- ¿Cuándo
sabré si lo estoy haciendo de la manera correcta? – inquirió el joven.
- Cuando no
necesites preguntártelo. – le respondió el anciano, con su sonrisa habitual.
El joven le
miró, hasta cierto punto perplejo, y abrió a boca para volver a preguntar, para
insistir, pero el anciano levantó la mano y le ofreció un trozo del queso que
estaban comiendo. Se lo ofreció con una ligera inclinación de cabeza,
entregándole nuevamente su sonrisa, y el joven cogió aquel dorado y sudoroso trozo
de queso curado, observándole con si se tratase de un libro repleto de líneas
incomprensibles.
Yo había
continuado siguiéndoles en aquel viaje hacia ninguna parte. Todavía recuerdo,
cuando han pasado varios años, el primer contacto que tuve con ellos y cómo
sentí la curiosidad de saber por dónde les llevarían sus pasos. Con el tiempo,
esos pasos se convirtieron en los míos, y comprendí que puedes andar un camino
ya pisado como si fuera nuevo. Cualquier lugar era bueno para verles cómo se
detenían y comenzaban su plática; y en cada una de esas paradas, he buscado la
manera de acercarme sin ser visto, escondido, para poder escuchar sus
desconcertantes palabras.
Como aquella
vez. Sus pasos nos habían llevado por un pequeño bosque umbrío, cerca de un
riachuelo que no había visto, pero que sí que podía escuchar desde donde me
encontraba, detrás de unos arbustos, sentado con la espalda apoyada contra el
tronco de un árbol derribado por el viento. Había conseguido un trozo de carne
seca en el último pueblo por el que habíamos pasado. Le había ofrecido ayuda a
una mujeruca que intentaba hacer arrancar la bomba de agua de su pozo artesano,
pero el motor se le había gripado y no lo conseguía. Yo soy algo habilidoso
para las tareas manuales, y le solucioné el problema; a cambio, quiso pagarme y
yo le acepté aquel trozo de carne curada y un mendrugo de pan que guardaría
para la cena.
La pregunta
que había hecho el joven, aquella tarde en que el calor del verano quedaba
aplacado por el frescor que la lluvia de la noche pasada le había dado al
bosque, me había hecho aguzar los oídos, y les veía por una pequeña rendija que
el arbusto había fabricado para mis ojos furtivos.
- Las
personas saben que es algo importante. – dijo el anciano, mirando en derredor
suyo, acariciando la naturaleza con sus pupilas brillantes. – Saben que el
origen de todo está precisamente ahí, pero lo saben con las tripas, y por
desgracia ya no saben escuchar su lenguaje. Necesitan palabras, conceptos,
clasificaciones…
- ¿Y no es
normal que los necesiten?
- Es
inevitable, pero al mismo tiempo absurdo. Cuando quiere saber si la espina de
una rosa es aguda y dañina, el niño le aprieta con la yema aterciopelada de su
índice, y entonces adquiere una sensación nueva, y aprende. Cuando necesita
hacer una suma o una multiplicación, utilizará su mente analítica y racional
para saber que dos más dos siempre es cuatro. Sin embargo, cuando quiera saber
qué significa querer a alguien, ¿a cuál de estas dos herramientas recurrirá?
El joven se
quedó igual de anonadado que yo, buscando darle una respuesta al anciano, a
pesar de saber que ninguna podría resolver la encrucijada.
- ¿A ninguna
de ellas? – acertó a decir.
El anciano
soltó una carcajada que resonó entre los troncos de los árboles e hizo callar
momentáneamente el trino de los pájaros. Después cogió un nuevo pedazo de queso
y se lo llevó a la boca, saboreándolo con cuidado, con los ojos entrecerrados.
- ¿Por qué
vamos a despreciar lo que nos dicen los sentidos, o lo que nos dice la razón?
No, el problema es que su rango de conocimiento se queda limitado a su campo de
acción, nada más. Y si un ser humano, un ser con su propia conciencia, se queda
limitado a esos dos conocimientos jamás encontrará la verdadera razón, la que
desvela el mundo más allá de él mismo. Porque el amor es algo que está más allá
de una sola persona, más allá de sus preguntas y más allá de sus espejismos. En
base a los sentidos categorizará, por tanto, entre lo que le resulta placentero
y lo que no, y en base a su razonamiento, clasificará y establecerá límites
entre lo que es y lo que no. Pero ¿de qué sirve todo eso si no lo vive y
además, si no es capaz de vivirlo de verdad, e incluso de observarlo más allá
de sí mismo? No verá que para el
verdadero amor no hay límites ni contradicciones. Lo han de saber con las
tripas, pero por desgracia, no todos están dispuestos a escucharlas. Y de
estos, pocos se entrenan para poder hacerlo.
- Y entonces,
¿cómo puedo saber si lo estoy haciendo de la manera correcta?
- Cuando no
necesites preguntártelo. – respondió el anciano, sin desprenderse de aquella
sonrisa que desarmaba cualquier resistencia. – Ahora siéntate aquí a mi lado y
respira. Quizá consigas entender que los límites no existen, que las
categorizaciones dividen entre un “esto” y un “lo otro” inexistentes, y que el
egocentrismo para lo único que sirve es para enturbiar el riachuelo. Un
riachuelo claro y limpio que canta para ti más allá del empeño que pones en
chapotear en su seno y enturbiarlo. Déjale que corra y quizá te cuente sus secretos.
No hablaron
más por aquella tarde. A través de la mirilla que el arbusto me había
proporcionado, les vi quedarse quietos, igual que los árboles que nos rodeaban,
como las piedras sobre las que nos sentábamos. Su respiración se mezcló con el
aire que llegaba de otros tiempos, y de otros espacios. Y también la mía.
Alberto Martínez Urueña
25-07-2017