Con lo del
tema de la manada, lo de esos cinco señores –véase la ironía– a los que están juzgando
se pueden entresacar varios debates tangenciales muy interesantes. El primero y
fundamental tiene que ver con la culpabilización de las víctimas. Es evidente
que nadie en su sano juicio va a decir expresamente que las víctimas de
violación son culpables directas, pero en los grises está precisamente el
problema. Yo soy el primero que abogo por la libertad de las personas, una
libertad que llega hasta donde no se ofenda al resto, siempre que el resto no
tenga la piel demasiado fina. Es como lo de los besos de los homosexuales: si
te ofenden, puedes empezar a echarte árnica. Por mi parte, prefiero rasparte a
ti esa piel de papel de arroz que prohibirles a ellos que puedan tener una
demostración de cariño en público. Pero son gustos, está claro. Con respecto a
lo de las víctimas, cualquier imbécil que acuse a una mujer por llevar poca
ropa, estar borracha o drogada o no haberse resistido convenientemente debería
ir pidiendo habitación en un psiquiátrico, porque está muy malito de la cabeza.
Otra cosa es
que alguien quiera hacer un juicio valorativo sobre los peligros que entrañan
vivir en sociedad. Hay que tener clara una diferencia fundamental: el mundo que
nos gustaría que fuera y el que es en la práctica. El primero nos sirve para
identificar la meta utópica que, a pesar de ser inalcanzable, debe servirnos de
brújula que nos marque el camino. Pero no podemos olvidar que, por muy buenas
intenciones que nosotros tengamos, en las calles hace frío, hay lobos que
quieren devorarnos, y por mucho que reclamemos nuestro derecho a andar libres y
seguros, puede que el atracador, el agresor o el violador de turno no le
respete. Y tenemos que defendernos. Yo rechazo de plano la violencia, pero sé
de manera fehaciente que hay personas que la utilizan a discreción y pueden
intentar hacerme daño, y que buenos razonamientos no les frenarán en su
propósito, así que considero adecuado adoptar las medidas necesarias para evitarlo.
Pero por encima de todo, la culpa es de quien viola, de quien agrede, del que,
en libre uso de sus capacidades físicas, las usa de la manera más desalmada.
Claro, otra
cosa es llevar esto al otro extremo. Os voy a ser sincero: me gustan las
mujeres, más cuando son guapas, y si llevan ropa elegante, y además lo hacen en
público, creo razonable e, incluso, conveniente, echar un vistazo. Ojo, no me
quedo exclusivamente en un placer estético: para eso me pago la entrada de un
museo. ¿Eso es punible? Sinceramente, no lo creo, siempre que respete ciertos
límites; no en vano, la raza humana se extinguiría en unas pocas décadas si
prescindiéramos de tales impulsos. ¿La mujer ha de sentirse agredida si alguien
intenta flirtear con ella? No lo creo; otra cosa distinta será si, manifestada
su negativa, la insultan, la menosprecian o incluso la violan. Por mucho que
ciertos botarates argumenten que hay una fina y delgada línea roja entre la
negativa real y la ficticia, si alguien dice “no” de la forma que sea –verbal o
por medio de su actitud física– no debería haber lugar a las dudas. Y si
alguien defiende eso de que “quería decir sí cuando dijo que no”, ya sabéis:
habitación del psiquiátrico. Yo como persona –iba a decir como hombre, pero
esto es universal, aunque lo sufran más ellas, por lo de los estereotipos– no
me arriesgo a que me la jueguen con una falsa negativa. Sobre todo, porque
mayoritariamente no son falsas.
Más
cuestiones que se pueden sacar de este juicio tienen que ver con lo de las
redes sociales. Esos lugares en donde cada burro puede soltar su relincho
particular. Fantoches que se dicen de izquierdas –seguro que si les hablas del
caso de los titiriteros la cosa cambia– piden limitar las declaraciones que los
abogados de la defensa hayan hecho en el legítimo ejercicio legal que están
realizando. Hay mucho botarate suelto que, como no sabe discriminar sus
principios en una escala de valores adecuada, se olvida de que, si bien la
víctima tiene derecho a la justicia, los defendidos tienen derecho a la
presunción de inocencia y a una defensa efectiva en un juicio con todas las
garantías legales posibles. Sus abogados, en base a estos derechos, y a la
obligación de proporcionar la mejor defensa posible a sus clientes, tienen
atribuida la posibilidad de planificar la estrategia que estimen oportuna,
siempre que no vulneren la Ley.
Las redes
sociales, la extensión de Internet y desorbitada cantidad de información a la
que tenemos acceso nos ha convertido en seres desprotegidos en mitad de la
niebla. No es que no haya faros, es que el mar está repleto de ellos y es
imposible saber a cuál de todos seguir. Vivimos en un sistema dirigido
específicamente a que no seamos capaces de ver nuestro propio faro interno, ése
que nos permitiría encontrar la dirección correcta a Ítaca. En esta democratización
de la información se nos exige, en lugar de a informarnos de manera adecuada, que
expresemos nuestra opinión, que nos posicionemos ante cualquier vicisitud por
irrelevante que sea o por muy lejos que nos quede. Y además, nos crea una
ficción en la que –que por supuesto– nuestra
opinión está al mismo nivel que la de, en este caso, un catedrático de derecho
penal con veinticinco años de juicios a sus espaldas. Y sinceramente, yo no soy
tan experto. Ni tan soberbio.
Alberto Martínez Urueña
30-11-2017
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