Hace unos
días debatía con mi amigo escritor – un fenómeno, os recomiendo cualquiera de
sus libros– sobre la libertad de decisión de consumo de los seres humanos en
este mundo occidental en el que nos movemos. Da gusto poder hablar con alguien
a quien le gusta recapacitar sobre las cuestiones importantes de la vida, por
cierto, porque te impulsa a profundizar en campos en los que puedes andar escaso
de cimientos.
Mi teoría al
respecto de la libertad de elección en los diferentes mercados en los que
interaccionamos como demandantes es que hay que buscar cuáles son los intereses
de los oferentes, es decir, esas marcas que todos tenemos en la cabeza, cuando se
gastan un gran porcentaje de sus beneficios en agresivas campañas de publicidad
–los anglosajones lo llaman marketing–. Y a este respecto, podemos hacernos las
películas mentales que queramos, pero su principal objetivo, su leitmotiv, su razón
de ser no es otro que maximizar sus beneficios para garantizar su propia
supervivencia. Es decir, pueden buscar, como segunda opción a maximizar, la
satisfacción de las necesidades de sus clientes, la estabilidad emocional de
sus trabajadores o las buenas prácticas empresariales con respecto al
medioambiente, pero la primera de todas sus opciones será sobrevivir, y para
eso, necesitan maximizar su beneficio.
Este
objetivo, el de la supervivencia, me parece absolutamente legítimo, y en el
caso de los seres humanos, de hecho, me parece el principal de los objetivos,
salvo casos extraordinarios en los que antepongas la vida de otros a la tuya propia.
¿Es un objetivo igual de legítimo en el caso de las empresas? La prepotencia
del ser humano es infinita, y entre otras barbaridades que nos lleva a cometer,
es considerarnos diferentes al resto de los seres vivos que campan por el
planeta. Si os hablo de Pavlov a lo mejor os viene a la cabeza aquel
experimento que realizó con sus perros en el que, provocados por un determinado
estímulo condicionado con la obtención de una recompensa, en ese caso una
campana y algo de comida, consiguió que, eliminada la comida, siguieran
salivando ríos de babas cada vez que escuchaban el sonido de la campana.
Nosotros no somos perros, eso está claro, y tenemos nuestras cabezas pensantes
para poder discernir que, por mucho que suene la campana, no le vamos a hincar
el diente a la carne si algún principio moral o ético nos dice que no es lo más
correcto. Si yo fuera un Pavlov empresarial, lo tendría claro: pondría todos
mis esfuerzos en hacer que la campana sonara lo más fuerte posible, y al mismo
tiempo, eliminaría todos los obstáculos –por ejemplo, criterios morales– que
pudieran producir que mis clientes potenciales vieran mi producto como algo
pernicioso. Y además, si eliminar esos criterios morales también fuera visto
como algo pernicioso, intentaría ocultarlo como fuera. Me permito citar aquí,
por ejemplo, todos los esfuerzos que durante años realizaron las empresas
tabaqueras en Estados Unidos para ocultar los informes médicos que establecían
una relación causal inequívoca entre el consumo de su producto y las muertes
por cáncer. Igual que los estudios sistemáticamente silenciados sobre la
relación causal inequívoca entre el azúcar y la diabetes, la obesidad y la
hipertensión arterial. O los estudios sobre el diésel y sus perjuicios sobre la
salud pública, así como los informes de las grandes automovilistas y las
emisiones de sus vehículos. No hace falta irse a las fábricas textiles de
indonesia y reclamar mayor control sobre el trabajo infantil, cuestiones
puestas en tela de juicio por empresarios por todos conocidos en los que se lavan
las manos a través de subcontrataciones en el país de origen.
El circuito
bioquímico que determina los procesos de deseo y placer son ampliamente conocidos
y están perfectamente documentados en multitud de estudios. Cómo funciona la
dopamina para estimularnos ante algo deseado, y cómo funcionan las endorfinas
parar recompensarnos una vez conseguido ese objeto del deseo está más que
contrastado. Cuestiones tales como la lucha por el alimento o por la
reproducción se basan en esta premisa, y en estas cuestiones, nuestro cuerpo
funciona exactamente igual que el de un perro, un gato o un cerdo. El hambre no
depende de nuestra cuenta corriente ni de nuestros criterios morales, y las
ganas de un vis a vis con alguien que cumpla determinados criterios estéticos
tampoco. Imaginaos que las grandes empresas multinacionales de nuestra sociedad
capitalista encontrase la forma de sustituir alimento y sexo por sus productos:
nos veríamos igualmente inclinados a consumir teléfonos móviles de gama alta,
vehículos último modelo, tecnología avanzada, comida procesada, bebidas
azucaradas, compras compulsivas, rebajas… Todo, cosas de las que no depende
nuestra supervivencia, pero que su carencia puede llevar a generar una
auténtica crisis de angustia a determinadas personas: hay quien tiene la firme
creencia que su felicidad depende de lograr alguno de los ejemplos expuestos. Y
si no es firme su creencia, su angustia se encarga de que no olvide que ha de
conseguirlo.
Todo esto
está documentado, no es una teoría de la conspiración que haya publicado Iker
Jimenez en Cuarto Milenio. El último estudio que he localizado habla de cómo
las redes sociales han convertido la búsqueda de información y la consecución
de “me gustas” en alimento y sexo, activando el mismo circuito biológico de
deseo y satisfacción. Ante este panorama, seguir argumentado que somos
individuos plenamente libres es admisible, por supuesto, pero el titánico esfuerzo
que supone no verse condicionado por todo lo anteriormente expuesto puede
suponer que la inmensa mayoría de individuos prefieran mirar para otro lado y
seguir viviendo en una arcadia feliz bioquímicamente manipulada, viviendo un “Sí
a las drogas” inconsciente.
Alberto Martínez Urueña
7-02-2018
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