Una de las
cuestiones principales y que, debido al trabajo que desarrollo, más me
inquietan en los últimos tiempos tiene que ver con una de las cuestiones que
más os inquietan a vosotros, o al menos, eso infiero de las conversaciones que
mantengo con algunos, tanto de las que tenemos de viva voz como por correo. De
una forma u otra, al final, después de tratar los diferentes problemas comunes
que nos afectan, llegamos todos a la misma conclusión, que es la desvergüenza
con la que los partidos políticos utilizan y manipulan los poderes del Estado.
Hoy mismo
salta a la palestra un asunto aparcado desde hacía un par de semanas relativo a
la sustitución del juez Velasco por el titular de la plaza que éste ocupaba en
la Audiencia Nacional, el juez García Castellón. Hasta aquí nada relevante,
nada que no se pueda explicar desde la propia legislación laboral de la función
pública. El problema reside en la forma en la que ha salido el primero –su designación
en el nuevo puesto ha sido impugnada por varios compañeros de carrera– y también
en las conversaciones en que uno de los imputados en uno de los casos, Ignacio
González, pretendía que se cargaran al juez Velasco para que él pudiera
entenderse con el juez García Castellón. No hace falta pensar mucho para ver el
conflicto.
Pero no
acaban aquí las injerencias. El caso del fiscal anticorrupción, por poner un
ejemplo, sería paradigmático, pero después, cuando empiezas a bucear en las
entrañas de la propia administración empiezan a surgir dudas al respecto del
control efectivo que se realiza por los órganos controladores, tanto jurídicos como
económicos, de la actividad llevaba a cabo por los dirigentes políticos. Aquí
no se escapa ninguno, y las conversaciones mantenidas con personas relacionadas
con estos órganos de control que profesan diferentes ideologías no dejan lugar
a dudas: hay evidentes problemas de independencia entre quien vigila y el
vigilado cuando es este último el responsable de nombrar a los dirigentes de
los primeros no hace sino menoscabar la confianza que se pueda depositar en
éstos. Hablo de cómo el poder político se ha asegurado la posibilidad de nombrar
a los miembros –o tener mayoría de puestos a su disposición– del Consejo
General del Poder Judicial, del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional, de
la cúpula de la Agencia Estatal de la Administración Tributaria, al Interventor
General, al presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, a varios
miembros de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, a los
miembros de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, y así un
largo etcétera, sin contar que en las Comunidades Autónomas se han duplicado
algunos de estos órganos con la justificación –razonable o no, según a quien
preguntes– de la independencia de gestión de los diferentes niveles
administrativos de la organización del Estado español.
Es evidente
que la posibilidad de que el poder político meta la zarpa en estos organismos
controladores no implica necesariamente que lo haga. No tenemos por qué pensar
que si dejas el gallinero con la puerta abierta y le das un plano al zorro,
indicando en donde están los pollos más tiernos, éste vaya a entrar y preparar
un desaguisado. Y no soy partidario del cinismo prejuicioso que considera que
todas las personas tienden a la corrupción y si les das la posibilidad la van a
coger en la práctica totalidad de los casos, pero entendedme que tenga mis
serias dudas.
Todavía
recuerdo los monólogos rubalcareños al respecto de que el poder político no
podía ni debía permitir que la Justicia se convirtiera en un terreno donde los
jueces pudieran hacer y deshacer sin ningún tipo de control procedente del
poder soberano que emana de las Cortes Generales. Lo decía con esa forma de
hablar que tienen los grandes oradores conforme a la cual si no entiendes el
razonamiento es que eres gilipollas, pero sin ofender. Sólo es que eres un poco
bobo, nada más, pero cierra la boca y hazle caso al profesor. Por desgracia,
este tipo de actitudes, más todo el chorreo de corrupción que sale en prensa
sobre hechos consumados que deberían haberse parado antes de ser cometidos –labor
que hacemos, o deberíamos poder hacer, quienes nos dedicamos al control del
gasto público–, más las jugadas judiciales como la de Moix o García Castellón –que
no digo que haya nada, pero lo parece– ponen en tela de juicio de manera severa
el funcionamiento de nuestras instituciones y, en última instancia, el
funcionamiento de nuestro Estado de Derecho. Un Estado de Derecho que
únicamente puede sobrevivir en base a la aplicación estricta de la ley, pero
que sin la fiabilidad de esos órganos controladores, zozobra como el Titanic,
herido por un iceberg de dudas e incertidumbres que socavan la confianza del
ciudadano.
Así que la
conclusión a la que llegué hace ya tiempo es que lo del control por parte del órgano
del que emana la soberanía popular es una frase superchula, pero en la práctica
es la ley de la omertá en la que nadie dice nada para poder seguir controlando
el tema. No me fio de los políticos más de lo que me fío del ciudadano de a
pie, y del mismo modo que no confiaría en una policía nombrada por
delincuentes, no puedo menos que reclamar órganos de control independientes de
aquellos a los que hay que vigilar con cien ojos. Y a la praxis me remito.
Alberto Martínez Urueña
11-07-2017
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