miércoles, 26 de julio de 2017

¿Cuándo lo sabré?



 

            - ¿Cuándo sabré si lo estoy haciendo de la manera correcta? – inquirió el joven.

            - Cuando no necesites preguntártelo. – le respondió el anciano, con su sonrisa habitual.

            El joven le miró, hasta cierto punto perplejo, y abrió a boca para volver a preguntar, para insistir, pero el anciano levantó la mano y le ofreció un trozo del queso que estaban comiendo. Se lo ofreció con una ligera inclinación de cabeza, entregándole nuevamente su sonrisa, y el joven cogió aquel dorado y sudoroso trozo de queso curado, observándole con si se tratase de un libro repleto de líneas incomprensibles.

            Yo había continuado siguiéndoles en aquel viaje hacia ninguna parte. Todavía recuerdo, cuando han pasado varios años, el primer contacto que tuve con ellos y cómo sentí la curiosidad de saber por dónde les llevarían sus pasos. Con el tiempo, esos pasos se convirtieron en los míos, y comprendí que puedes andar un camino ya pisado como si fuera nuevo. Cualquier lugar era bueno para verles cómo se detenían y comenzaban su plática; y en cada una de esas paradas, he buscado la manera de acercarme sin ser visto, escondido, para poder escuchar sus desconcertantes palabras.

            Como aquella vez. Sus pasos nos habían llevado por un pequeño bosque umbrío, cerca de un riachuelo que no había visto, pero que sí que podía escuchar desde donde me encontraba, detrás de unos arbustos, sentado con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol derribado por el viento. Había conseguido un trozo de carne seca en el último pueblo por el que habíamos pasado. Le había ofrecido ayuda a una mujeruca que intentaba hacer arrancar la bomba de agua de su pozo artesano, pero el motor se le había gripado y no lo conseguía. Yo soy algo habilidoso para las tareas manuales, y le solucioné el problema; a cambio, quiso pagarme y yo le acepté aquel trozo de carne curada y un mendrugo de pan que guardaría para la cena.

            La pregunta que había hecho el joven, aquella tarde en que el calor del verano quedaba aplacado por el frescor que la lluvia de la noche pasada le había dado al bosque, me había hecho aguzar los oídos, y les veía por una pequeña rendija que el arbusto había fabricado para mis ojos furtivos.

            - Las personas saben que es algo importante. – dijo el anciano, mirando en derredor suyo, acariciando la naturaleza con sus pupilas brillantes. – Saben que el origen de todo está precisamente ahí, pero lo saben con las tripas, y por desgracia ya no saben escuchar su lenguaje. Necesitan palabras, conceptos, clasificaciones…

            - ¿Y no es normal que los necesiten?

            - Es inevitable, pero al mismo tiempo absurdo. Cuando quiere saber si la espina de una rosa es aguda y dañina, el niño le aprieta con la yema aterciopelada de su índice, y entonces adquiere una sensación nueva, y aprende. Cuando necesita hacer una suma o una multiplicación, utilizará su mente analítica y racional para saber que dos más dos siempre es cuatro. Sin embargo, cuando quiera saber qué significa querer a alguien, ¿a cuál de estas dos herramientas recurrirá?

            El joven se quedó igual de anonadado que yo, buscando darle una respuesta al anciano, a pesar de saber que ninguna podría resolver la encrucijada.

            - ¿A ninguna de ellas? – acertó a decir.

            El anciano soltó una carcajada que resonó entre los troncos de los árboles e hizo callar momentáneamente el trino de los pájaros. Después cogió un nuevo pedazo de queso y se lo llevó a la boca, saboreándolo con cuidado, con los ojos entrecerrados.

            - ¿Por qué vamos a despreciar lo que nos dicen los sentidos, o lo que nos dice la razón? No, el problema es que su rango de conocimiento se queda limitado a su campo de acción, nada más. Y si un ser humano, un ser con su propia conciencia, se queda limitado a esos dos conocimientos jamás encontrará la verdadera razón, la que desvela el mundo más allá de él mismo. Porque el amor es algo que está más allá de una sola persona, más allá de sus preguntas y más allá de sus espejismos. En base a los sentidos categorizará, por tanto, entre lo que le resulta placentero y lo que no, y en base a su razonamiento, clasificará y establecerá límites entre lo que es y lo que no. Pero ¿de qué sirve todo eso si no lo vive y además, si no es capaz de vivirlo de verdad, e incluso de observarlo más allá de sí mismo?  No verá que para el verdadero amor no hay límites ni contradicciones. Lo han de saber con las tripas, pero por desgracia, no todos están dispuestos a escucharlas. Y de estos, pocos se entrenan para poder hacerlo.

            - Y entonces, ¿cómo puedo saber si lo estoy haciendo de la manera correcta?

            - Cuando no necesites preguntártelo. – respondió el anciano, sin desprenderse de aquella sonrisa que desarmaba cualquier resistencia. – Ahora siéntate aquí a mi lado y respira. Quizá consigas entender que los límites no existen, que las categorizaciones dividen entre un “esto” y un “lo otro” inexistentes, y que el egocentrismo para lo único que sirve es para enturbiar el riachuelo. Un riachuelo claro y limpio que canta para ti más allá del empeño que pones en chapotear en su seno y enturbiarlo. Déjale que corra y quizá te cuente sus secretos.

            No hablaron más por aquella tarde. A través de la mirilla que el arbusto me había proporcionado, les vi quedarse quietos, igual que los árboles que nos rodeaban, como las piedras sobre las que nos sentábamos. Su respiración se mezcló con el aire que llegaba de otros tiempos, y de otros espacios. Y también la mía.

 

Alberto Martínez Urueña 25-07-2017

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