Circunstancias
te da la vida para que te plantees lo que es el paso hacia la muerte. Podemos
vivir de espaldas a ella todo el tiempo que queramos, que antes o después no te
queda más remedio que enfrentarte a ella. No hablo sólo de la propia, que cada
uno afrontará con el grado de terror que le pueda suponer, unos más y otros
menos, según su nivel de serenidad y de sabiduría al respecto alcanzada, pero
no deja de ser un paso al vacío del que, racionalmente, no sabemos un carajo.
Muertes hay
de todos tipos, de gente rica y de la pobre, con o sin violencia, mayores y
jóvenes… No hay un punto que puedas considerar libre de ella, por mucho que la
ley de los grandes números nos indique cuál es la esperanza de vida según países
o según épocas. Hay un montón de soportes racionales sobre los que apuntalar
posibles lógicas, pero a la hora de la verdad, la muerte es de una sencillez
absoluta. Simplemente dejas de ser; en mayor o menor medida, pero dejas de ser,
para convertirte en otra cosa. Los espejismos de la vida nos llevan a pensar
que a lo largo de toda la existencia terrena conservamos algo de lo que somos,
aunque no sepamos exactamente lo que es. ¿El alma? Pudiera ser, pero os dejo
esas disertaciones a los que creáis, pero también sepáis explicarlas, en ellas.
Lo que sucede
después de la muerte ha tratado de ser explicado por todas las religiones que
en el mundo son, y las que han sido. Desde las monoteístas con su arrebato ante
la presencia de la divinidad a las sucesivas reencarnaciones hindúes, o las
budistas. Desde las religiones panteístas y su pléyade de dioses a las
naturalistas en las que el ciclo de la vida nos convierte a todos en una misma
cosa, antes o después. ¿Qué más da? Creáis lo que creáis, cuando llega la
muerte, te enfrentas a ella como buenamente puedes, y los que se quedan en esta
tierra, absurdamente llamada por determinados grajos “valle de lágrimas”, lo
padecen dentro de sus propias posibilidades.
Hay de todo.
Quienes lo llevan de forma serena y quienes se desesperan. Cada uno hace lo que
puede dentro de sus posibilidades, y en estos casos, pocos juicios quedan por
hacer. He visto llorar a descendientes por sus padres muertos a los casi cien
años y también a los descendientes de padres muertos antes de lo que la
estadística decía que debería ser. Dicen que las circunstancias importan, pero
más allá de ellas, en todos casos, lo que siempre he visto es dolor. Dolor
sincero, del insoslayable y ante el que hay que ser absolutamente respetuoso.
No nos corresponde a nadie juzgar cómo se toman los deudos el fallecimiento de alguien
cercano. Ni siquiera a ellos mismos.
El problema
que arrastramos por nuestra mente inconformista deriva de nuestra necesidad de
explicación. Por qué a mí, por qué tan pronto, por qué de esta manera, por qué…
Si en cuestiones totalmente absurdas en las que salimos perjudicados tenemos la
prepotencia de considerarnos acreedores de una explicación suficiente, en el
caso de la muerte corremos el riesgo de cometer la misma insensatez. De alguna
manera, pensamos que nos merecemos una explicación para nuestro dolor, y como
no la obtenemos, pero no cejamos en el empeño de obtenerla, generamos un
sufrimiento que en ocasiones puede ser terriblemente destructivo. Para nosotros.
A veces duele tanto que caemos en el error de buscarle un motivo más allá del
propio hecho que nos lo causa, intentando, pobres borregos, encontrar la
ecuación matemática que nos lleve a la resolución del problema. De forma
inconsciente, por supuesto, el miedo a que ese dolor sea insoportable y además
perpetuo, nos lleva a querer solucionarlo como sea, antes de tiempo; sin
embargo, así lo alargamos.
El auténtico
camino, el único verdaderamente lógico si me permitís, es aceptar que a veces
la vida duele, igual que otras veces es fuente de satisfacción, de placer, de
alegría o de felicidad. Es humano tratar de hallar la forma de curarnos un
brazo roto, de que no nos duela, de que se cure lo más rápidamente posible y
nos permita poder volver a llevar una vida satisfactoria con las dos
extremidades superiores a pleno rendimiento. Agradezco infinitamente a la
investigación científica los métodos y herramientas hallados a lo largo de la historia
médica, y les insto para que sigan haciéndonos la vida más saludable. Sin
embargo, el dolor que produce la muerte es otra cosa.
Es cierto que
somos procesos químicos, y que la desazón que nos produce la ansiedad de la
pérdida se podrá explicar desde esa perspectiva, y solucionar en mayor o menor
medida mediante antidepresivos. Sin embargo, interrumpir el flujo de agua de un
desagüe para evitar que nos inunde el garaje durante no impide que siga
lloviendo. Ante la lluvia sólo puedes esperar a que escampe, y da igual que sea
la tormenta violenta de una muerte repentina a una edad temprana o que sea la
lluvia fina de una muerte serena y tranquila, esperada, pero no por ello menos
dolorosa. Porque al final, lo que nos duele es la pérdida, ese hueco que queda
vacío para siempre y que no se llena, y con el que sólo el paso del tiempo nos
enseñará a vivir. Por eso, los auténticamente sabios no se rebelan, sino que
aceptan con humildad absoluta que la vida a veces duele, y esperan acurrucados
a que se pase ese dolor tan profundo. Saben que, en este caso, las matemáticas
o la química no sirven y el único aprendizaje verdadero nos lo trae el tiempo,
y sólo cuando la mente, suficientemente abierta, es capaz de aprender la
lección que la vida tenga a bien traerte. Y esto ocurre para todo lo importante.
Alberto Martínez Urueña
18-01-2018
Pd: Sé que aquí todo el mundo tendrá algo que decir. De
antemano aseguro que en modo alguno mi intención ha sido ofender.
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