martes, 11 de julio de 2017

Organismos de control


            Una de las cuestiones principales y que, debido al trabajo que desarrollo, más me inquietan en los últimos tiempos tiene que ver con una de las cuestiones que más os inquietan a vosotros, o al menos, eso infiero de las conversaciones que mantengo con algunos, tanto de las que tenemos de viva voz como por correo. De una forma u otra, al final, después de tratar los diferentes problemas comunes que nos afectan, llegamos todos a la misma conclusión, que es la desvergüenza con la que los partidos políticos utilizan y manipulan los poderes del Estado.

            Hoy mismo salta a la palestra un asunto aparcado desde hacía un par de semanas relativo a la sustitución del juez Velasco por el titular de la plaza que éste ocupaba en la Audiencia Nacional, el juez García Castellón. Hasta aquí nada relevante, nada que no se pueda explicar desde la propia legislación laboral de la función pública. El problema reside en la forma en la que ha salido el primero –su designación en el nuevo puesto ha sido impugnada por varios compañeros de carrera– y también en las conversaciones en que uno de los imputados en uno de los casos, Ignacio González, pretendía que se cargaran al juez Velasco para que él pudiera entenderse con el juez García Castellón. No hace falta pensar mucho para ver el conflicto.

            Pero no acaban aquí las injerencias. El caso del fiscal anticorrupción, por poner un ejemplo, sería paradigmático, pero después, cuando empiezas a bucear en las entrañas de la propia administración empiezan a surgir dudas al respecto del control efectivo que se realiza por los órganos controladores, tanto jurídicos como económicos, de la actividad llevaba a cabo por los dirigentes políticos. Aquí no se escapa ninguno, y las conversaciones mantenidas con personas relacionadas con estos órganos de control que profesan diferentes ideologías no dejan lugar a dudas: hay evidentes problemas de independencia entre quien vigila y el vigilado cuando es este último el responsable de nombrar a los dirigentes de los primeros no hace sino menoscabar la confianza que se pueda depositar en éstos. Hablo de cómo el poder político se ha asegurado la posibilidad de nombrar a los miembros –o tener mayoría de puestos a su disposición– del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional, de la cúpula de la Agencia Estatal de la Administración Tributaria, al Interventor General, al presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, a varios miembros de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, a los miembros de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, y así un largo etcétera, sin contar que en las Comunidades Autónomas se han duplicado algunos de estos órganos con la justificación –razonable o no, según a quien preguntes– de la independencia de gestión de los diferentes niveles administrativos de la organización del Estado español.

            Es evidente que la posibilidad de que el poder político meta la zarpa en estos organismos controladores no implica necesariamente que lo haga. No tenemos por qué pensar que si dejas el gallinero con la puerta abierta y le das un plano al zorro, indicando en donde están los pollos más tiernos, éste vaya a entrar y preparar un desaguisado. Y no soy partidario del cinismo prejuicioso que considera que todas las personas tienden a la corrupción y si les das la posibilidad la van a coger en la práctica totalidad de los casos, pero entendedme que tenga mis serias dudas.

            Todavía recuerdo los monólogos rubalcareños al respecto de que el poder político no podía ni debía permitir que la Justicia se convirtiera en un terreno donde los jueces pudieran hacer y deshacer sin ningún tipo de control procedente del poder soberano que emana de las Cortes Generales. Lo decía con esa forma de hablar que tienen los grandes oradores conforme a la cual si no entiendes el razonamiento es que eres gilipollas, pero sin ofender. Sólo es que eres un poco bobo, nada más, pero cierra la boca y hazle caso al profesor. Por desgracia, este tipo de actitudes, más todo el chorreo de corrupción que sale en prensa sobre hechos consumados que deberían haberse parado antes de ser cometidos –labor que hacemos, o deberíamos poder hacer, quienes nos dedicamos al control del gasto público–, más las jugadas judiciales como la de Moix o García Castellón –que no digo que haya nada, pero lo parece– ponen en tela de juicio de manera severa el funcionamiento de nuestras instituciones y, en última instancia, el funcionamiento de nuestro Estado de Derecho. Un Estado de Derecho que únicamente puede sobrevivir en base a la aplicación estricta de la ley, pero que sin la fiabilidad de esos órganos controladores, zozobra como el Titanic, herido por un iceberg de dudas e incertidumbres que socavan la confianza del ciudadano.

            Así que la conclusión a la que llegué hace ya tiempo es que lo del control por parte del órgano del que emana la soberanía popular es una frase superchula, pero en la práctica es la ley de la omertá en la que nadie dice nada para poder seguir controlando el tema. No me fio de los políticos más de lo que me fío del ciudadano de a pie, y del mismo modo que no confiaría en una policía nombrada por delincuentes, no puedo menos que reclamar órganos de control independientes de aquellos a los que hay que vigilar con cien ojos. Y a la praxis me remito.

 

Alberto Martínez Urueña 11-07-2017

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