jueves, 14 de diciembre de 2017

Sobre las opiniones


            Hay una cuestión que parece generalizarse en estos días, aunque es igual de común a nuestra historia que la propia estupidez humana. Hace varios años, mayo de dos mil nueve, escribí un artículo por motivo de determinadas sujetas que se permitieron la dudosa confianza –por supuesto, yo no se la había dado– para aconsejarme con toda su prosapia y sabiduría que no me casase con la que es ahora mi mujer. Yo, en un alarde de estoica paciencia, en lugar de mandarles a tomar por donde amargan los pepinos, escuché tranquilo y al final les di las gracias por sus opiniones, pero les indiqué que no había nada que pudieran decirme para que cambiara de parecer. Eso que en un caso tan claro nos parece un aberrante caso de intromisión, es algo que se produce, por desgracia, de manera sistemática en nuestra sociedad: opinar sobre cosas que ni te van ni te vienen. Por supuesto, no seré yo el que coarte la libertad de cada uno para opinar sobre lo que le venga en gana: de hecho, es lo que hago yo con mis textos, pero con una salvedad. Intento que la lectura sea amena, y además, antes de que empecéis a leer, ya sabéis de qué va este rollo, no os pillo a traición como hicieron conmigo en una oscura cocina de un oscuro chalet de la zona norte de Madrid.

            No seré yo quien coarte la libertad de nadie de abrir la boca, o la bocaza, pero no dejaré que me arrebaten a mí no ya la opción de disentir, que por supuesto, si no la posibilidad de no tomar en consideración los comentarios, tal y como hice con aquellas sujetas. Hay personas que piensan que por el hecho de saber rebuznar ya se merecen un auditorio completo, igual que hay quien se piensa que las gracias que hace su hijo nos tienen que hacer gracia al resto. Por desgracia para ellos, ni sus opiniones ni sus hijos gozan de esas prerrogativas.

            Hoy en día, esto de opinar se ha convertido en algo más que un defecto del que a veces hay que cuidarse: se ha convertido en una obligación social cuyo incumplimiento es sancionado y castigado por la masa. Decir que no tienes una opinión formada sobre algo es visto de forma rara, pero si además añades que no te da la gana gastar tu tiempo y tu esfuerzo en hacerlo, te conviertes en un paria. A fin de cuentas, hoy en día ya no se pide el más mínimo rigor a la hora de opinar de lo que sea, ya estemos hablando del cambio climático y sus efectos sobre las ciudades costeras o de la crianza de la gamba roja de Almería. En realidad, da igual lo que digas: lo importante es que lo digas.

            Esto no deja de ser la vieja canción de siempre: en España –no sé cómo respiran en otros países, admito comentarios–, cada españolito sabe de medicina más que su médico de cabecera y más que el especialista; sabe más que el seleccionador nacional, más que el entrenador de su equipo y, por supuesto, mucho más que el irresponsable niñato que entrena el equipo de alguno de sus bastardos; sabe más que el profesor que les da clase a estos últimos y por eso tiene derecho a ponerles a escurrir; sabe cómo hacer controles de la actividad gubernamental y por eso los que nos dedicamos a ello y no lo atajamos somos cómplices de la corrupción –y además curramos menos que nada, porque somos funcionarios–; sabe más de investigación que un catedrático que trabaje en el CSIC, y sabe infinitamente más de economía que un doctor honoris causa por la Universidad de Harvard. Es indudable que sabe mucho más que todas esas estadísticas con las que los expertos –los listillos, dicen ellos– les llevan la contraria, y cualquier dato que les toque los cojones es una teoría de la conspiración, o directamente la inefable y malévola condición humana que afecta a todos menos a ellos y a sus conocidos. Y a los tuyos, si acaso tienes algún médico, profesor, entrenador, controlador público, etcétera. Por supuesto, esta irresistible incompetencia que rodea al españolito le da pie para utilizar todos los insultos que le vengan a la cabeza, porque lo único que está haciendo es definirles y, si acaso, echarse unas risas con los amigos. Que se esté comportando como un perfecto imbécil es algo que no tiene relevancia, porque la ética propia es algo de lo que en el siglo de las verdades subjetivas tiene poca importancia.

            Esto tiene una derivada perversa: España tiene en su haber el mayor número de intelectuales ampliamente considerados, pero en el extranjero. Nunca se cumplió, desde que los brutos del pueblo apedrearon a Jesús, lo de que no es posible ser profeta en la propia tierra. Las descripciones, más o menos acertadas, basadas en sus conocimientos, llegarán a los españolitos, esos que saben de todo y siempre mucho más que cualquiera, dispuestos a desmontar el argumento y sus conclusiones. Y a insultarle, por supuesto, porque va en el lote. Así, de esa manera, y unido a una curiosa característica del ibérico porcino que consiste en “saber de qué se habla para oponerme”, reverso gracioso de la envidia, uno de los vicios por cierto más españoles, se consigue el circulo perfecto: que cualquier solución medianamente versada y preclara sea atacada desde todos los ángulos, despreciada de manera sistemática y arrojada al olvido, dejándonos incapaces como siempre desde hace siglos, con las viejas, y erradas, soluciones que nos llevan condenando tanto tiempo. Da igual quien me robe, ya sabéis, siempre y cuando sea de los míos, porque a fin de cuentas, roban todos, y si no lo hacen es porque no pueden. El discurso del cínico, por cierto, que evidencia su propio fracaso, pero que también cercena cualquier progreso cierto y nos deja en las fauces de los lobos.

 

Alberto Martínez Urueña 14-12-2107

1 comentario:

José María Velasco dijo...

Hola de nuevo Alberto, que gozada leerte, tengo un enlace directo a tu blog para no perderme. Lo de las tres sujetas, me llega hondo, yo también las sufrí, en 1992, al casarme por lo civil y no por lo criminal. Estas con nombre y padrino. Me explico, son Santa Impertinencia, Santa Intransigencia y Santa Desvergüenza, armas estas de san Josemari, marques de Peralta, a las que se refiere en su máxima 399 de Camino.
En otoño visite la ciudad romana de Cluni, y allí un espontaneo, con mucho arte, para hacernos ver la acústica del anfiteatro, se subió al estrado fingiendo ser un burro en la Carrera de San Jerónimo, pidió espacio en el tugurio, lo cual rechazaron y este replico diciendo que como era posible si todos los allí presentes rebuznaban mucho mejor que él.
Eres muy joven pero quizás recuerdes que otro Josemarí, (el que viajaba a Quintanilla a ofrecer sus triunfos de guerra, ante la tumba de un tal Enésimo Circular). A la mama de este le hacían mucha gracia sus chistes y él se lo creyó de tal manera, que a todo su gabinete y ministros, les costó Dios y Ayuda convencerle que dejara de contarlos.
Sobre el nivel cultural de los españoles, te mando un enlace de un artículo de David Torres, “Filosofía para españoles”, a quien leo a diario como a ti por el paralelismo.
http://blogs.publico.es/davidtorres/2015/10/07/filosofia-para-espanoles/

Un fuerte abrazo y Feliz 2018

José María Velasco