No es lo
mismo hablar de los valores de una persona que hablar de su escala de valores. Todos
tenemos valores humanos, morales, éticos… Hablar de la bondad, de la
honorabilidad, o de la honestidad es algo fácil. Es como lo de la tolerancia:
todos tenemos claro el concepto. Todos, salvo aquellos que se dicen tolerantes
hasta que les ponen delante algo que se distancie de sus ideas, o incluso que
ni tan siquiera entiende, y entonces lo juzga de manera despiadada. Pero aquí
cada uno que se mire las piteras.
Es más
complicado el asunto de la escala de valores porque necesita de una reflexión
profunda por parte del implicado para realizar una clasificación de tales ideas
que permita discriminar entre las más relevantes y las que no lo son tanto. Es decir,
aquellas cuyo cumplimiento antepondrías al cumplimiento de las otras. De alguna
manera, lo hacemos constantemente desde que nos levantamos por las mañanas con
un montón de cosas, muchas de ellas superfluas, como cuando optamos por tomar
café o zumo, o las dos cosas. En otras cuestiones es más peliagudo, porque
hemos de tener en cuenta multitud de variables. Todos tenemos claro que hemos
de cuidar el medio ambiente, y más hoy en día en que nos encontramos en mitad
de una sequía que en realidad es lo del cambio climático; sin embargo, todas
las mañanas cogemos nuestro coche y conducimos desde casa hasta nuestro puesto
de trabajo. Esto, que puede parecer en muchos casos inevitable, entronca con
otra cuestión añadida: cuáles son nuestras preferencias a la hora de adquirir
una vivienda. Es evidente que la primera de todas ellas es nuestra restricción
presupuestaria, pero si consideramos iguales precios, la cosa cambia: la
decisión de dónde alquilamos o compramos una casa no viene determinada por
nuestras convicciones medioambientales; o al menos, ésta no es la principal de
las variables que atendemos en la ecuación que debemos resolver para tomar la
decisión.
Digo que
hacemos estas discriminaciones de manera continua y es cierto, pero no lo es
menos que la mayoría de las veces nos ocurre de manera inconsciente –o no tan
inconsciente, y nos autoengañamos, pero eso ya es problema de cada uno– y el problema
de las decisiones que tomamos de manera inconsciente es que no sabemos qué
factores están influyendo sobre ellas. No sabemos de dónde nos llega la
información que nos perturba, no controlamos los intereses ajenos, y por lo tanto,
actuamos no ya sólo con un piloto automático cuyos criterios marcamos nosotros,
sino que los marcan otros. Otras personas, corporaciones, instituciones
públicas, etcétera, cuyos intereses no tienen por qué coincidir con los nuestros,
y en cuestiones de valores y la escala con que los ordenamos –o decimos tener–
mucho menos. Con respecto a los intereses de las grandes corporaciones
hablaremos en otro momento, pero sí que deberíamos tener claros cuáles son los
nuestros para evitar tomar decisiones que nos perjudiquen.
La realidad a
la que nos enfrentamos todos los días nos exige, de hecho, que prioricemos unas
opciones sobre otras. Una cuestión tan prosaica como decidir entre el ocio y la
obligación nos pone en esta tesitura constantemente, porque tenemos la frase de
“no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy” contrapuesta a esa palabra tan
desconocida y tan misteriosa como es procrastinar, que a mí me descubrió una
persona entrañable a la que conozco como Fito. Un tipo interesante. La elección
entre ambas posturas, que puede parecer obvia no lo es tanto si consideramos
que el ritmo de vida al que nos vemos sometidos de manera inconsciente, por
tanto no elegida por nosotros en un acto de voluntad consciente, nos lleva
inexorablemente a un perjuicio serio de salud física y mental. De hecho, lo
hace, aunque la mayoría de las personas no se den cuenta, e incluso estarían
dispuestas a negarlo o a defenderlo con uñas y dientes. Esta resistencia es muy
significativa, os lo aseguro, pero es materia para un texto completo.
Es necesario
discriminar y elegir a qué damos importancia, porque si no lo hacemos, nos
viene de fuera. Nos hacen creer que una cuestión es importante, o incluso
fundamental, cuando en realidad no es así. Detrás de esta cortina de humo nos
van ocultando decisiones que sí que nos afectan directamente de manera muy
negativa, y ni nos enteramos. Quizá sí, pero de una manera tangencial, como una
escena fuera de cámara que no sirve a la trama principal, cuando en realidad
ofrece mucha más información de la que inicialmente pensamos. Estamos centrados
en lo que ellos quieren, y salirse de ello es complicado, incluso puede estar
mal visto. Te pueden llegar a acusar de cosas que no has hecho y a culpar de
cuestiones sobre las que nada tienes que ver. Eso de la equidistancia, o lo del
populismo.
Por todo
esto, porque yo sí que quiero tener claras mis ideas y la escala que existe
entre ellas, aunque haya fuerzas jugando en mi contra, voy a dejar de hablar
del tema catalán, porque me tiene hasta los mismos cojones. Cada vez que veo
las noticias adyacentes, las que nos han colado en este tiempo, sólo puedo
echarme a llorar amargamente por la mierda de democracia que tenemos en este
país llamado España al que los españoles se empeñan en apuñalar de manera
sistemática con sus gilipolleces, sus orgullos heridos y su infantil visión
cortoplacista . Así que he decidido que tengo suficiente, me vale con ser
víctima en esta cuestión, pero me declaro en rebeldía con lo de ser verdugo: prefiero
dejar mi culo a salvo del mordisco de las hienas que sólo quieren alimentarse
de mi conciencia dispersa, dirigida por los grandes canales de comunicación en
una dirección interesada, mientras la tragedia sucede a mis espaldas. Allá cada
cual con su escala de valores.
Alberto Martínez Urueña
7-11-2017
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