miércoles, 7 de febrero de 2018

Bioquímicamente condicionados


             Hace unos días debatía con mi amigo escritor – un fenómeno, os recomiendo cualquiera de sus libros– sobre la libertad de decisión de consumo de los seres humanos en este mundo occidental en el que nos movemos. Da gusto poder hablar con alguien a quien le gusta recapacitar sobre las cuestiones importantes de la vida, por cierto, porque te impulsa a profundizar en campos en los que puedes andar escaso de cimientos.

            Mi teoría al respecto de la libertad de elección en los diferentes mercados en los que interaccionamos como demandantes es que hay que buscar cuáles son los intereses de los oferentes, es decir, esas marcas que todos tenemos en la cabeza, cuando se gastan un gran porcentaje de sus beneficios en agresivas campañas de publicidad –los anglosajones lo llaman marketing–. Y a este respecto, podemos hacernos las películas mentales que queramos, pero su principal objetivo, su leitmotiv, su razón de ser no es otro que maximizar sus beneficios para garantizar su propia supervivencia. Es decir, pueden buscar, como segunda opción a maximizar, la satisfacción de las necesidades de sus clientes, la estabilidad emocional de sus trabajadores o las buenas prácticas empresariales con respecto al medioambiente, pero la primera de todas sus opciones será sobrevivir, y para eso, necesitan maximizar su beneficio.

            Este objetivo, el de la supervivencia, me parece absolutamente legítimo, y en el caso de los seres humanos, de hecho, me parece el principal de los objetivos, salvo casos extraordinarios en los que antepongas la vida de otros a la tuya propia. ¿Es un objetivo igual de legítimo en el caso de las empresas? La prepotencia del ser humano es infinita, y entre otras barbaridades que nos lleva a cometer, es considerarnos diferentes al resto de los seres vivos que campan por el planeta. Si os hablo de Pavlov a lo mejor os viene a la cabeza aquel experimento que realizó con sus perros en el que, provocados por un determinado estímulo condicionado con la obtención de una recompensa, en ese caso una campana y algo de comida, consiguió que, eliminada la comida, siguieran salivando ríos de babas cada vez que escuchaban el sonido de la campana. Nosotros no somos perros, eso está claro, y tenemos nuestras cabezas pensantes para poder discernir que, por mucho que suene la campana, no le vamos a hincar el diente a la carne si algún principio moral o ético nos dice que no es lo más correcto. Si yo fuera un Pavlov empresarial, lo tendría claro: pondría todos mis esfuerzos en hacer que la campana sonara lo más fuerte posible, y al mismo tiempo, eliminaría todos los obstáculos –por ejemplo, criterios morales– que pudieran producir que mis clientes potenciales vieran mi producto como algo pernicioso. Y además, si eliminar esos criterios morales también fuera visto como algo pernicioso, intentaría ocultarlo como fuera. Me permito citar aquí, por ejemplo, todos los esfuerzos que durante años realizaron las empresas tabaqueras en Estados Unidos para ocultar los informes médicos que establecían una relación causal inequívoca entre el consumo de su producto y las muertes por cáncer. Igual que los estudios sistemáticamente silenciados sobre la relación causal inequívoca entre el azúcar y la diabetes, la obesidad y la hipertensión arterial. O los estudios sobre el diésel y sus perjuicios sobre la salud pública, así como los informes de las grandes automovilistas y las emisiones de sus vehículos. No hace falta irse a las fábricas textiles de indonesia y reclamar mayor control sobre el trabajo infantil, cuestiones puestas en tela de juicio por empresarios por todos conocidos en los que se lavan las manos a través de subcontrataciones en el país de origen.

            El circuito bioquímico que determina los procesos de deseo y placer son ampliamente conocidos y están perfectamente documentados en multitud de estudios. Cómo funciona la dopamina para estimularnos ante algo deseado, y cómo funcionan las endorfinas parar recompensarnos una vez conseguido ese objeto del deseo está más que contrastado. Cuestiones tales como la lucha por el alimento o por la reproducción se basan en esta premisa, y en estas cuestiones, nuestro cuerpo funciona exactamente igual que el de un perro, un gato o un cerdo. El hambre no depende de nuestra cuenta corriente ni de nuestros criterios morales, y las ganas de un vis a vis con alguien que cumpla determinados criterios estéticos tampoco. Imaginaos que las grandes empresas multinacionales de nuestra sociedad capitalista encontrase la forma de sustituir alimento y sexo por sus productos: nos veríamos igualmente inclinados a consumir teléfonos móviles de gama alta, vehículos último modelo, tecnología avanzada, comida procesada, bebidas azucaradas, compras compulsivas, rebajas… Todo, cosas de las que no depende nuestra supervivencia, pero que su carencia puede llevar a generar una auténtica crisis de angustia a determinadas personas: hay quien tiene la firme creencia que su felicidad depende de lograr alguno de los ejemplos expuestos. Y si no es firme su creencia, su angustia se encarga de que no olvide que ha de conseguirlo.

            Todo esto está documentado, no es una teoría de la conspiración que haya publicado Iker Jimenez en Cuarto Milenio. El último estudio que he localizado habla de cómo las redes sociales han convertido la búsqueda de información y la consecución de “me gustas” en alimento y sexo, activando el mismo circuito biológico de deseo y satisfacción. Ante este panorama, seguir argumentado que somos individuos plenamente libres es admisible, por supuesto, pero el titánico esfuerzo que supone no verse condicionado por todo lo anteriormente expuesto puede suponer que la inmensa mayoría de individuos prefieran mirar para otro lado y seguir viviendo en una arcadia feliz bioquímicamente manipulada, viviendo un “Sí a las drogas” inconsciente.

 

Alberto Martínez Urueña 7-02-2018

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