jueves, 18 de enero de 2018

Lecciones de la vida y de la muerte

            Circunstancias te da la vida para que te plantees lo que es el paso hacia la muerte. Podemos vivir de espaldas a ella todo el tiempo que queramos, que antes o después no te queda más remedio que enfrentarte a ella. No hablo sólo de la propia, que cada uno afrontará con el grado de terror que le pueda suponer, unos más y otros menos, según su nivel de serenidad y de sabiduría al respecto alcanzada, pero no deja de ser un paso al vacío del que, racionalmente, no sabemos un carajo.


            Muertes hay de todos tipos, de gente rica y de la pobre, con o sin violencia, mayores y jóvenes… No hay un punto que puedas considerar libre de ella, por mucho que la ley de los grandes números nos indique cuál es la esperanza de vida según países o según épocas. Hay un montón de soportes racionales sobre los que apuntalar posibles lógicas, pero a la hora de la verdad, la muerte es de una sencillez absoluta. Simplemente dejas de ser; en mayor o menor medida, pero dejas de ser, para convertirte en otra cosa. Los espejismos de la vida nos llevan a pensar que a lo largo de toda la existencia terrena conservamos algo de lo que somos, aunque no sepamos exactamente lo que es. ¿El alma? Pudiera ser, pero os dejo esas disertaciones a los que creáis, pero también sepáis explicarlas, en ellas.

            Lo que sucede después de la muerte ha tratado de ser explicado por todas las religiones que en el mundo son, y las que han sido. Desde las monoteístas con su arrebato ante la presencia de la divinidad a las sucesivas reencarnaciones hindúes, o las budistas. Desde las religiones panteístas y su pléyade de dioses a las naturalistas en las que el ciclo de la vida nos convierte a todos en una misma cosa, antes o después. ¿Qué más da? Creáis lo que creáis, cuando llega la muerte, te enfrentas a ella como buenamente puedes, y los que se quedan en esta tierra, absurdamente llamada por determinados grajos “valle de lágrimas”, lo padecen dentro de sus propias posibilidades.

            Hay de todo. Quienes lo llevan de forma serena y quienes se desesperan. Cada uno hace lo que puede dentro de sus posibilidades, y en estos casos, pocos juicios quedan por hacer. He visto llorar a descendientes por sus padres muertos a los casi cien años y también a los descendientes de padres muertos antes de lo que la estadística decía que debería ser. Dicen que las circunstancias importan, pero más allá de ellas, en todos casos, lo que siempre he visto es dolor. Dolor sincero, del insoslayable y ante el que hay que ser absolutamente respetuoso. No nos corresponde a nadie juzgar cómo se toman los deudos el fallecimiento de alguien cercano. Ni siquiera a ellos mismos.

            El problema que arrastramos por nuestra mente inconformista deriva de nuestra necesidad de explicación. Por qué a mí, por qué tan pronto, por qué de esta manera, por qué… Si en cuestiones totalmente absurdas en las que salimos perjudicados tenemos la prepotencia de considerarnos acreedores de una explicación suficiente, en el caso de la muerte corremos el riesgo de cometer la misma insensatez. De alguna manera, pensamos que nos merecemos una explicación para nuestro dolor, y como no la obtenemos, pero no cejamos en el empeño de obtenerla, generamos un sufrimiento que en ocasiones puede ser terriblemente destructivo. Para nosotros. A veces duele tanto que caemos en el error de buscarle un motivo más allá del propio hecho que nos lo causa, intentando, pobres borregos, encontrar la ecuación matemática que nos lleve a la resolución del problema. De forma inconsciente, por supuesto, el miedo a que ese dolor sea insoportable y además perpetuo, nos lleva a querer solucionarlo como sea, antes de tiempo; sin embargo, así lo alargamos.

            El auténtico camino, el único verdaderamente lógico si me permitís, es aceptar que a veces la vida duele, igual que otras veces es fuente de satisfacción, de placer, de alegría o de felicidad. Es humano tratar de hallar la forma de curarnos un brazo roto, de que no nos duela, de que se cure lo más rápidamente posible y nos permita poder volver a llevar una vida satisfactoria con las dos extremidades superiores a pleno rendimiento. Agradezco infinitamente a la investigación científica los métodos y herramientas hallados a lo largo de la historia médica, y les insto para que sigan haciéndonos la vida más saludable. Sin embargo, el dolor que produce la muerte es otra cosa.

            Es cierto que somos procesos químicos, y que la desazón que nos produce la ansiedad de la pérdida se podrá explicar desde esa perspectiva, y solucionar en mayor o menor medida mediante antidepresivos. Sin embargo, interrumpir el flujo de agua de un desagüe para evitar que nos inunde el garaje durante no impide que siga lloviendo. Ante la lluvia sólo puedes esperar a que escampe, y da igual que sea la tormenta violenta de una muerte repentina a una edad temprana o que sea la lluvia fina de una muerte serena y tranquila, esperada, pero no por ello menos dolorosa. Porque al final, lo que nos duele es la pérdida, ese hueco que queda vacío para siempre y que no se llena, y con el que sólo el paso del tiempo nos enseñará a vivir. Por eso, los auténticamente sabios no se rebelan, sino que aceptan con humildad absoluta que la vida a veces duele, y esperan acurrucados a que se pase ese dolor tan profundo. Saben que, en este caso, las matemáticas o la química no sirven y el único aprendizaje verdadero nos lo trae el tiempo, y sólo cuando la mente, suficientemente abierta, es capaz de aprender la lección que la vida tenga a bien traerte. Y esto ocurre para todo lo importante.

 

Alberto Martínez Urueña 18-01-2018

 

Pd: Sé que aquí todo el mundo tendrá algo que decir. De antemano aseguro que en modo alguno mi intención ha sido ofender.

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