En los
últimos tiempos, se ha puesto muy de moda hablar de ese grupo aparentemente tan
homogéneo como es de las víctimas. Hemos asistido espeluznados a un par de casos
seguidos como han sido los de Diana Quer y el niño Gabriel, y no queda más
remedio –al margen de la asquerosa forma de informar de algunos medios–, aunque
sucesos de este tipo llevan ocurriendo desde los albores de la humanidad.
Violaciones y asesinatos, digo, y otras truculencias, son descritas por las
culturas primigenias, lo que indica que no hay nada nuevo bajo el sol. Por
supuesto, las sociedades tienen que protegerse, sólo digo que seguirán
sucediendo hagamos lo que hagamos.
Y, por lo tanto,
seguiremos hablando de las víctimas. Del mismo modo que la condición humana
lleva impresa en su leitmotiv las emociones más profundas, y a la violencia
como una de sus representaciones más genuinas –aunque sea necesario reprimirla–,
también podemos mencionar de otra representación genuina de esas emociones: la
de hablar en nombre de otros, y también la de hacer grupos y clasificaciones, y
meter a todos en el mismo saco. Sin embargo, aunque parece complicado de
entender para esos clasificadores, no todas las víctimas reaccionan de la misma
manera ni con las mismas emociones. Así que, al hablar de las víctimas, habría
que saber de qué víctimas estamos hablando: si nos de las que confían en la
justicia, de las que no, de los que piden venganza, de los que piden cadena
perpetua o pena de muerte, de los que no la piden, o incluso, que también les
hay, aunque no son muchos, de los que hacen el esfuerzo de perdonar a sus
verdugos. No nos olvidemos, si hablamos de emociones, que la búsqueda de la
venganza es igual de vieja que nuestra raza, pero no por ello, todas las
víctimas la exigen.
En nombre de
las víctimas se hacen muchos comentarios. Todos nos hemos puesto –o más bien,
hemos pretendido– ponernos en su pellejo, y elucubrar lo que haríamos si nos
tocan a un hijo, o a un cónyuge. La mayoría planteamos soluciones propias de
una película de vaqueros, pero en la realidad, nadie hace nada más que
convertirse en un ser que sufre y se desmorona, y con el paso de los años,
aprende a reconstruirse de alguna manera. Únicamente me viene a la cabeza el
caso de la mujer que quemó al violador de su hija, y que se ha pasado unos años
entre rejas, y seguramente eso no le haya librado de reconstruirse.
Con el tema
de las víctimas, como digo, salen las personas ajenas a hablar en su nombre. No
me refiero a la marabunta que se reúne delante de una comisaría a pegarle
gritos al criminal, sino a nuestros representantes políticos. “Mensaje recibido”,
dicen, y entonces surgen ideas como lo de la prisión permanente revisable, o la
cadena perpetua, o como queráis llamarlo. Que puede estar muy bien, pero yo no
tengo las cosas demasiado claras lo reconozco. Sí que tengo claras cuáles son
las directrices que deben guiar cualquier tipo de decisión: ¿cuál es el
objetivo?, y si con las medidas planteadas, se puede conseguir. ¿La prisión
permanente revisable evita el delito? En algunos casos, evitará la reincidencia,
pero no el delito inicial. Derivado de lo anterior: ¿estamos dispuestos a pagar
el precio de dejar en la cárcel a personas que pueden cometer un nuevo delito,
pero que no tenemos claro que lo vayan a repetir? Yo no voy a medir nada, ni el
valor de unos u otros, y no voy a responder a estas preguntas; únicamente
planteo las que, creo, son cuestiones fundamentales a la hora de afrontar el
tema.
Si aceptamos
tomar en consideración la voluntad de las víctimas a la hora de legislar –cuestión
no demasiado clara– se nos plantean dos problemas: el primero, deriva, como
hemos visto, de toda una casuística de ellas; el segundo plantea otra cuestión
que me parece de igual relevancia: ¿a qué víctimas hacemos caso para legislar y
que así la sociedad les resarza del daño sufrido? Esto implica otra serie de
preguntas nada fáciles de resolver: ¿sólo resarciríamos en los casos en que hoy
haya tipificado un delito por ese daño o abrimos la puerta cualquier víctima?,
¿en qué tipo de daños debemos hacerles caso, y por qué en otros casos no?, ¿qué
diferenciaría a unas víctimas de otras, la gravedad del delito sufrido?, ¿por
qué ese criterio? No podemos olvidar que la palabra víctima no se refiere únicamente
a quienes han perdido un hijo a manos de un desalmado. La RAE contiene cinco acepciones
de la palabra. La última de todas reza “persona
que padece las consecuencias dañosas de un delito”, mientras que la tercera
abre la mano y determina que es víctima aquella “persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita”.
¿A qué víctimas escuchamos a la hora de legisla?
Os confieso
que yo no lo tengo claro. Los casos más truculentos son fáciles, ¿no? Un hijo
de puta que mata a sus dos hijos para hacer sufrir a la madre que se quiere
separar de él y lo vemos sencillo. Pero en este supuesto, en cuya condena las
tripas nos pedirían participar activamente, a ese hombre no le detuvo la
perspectiva de pasar cuarenta años a la sombra, y desde luego, salvo que se
haya dedicado a la procreación como hobby, el riesgo de reincidencia es
prácticamente nulo: cuando salga de la cárcel con setenta, ya no le va a dar
tiempo a engendrar a otros dos hijos, maltratar a su madre y, cuando ésta le
mande al infierno, volver a matarlos para darle su merecido. Quizá cuando
hablamos de prisión permanente revisable tengamos que recapacitar qué es lo que
perseguimos con ella, porque a lo mejor lo que queremos es un sistema penitenciario
en donde prime la venganza, y entonces tendríamos que reformar la constitución,
porque hoy por hoy, aunque lo pintemos de verde, con esta no se puede.
Alberto Martínez Urueña
19-03-2018