martes, 13 de marzo de 2018

Eso de los derechos


            Hay dos conceptos que están indisolublemente unidos, por mucho que nos pese a todos, sin excepción. Hablo de los derechos, ya sean derechos humanos, derechos civiles, derechos constitucionales, derechos laborales o los que os den la gana, que están directamente relacionados con una dicotomía fundamental como es la que se traza entre los que luchan por los derechos de todos y los que sólo son capaces de luchar por los propios. Iba a clasificarnos entre los que los roban y los que nos tenemos que defender del robo, pero hay quien, sin pretender robarles conscientemente los derechos a quienes les rodean, la defensa de los propios se convierte en algo tan amplio que se trastoca en una lucha de suma cero en la que su ganancia supone la pérdida por parte del resto.

            Efectivamente, hay personas cuya sensibilidad es tan grande que ver a otros disfrutar de sus derechos les resulta insufrible. La homosexualidad es el ejemplo más claro: hay personas con una piel tan sensible que ver a dos personas del mismo sexo dándose un beso, o incluso yendo de la mano por la calle, les supone una terrible infección en su moralidad ya previamente enferma. No digamos ya, hombres que ven a mujeres tomar sus propias decisiones. Son personas controladas por sus miedos, ven peligros donde no les hay, o directamente, alguna secta religiosa les tiene comidos el coco, ya sea secta musulmana, hebrea, católica o gitana. Son todas iguales, restringiendo lo que sus mujeres pueden hacer, convirtiéndolas en meras herramientas de las principales actuaciones que siempre son ejecutadas por los hombres. Y por supuesto, han de ser virtuosas, ya sabéis, o si no, son putas.

            Los derechos, del tipo que sean, han sido objeto de lucha durante siglos, han costado sangre, sudor y lágrimas, y quienes empezaron la lucha, en multitud de ocasiones, no vieron los resultados. Por eso, cuando hoy veo a personas miccionando sobre sus nombres y desvalorizando los resultados de su sufrimiento, me entran ganas de cometer algún disparate.

            Así que, lo siento, voy a cometerle: me disculpo de antemano por herir la sensibilidad de quien se sienta identificado con la siguiente tarascada, pero igualmente voy a escribirla. Tengo que hacerlo. Quede claro que respeto a las personas, pero no tengo por qué opinar igual que ellos, ni ellos igual que opino yo. Todas estas personas que hoy en día critican la lucha obrera –desde fuera, por supuesto, sin afiliarse a un sindicato ni secundar una sola protesta– no tienen ningún reparo en disfrutar del descanso dominical –no digamos ya del sábado–, de las pagas extraordinarias, del sufragio femenino, de la jornada semanal de cuarenta horas, de la sanidad universal, de la seguridad social o incluso de la abolición de la esclavitud. No digo que todos estemos obligados a la lucha activa, cada cual tiene su vida y sus obligaciones, pero al menos, deberíamos tener el sentido común de no denigrar el trabajo realizado por quienes han permitido que hoy en día no tengamos que rendir pleitesía a la iglesia ni pagarles el diezmo, que podamos expresar nuestras ideas, que tengamos derecho a una tutela judicial efectiva, que la extensión de la educación sea prácticamente absoluta –aunque la educación recibida pueda ser una mierda en algunos casos– o que no exista la posibilidad, como decía anteriormente, de que podamos convertirnos en un objeto propiedad de otra persona.

            Es muy fácil identificar al movimiento obrero con la ideología comunista, o la marxista, o la socialista, o la anárquica, y que cualquier persona que crea ser de derechas y conservadora no quiera oír ni hablar de la lucha sindical o de la dialéctica de clases. Respeto a la persona que haga esto, porque lo primero es el respeto a la persona, sin paliativos. Sin embargo, me permito afirmar en este texto que los derechos de huelga, el salario mínimo, las pensiones no contributivas, los derechos laborales, el derecho al descanso, el nuevo derecho a la desconexión, los permisos de maternidad y paternidad, los derechos de excedencia por el cuidado de hijos o a personas mayores, las figuras de las incapacidades temporales o permanentes para las personas que así se determine, los permisos por ingreso hospitalario o enfermedad grave, el permiso para acompañar a un hijo al médico o algo tan sencillo como poder tomar un café a mitad de mañana, todos estos derechos, digo, no fueron concedidos graciosamente por los dueños del capital y del poder, no fueron concedidos un día de borrachera en que se les ocurriera la idea al señor obispo y al señor feudal, no fueron ideados por Ford o Taylor mientras buscaban la forma de aumentar la producción. Todos estos derechos fueron conseguidos después de las reivindicaciones legítimas, dolorosas, sufridas y a veces muertas por parte del trabajador. Fueron duramente negociadas, arriesgándose no sólo a perder un día de salario, sino a perder el trabajo, y a veces hasta la vida. Hoy en día, en países no demasiado lejanos, siguen muriendo personas que quieren dignificar la figura del obrero. Del asalariado. De gente como tú y como yo. Por algo será.

            Por eso, aunque puedas considerar que los sindicatos dan asco, que están vendidos y que no valen para nada –que en algunos casos puede ser cierto–, puedes echar la vista atrás y ver lo que conseguimos gracias a la lucha obrera.  Y además, recapacitar sobre lo que puede suceder en los próximos años en este tiempo en que la gente no es que ha perdido la perspectiva y no luche por conseguir nuevos derechos, sino que ni siquiera lo hace por no perder los que ya tiene. Como si fueran inamovibles y hubieran llovido del cielo. La fuerza del individuo reside en su capacidad para agruparse y, por desgracia, nuestros enemigos han conseguido convertirnos en satélites desconectados a los que, en muchos casos, han logrado convencer de sus doctrinas. Pensad en lo que viene y si no queréis hacerlo por vosotros, mirad a vuestros hijos y pensadlo por un momento.

 

Alberto Martínez Urueña 9-03-2018

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