos dispuestos a redistribuir?, es decir, ¿hasta qué punto
estamos dispuestos a ayudar a los que menos tienen? De aquí se derivan otro par
de cuestiones muy interesantes para las que hay respuestas encontradas: ¿ayudar
a los necesitados puede ser económico? Hay ciertas corrientes ideológicas que
argumentan que la existencia de una capa social marginada y excluida genera una
inestabilidad social y un problema sobre el consumo que contrae a toda la
estructura económica, por lo que tener ciudadanos con un mínimo de capacidad
económica sería incluso positivo para los que más tienen, más allá de los
reparos que puedan tener en ayudar a alguien que consideran vago, haragán y que
no se lo merece. Otra pregunta interesante apelaría a la mayor o menor
humanidad de una sociedad en su conjunto para con sus débiles, marginados y
necesitados. Es una elección social que se compone de las elecciones
individuales de cada uno de nosotros.
En todo caso,
la izquierda debería entender que en el siglo XXI ya no sirve la misma dialéctica
de la revolución industrial, y a los hechos me remito. Mucho menos en una
sociedad globalizada e hiperconectada como la de hoy en día. Debería dejar de
construir discursos en contra de nadie y empezar a fabricar una dialéctica que
sea atrayente no sólo por lo que promete quitar a los ricos, sino por lo que
puede aportar para todos. Pasar de una dialéctica de guerra social anacrónica a
otra que sea inclusiva, positiva y constructiva en la que puedan integrarse diferentes
estratos sociales.
Alberto Martínez Urueña 18-05-2018
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