Hay dos
conceptos que están indisolublemente unidos, por mucho que nos pese a todos,
sin excepción. Hablo de los derechos, ya sean derechos humanos, derechos
civiles, derechos constitucionales, derechos laborales o los que os den la
gana, que están directamente relacionados con una dicotomía fundamental como es
la que se traza entre los que luchan por los derechos de todos y los que sólo
son capaces de luchar por los propios. Iba a clasificarnos entre los que los roban
y los que nos tenemos que defender del robo, pero hay quien, sin pretender
robarles conscientemente los derechos a quienes les rodean, la defensa de los
propios se convierte en algo tan amplio que se trastoca en una lucha de suma
cero en la que su ganancia supone la pérdida por parte del resto.
Efectivamente,
hay personas cuya sensibilidad es tan grande que ver a otros disfrutar de sus
derechos les resulta insufrible. La homosexualidad es el ejemplo más claro: hay
personas con una piel tan sensible que ver a dos personas del mismo sexo
dándose un beso, o incluso yendo de la mano por la calle, les supone una
terrible infección en su moralidad ya previamente enferma. No digamos ya,
hombres que ven a mujeres tomar sus propias decisiones. Son personas controladas
por sus miedos, ven peligros donde no les hay, o directamente, alguna secta
religiosa les tiene comidos el coco, ya sea secta musulmana, hebrea, católica o
gitana. Son todas iguales, restringiendo lo que sus mujeres pueden hacer,
convirtiéndolas en meras herramientas de las principales actuaciones que
siempre son ejecutadas por los hombres. Y por supuesto, han de ser virtuosas,
ya sabéis, o si no, son putas.
Los derechos,
del tipo que sean, han sido objeto de lucha durante siglos, han costado sangre,
sudor y lágrimas, y quienes empezaron la lucha, en multitud de ocasiones, no
vieron los resultados. Por eso, cuando hoy veo a personas miccionando sobre sus
nombres y desvalorizando los resultados de su sufrimiento, me entran ganas de
cometer algún disparate.
Así que, lo
siento, voy a cometerle: me disculpo de antemano por herir la sensibilidad de
quien se sienta identificado con la siguiente tarascada, pero igualmente voy a
escribirla. Tengo que hacerlo. Quede claro que respeto a las personas, pero no
tengo por qué opinar igual que ellos, ni ellos igual que opino yo. Todas estas
personas que hoy en día critican la lucha obrera –desde fuera, por supuesto,
sin afiliarse a un sindicato ni secundar una sola protesta– no tienen ningún
reparo en disfrutar del descanso dominical –no digamos ya del sábado–, de las
pagas extraordinarias, del sufragio femenino, de la jornada semanal de cuarenta
horas, de la sanidad universal, de la seguridad social o incluso de la
abolición de la esclavitud. No digo que todos estemos obligados a la lucha
activa, cada cual tiene su vida y sus obligaciones, pero al menos, deberíamos
tener el sentido común de no denigrar el trabajo realizado por quienes han
permitido que hoy en día no tengamos que rendir pleitesía a la iglesia ni pagarles
el diezmo, que podamos expresar nuestras ideas, que tengamos derecho a una
tutela judicial efectiva, que la extensión de la educación sea prácticamente
absoluta –aunque la educación recibida pueda ser una mierda en algunos casos– o
que no exista la posibilidad, como decía anteriormente, de que podamos
convertirnos en un objeto propiedad de otra persona.
Es muy fácil
identificar al movimiento obrero con la ideología comunista, o la marxista, o
la socialista, o la anárquica, y que cualquier persona que crea ser de derechas
y conservadora no quiera oír ni hablar de la lucha sindical o de la dialéctica
de clases. Respeto a la persona que haga esto, porque lo primero es el respeto
a la persona, sin paliativos. Sin embargo, me permito afirmar en este texto que
los derechos de huelga, el salario mínimo, las pensiones no contributivas, los
derechos laborales, el derecho al descanso, el nuevo derecho a la desconexión,
los permisos de maternidad y paternidad, los derechos de excedencia por el
cuidado de hijos o a personas mayores, las figuras de las incapacidades
temporales o permanentes para las personas que así se determine, los permisos
por ingreso hospitalario o enfermedad grave, el permiso para acompañar a un
hijo al médico o algo tan sencillo como poder tomar un café a mitad de mañana,
todos estos derechos, digo, no fueron concedidos graciosamente por los dueños
del capital y del poder, no fueron concedidos un día de borrachera en que se
les ocurriera la idea al señor obispo y al señor feudal, no fueron ideados por
Ford o Taylor mientras buscaban la forma de aumentar la producción. Todos estos
derechos fueron conseguidos después de las reivindicaciones legítimas,
dolorosas, sufridas y a veces muertas por parte del trabajador. Fueron
duramente negociadas, arriesgándose no sólo a perder un día de salario, sino a
perder el trabajo, y a veces hasta la vida. Hoy en día, en países no demasiado
lejanos, siguen muriendo personas que quieren dignificar la figura del obrero.
Del asalariado. De gente como tú y como yo. Por algo será.
Por eso,
aunque puedas considerar que los sindicatos dan asco, que están vendidos y que
no valen para nada –que en algunos casos puede ser cierto–, puedes echar la
vista atrás y ver lo que conseguimos gracias a la lucha obrera. Y además, recapacitar sobre lo que puede
suceder en los próximos años en este tiempo en que la gente no es que ha
perdido la perspectiva y no luche por conseguir nuevos derechos, sino que ni
siquiera lo hace por no perder los que ya tiene. Como si fueran inamovibles y
hubieran llovido del cielo. La fuerza del individuo reside en su capacidad para
agruparse y, por desgracia, nuestros enemigos han conseguido convertirnos en
satélites desconectados a los que, en muchos casos, han logrado convencer de
sus doctrinas. Pensad en lo que viene y si no queréis hacerlo por vosotros,
mirad a vuestros hijos y pensadlo por un momento.
Alberto Martínez Urueña
9-03-2018
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