martes, 9 de enero de 2018

El valor del tiempo


            Sabéis que suelo despotricar contra la economía en general, y contra la economía neoliberal en particular. Si algo aprendí en mis clases sobre la gestión comercial que realizan las empresas con el objetivo de captar, fidelizar y retener a sus clientes –quizá lo conozcáis con su palabra anglosajona, marketing, que sería algo así como mercadear– es que la economía no es tan aséptica como les gustaría a los defensores del libre mercado. En realidad, eso del libre mercado no deja de ser otra utopía más que han utilizado todos aquellos organismos, empresas y personas físicas para utilizar una información privilegiada de la que disponen y que, por su propia definición, rompe las reglas de esa libertad de mercado perfecta y utópica. En realidad, el libre mercado se ha impuesto sobre otras posibilidades no porque sea más justo, sino porque es el que más beneficia a los poderes económicos sin que las grandes masas se enteren demasiado de lo que les están haciendo. De hecho, haciéndolas creer que fuera de esta doctrina sólo cabe el desastre. Puedo ver a mis amigos defensores de esta teoría diciéndome que, en realidad, es la mejor solución imperfecta que hemos encontrado, como la democracia, pero éste sería un debate interminable. La gestión comercial busca generar una demanda inexistente generando una necesidad en el consumidor, y de esta manera, provocar el consumo, normalmente masivo, de sus productos. Esto que, en principio tiene defensores y detractores, se conjuga con lo de la información privilegiada, que no dejaría de ser, por ejemplo, todos esos estudios sociológicos y psicológicos sobre el comportamiento de los seres humanos como organismos consumidores a los que tienen acceso unos pocos y que utilizan para condicionar el comportamiento de los individuos objetivo del estudio y del mercado en donde se pretenda mover la empresa.

            Pero eso a la gente no le interesa. Lo que sí que está en boca de todos es lo de la privacidad versus seguridad, y hay quien dice que no tiene nada que ocultar, que no le importa que le vigilen las comunicaciones, que le graben con cámaras por la calle o que le puedan parar para pedirle la documentación de manera aleatoria. Todos pensamos que no cometemos delitos, y que por tanto, no tenemos nada que ocultar, y preferimos que nos monitoreen en mayor o menor medida en aras de una mayor seguridad. A pesar de que nadie nos ha dicho cómo una mayor vigilancia evita el delito. Ahora, pensad por un momento en toda esa publicidad que os aparece en vuestro navegador de internet que, curiosamente, son productos que pretenden venderte en función de tu historial de navegación. Desde luego, no cometéis un delito entrando en una página de ventas por internet, verbigracia, para comparar precios, pero cuando los siguientes siete días te bombardean sistemáticamente con productos que no tienes muy claro si comprar o no, es indudable que te están condicionando. Entregas tu privacidad y ellos la utilizan para condicionarte, o lo que es lo mismo, manipularte, en su propio beneficio. Que tú creas que una oferta ajustada a tu personalidad es positivo, puede significar que tienes muy poca personalidad auténticamente propia, sino que más bien sufres la personalidad que te han creado mediante todo el bombardeo mediático sobre el hiperconsumo que sufrimos casi desde que nacemos. Nos pensamos libres, y eso está bien cuando lees una novela sobre realidades distópicas como 1984, de Orwell, y la comparas con la realidad en la que vivimos; sin embargo, la libertad que disfrutamos se parece más a la de las orejeras del burro. La realidad es mucho más amplia de lo que nos permiten ver, y si no hacemos el esfuerzo de mirar hacia los lados –y uno de los pilares sobre los que se asienta la sociedad capitalista es precisamente no ofrecer ningún incentivo para hacerlo– la información de la que dispondremos a la hora de tomar una decisión será más reducida.

            Y suelo hablar mal de la economía en general, y sobre la neoliberal en particular, pero tiene un punto positivo que se imbrica directamente con mi disertación anterior. Como las decisiones se toman de manera individual, pero la sociedad es la suma de sus individuos, esto nos permite comprobar cuál es la escala de valores de una sociedad concreta. No en vano, España está entre los países con el precio de la energía más elevado, mientras que tenemos los precios del alcohol más reducidos de nuestro entorno. Intenta ahora aumentar el precio del alcohol para desincentivar su consumo entre los más jóvenes al tiempo que fomentas el autoabastecimiento energético –como hacen Alemania o los países nórdicos– y comprobarás cuál es la respuesta en las calles. Supongo que sería muy parecida a la que observamos cuando los becerros de oro de la sociedad actual desfilan ante los juzgados por sus prácticas para evadir al fisco.

            En realidad, todo tiene un valor –que no un precio– y dentro de éste se encuentra el valor que tiene el tiempo para nosotros. El tiempo necesario para informarnos adecuadamente y actuar en consecuencia. El tiempo necesario para formarnos y que no nos valga cualquier tipo de distracción arrojada desde la caja tonta, que de tonta no tiene nada. El tiempo necesario para verdaderamente ser libres, y distinguirla de esa ridícula caricatura a la que ha quedado reducida, en la que la sociedad capitalista del hiperconsumo, la palabra libertad.

 

Alberto Martínez Urueña 9-01-2018

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