jueves, 8 de marzo de 2018

Eso del feminismo


            Hoy es día ocho de Marzo de dos mil dieciocho, yo soy rojo casi negro por ideología, y os pensaréis que os voy a hablar de la huelga, del derecho a la huelga, de cómo todos los derechos que disfrutamos –incluidos los vuestros, conservadores– son fruto de la lucha sindical, de piquetes agresivos, de reventarle la cabeza al que use la palabra feminazismo y, por supuesto, de cómo la agresividad del patriarcado está relacionado con la agresividad del capitalismo rampante que destroza nuestra sociedad porque destroza al individuo. Pero no, no voy a tocaros la moral con estos temas.

            Había pensado hablaros de feminismo, pero de eso no tengo ni puta idea. Yo no he trabajado en una empresa privada en la que toda la cúpula estuviera tomada por hombres conservadores y machistas, e incluso quizá del Opus Dei, organización religiosa y occidental contra la que no tengo nada en contra salvo un par de cosas concretas, como por ejemplo el maltrato al que someten de manera sistemática a las mujeres: es cierto, no las ponen un burka, ni las pegan, ni las desprecian en público. Al menos de manera directa, porque de manera indirecta lo hacen las veinticuatro horas del día con sus ideas, como por ejemplo la del origen del pecado que tan bien descrita fue por el Antiguo Testamento o por San Pablo–. Pero bueno, no son ni musulmanes ni inmigrantes, eso les salva. Con respecto a las empresas, ya sabéis, yo no he sufrido eso de los techos de cristal, lo de que para ascender tengas que hacer el doble o más que tus compañeros varones, que cobres menos y que llegues a un tope que no podrás franquear hagas lo que hagas. Y todo esto, sin entrar en posibles casos de acoso, eso que a cualquier ser humano le da asco, y si no le da, es que no es persona.

            Con respecto a lo de hablar de feminismo, ya os digo: no tengo ni puta idea. No me ha pasado tener que volver a casa con miedo a que me violen. A mí me daban miedo los putos nazis, los fachas de toda la vida, los garrulos, los que robaban, los borrachos que se te encaraban, los conductores borrachos… Es decir, lo mismo que a ellas, pero sin añadir que pudiera aparecer algún imbécil que quisiera obligarme a tener relaciones sexuales sin mi consentimiento. No digo que no haya hombres a los que les haya pasado, pero las estadísticas están a favor de mi comentario. Ojo, estando de camarero en el Master, o de portero en el Testa, sí que me sucedió que alguna chavala me dijera algo, o incluso en cierta ocasión, a una se le ocurrió la genial idea de agarrarme el glúteo izquierdo. Sé que los hombres dicen que debería haberme sentido estupendo, pagado el orgullo y como un macho cabrío, dispuesto a la berrea con quien fuese. Os digo con total sinceridad que me volví a la chica y la dije que ni se la volviera a ocurrir hacer una cosa semejante, y por supuesto, no la volví a hablar.

            Sobre el tema del feminismo hay mil ejemplos que se pueden poder de lo que es. El primero de los que me viene a la cabeza es la gilipollez esa del hombre de pecho henchido y mirada golosa que dice “yo ayudo con las tareas del hogar”. Os parecerá una tontería, pero los hombres no tenemos que ayudar, ni tampoco colaborar en tal o cual medida, ni estar esperando a que nos digan lo que tenemos que hacer. Simplemente, la casa es de los dos, los hijos son de los dos, las comidas y las cenas las comemos todos, y ya sabéis por dónde van los tiros. No se colabora, se comparten las tareas.

            Pero, como os decía, yo no voy a hablar de feminismo. A mí no me han marginado por ser inferior, no me han considerado de menos por ser bajito, mi aspecto físico no me ha condicionado, no me han cortado las alas en mi profesión –dentro de la función pública también hay problemas de este tipo, no os penséis que estamos libres–, no me han prohibido ser cirujano por ser mujer –y ver hombres desnudos– ni tampoco he tenido que soportar a un novio que considerase que tenía derecho a tener sexo cuando a mí no me apetece. Ojo, a mí me han mirado raro por llevar el pelo largo, por no ir bien vestido o por tener opiniones heterodoxas. Pero todo esto lo he elegido yo, no tiene que ver con algo que me viene de nacimiento y depende de que un gilipollas con pene –también las hay con vagina, pero no viene al caso– sufra alguno de los múltiples clichés, programaciones sociales, educaciones bastardas o ideas de retrasados mentales –con todo el respeto a los disminuidos mentales– incapaces de reconocer que cuando una mujer es capaz de ocuparse de una lavadora, tú también puedes hacerlo sin necesidad de preguntar. Y que cuando reclamas tu derecho al tiempo libre y al ocio a costa de que tu mujer tire del carro, tienes un nombre, y este es jeta.

            Ojo, yo no quiero hablar de feminismo, porque estoy seguro de que, a pesar de que todo lo que he dicho, me estoy olvidando de lo más importante. En mi caso, no es porque no quiera saberlo, sino porque no me ha tocado ni me va a tocar vivirlo. El único remedio que se me ha ocurrido, y que seguro que tengo que ir haciéndole evolucionar con el tiempo, es dejar de compararme con vosotras a ver qué es lo que hacéis con las obligaciones del día a día y ponerme a hacer lo que yo pueda sin poner escusas. Por supuesto, con todo, hacer lo posible para, en cada caso, trataros con absoluto respeto, exactamente igual que hago con los hombres. Pero además, y esto puede ser lo más relevante, asistir a la realidad social con las orejas y los ojos atentos y, sobre todo, humildes, para aprender continuamente todas esas cosas que me estoy dejando en el tintero, y reconocer mis fallos cuando toque, sin ponerle peros.

 

Alberto Martínez Urueña 8-03-2018

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