Son varios
los artículos en los que he escrito de manera tangencial sobre este tema,
prometiendo tocarlo cuando llegase el momento. Éste ha llegado, motivado por
varios artículos que me han llegado; y el primero sería un artículo que he
releído hace poco sobre la manera en que las redes sociales nos están
convirtiendo en seres incapaces de centrarnos lo suficiente como para leer un
texto completo de una cierta extensión. No digamos ya un libro… La presencia de
hipervínculos en las páginas de todo tipo a las que accedemos y cómo bailamos
de unas a otras hace que nos quedemos en los titulares, y de esta manera, en lo
superfluo, sin descubrir los detalles. Lo que enriquece.
También ha
llegado a mis manos otro artículo sobre la agresividad en los comentarios que
se pueden leer en las redes sociales. Según el artículo no es cierto que haya
crecido, pero posteriormente habla sobre un estudio en el que se demostró que
la empatía y la capacidad para conectar con otra persona disminuye según su
mensaje nos llegue directamente de una conversación presencial, o bien un
discurso audiovisual, o bien mediante un texto escrito. Esto demuestra que,
instintivamente, el respeto que sentimos por nuestros interlocutores virtuales
es muy inferior al que sentimos cuando hablamos a la cara –no hablo de miedo a
que nos la rompan, que sería otra cosa–. Tenemos un problema si las redes
sociales hacen que nuestras relaciones, las que sean, se vean privadas del
respeto más absoluto por las personas.
Estas redes sociales,
además, forman parte del llamado Big Data que analiza nuestros comportamientos
y, en aras de facilitarnos las búsquedas, nos ofrece aquellos contenidos que
cree que pueden aproximarse a nuestros gustos y nuestras inclinaciones.
Corremos el riesgo de ver únicamente aquello que nos gusta, ya sean videos de
gatitos, o noticias sobre corrupción, pero todas del mismo corte. Los medios de
comunicación tienen suficientes incentivos para ofrecer visiones sesgadas que
fidelicen a sus lectores y no una información aséptica y objetiva que pueda
entrar en discrepancia con sus ideas y, por tanto, perderles. Y no olvidemos de
que las grandes corporaciones –que ya dominan los medios– no quieren personas
formadas, quieren fieles consumidores.
Otra
interesantísima cuestión hace referencia a cómo la introducción de las nuevas
tecnologías en las aulas está produciendo una reducción del rendimiento
intelectual de nuestros alumnos. No me extiendo en este tema, y os recomiendo
que busquéis bibliografía al respecto si tenéis intención de discrepar. No seré
yo el que pretenda cerrar la boca a nadie: eso se lo dejo a la ciencia.
Siempre he
dicho que no soy un neoludista contrario al avance tecnológico, pero este debe
cumplir determinados requisitos. No hablo únicamente de esa frase hecha de que
la máquina ha de estar al servicio del hombre, y no al contrario, tan usado
cuando hablamos de la esclavitud que puede provocar del uso desproporcionado y
desmedido de estas nuevas tecnologías. Hablo de algo más profundo –que en parte
puede venir de lo anterior, pero no sólo– como es el propio deterioro humano
que puede producir, como esa falta de concentración de la que hablaba y que,
ojo, ya está demostrada. No estoy hablando de cuestiones que se pongan en tela
de juicio, son hechos que ya se han constatado.
La tecnología
es uno de los hitos más brillantes de nuestra historia: la capacidad de
proveernos de energía para lograr una mejora de sus diferentes sociedades ha
provocado, como siempre digo, que nuestros hijos no mueran por las enfermedades
del invierno gracias a los avances médicos, de construcción y aislamiento, así
como en las calefacciones. Sin embargo, no todo es tan luminoso. Por poner un
ejemplo que creo suficientemente claro, os diré que se empieza a hablar de
forma seria, en según qué países, de robots que acompañen a las personas
enfermas, o mayores, y puede parecer una gran medida, pero sólo si la vemos de
forma desconectada de la realidad que subyace. La tecnología nos ofrece un
mundo más cómodo, más descansado, con menos conflictos personales y con mayor
información. Hasta que el exceso de información hace de ella un monstruo
ingobernable y las redes sociales nos polarizan y nos convierten en caricaturas
agresivas de lo que podríamos ser. Y hasta que la comodidad nos impide ofrecer
algo de calor humano a quienes más lo necesitan, y lo sustituimos por el calor
de una batería de litio. Sólo diré que el tiempo ha terminado legitimando
cuestiones que anteriormente se consideraban auténticas barbaridades.
La tecnología
no hará que seamos distintos seres humanos que los que venimos siendo desde los
inicios, y que, para el que le interese, los autores clásicos de todas las
culturas del mundo ya describieron, con nuestras pasiones, nuestras tragedias,
nuestros amores… La lucha entre el Bien y Mal interno que todos llevamos en las
tripas no se va a solucionar con una frase fácil en Facebook, ni con un Me
gusta a una foto de Instagram. El sentido del libre albedrío, de la elección
humana, y por tanto el de la propia vida van a seguir siendo los mismos, tendremos
que seguir buscándoles, y seguiremos condenados a sufrir –elegir, o no– los
cantos de sirena que pretenden llevarnos hasta las islas de nuestra perdición.
Alberto Martínez Urueña
12-12-2017
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