Siendo un
tipo dado a estar bastantes horas al día surcando las nubes de mi dispersa
conciencia, centrarme y aplicar esas teorías de las que os hablo en mis textos
es algo complicado. Sabéis que soy absolutamente crítico con esta fantasía
distópica en que el capitalismo rampante que vivimos ha convertido nuestra
sociedad: una sociedad basada en ideas únicas implantadas en cada uno de
nosotros como un piloto automático insoslayable con la intención de gobernarnos.
Pero igualmente soy crítico con esa costumbre de charleta de bar en la que
teorizamos sobre la vida y sus desastres, pero en las que somos incapaces de aportar
soluciones que poder llevar a cabo en ninguno de sus extremos. Igualmente,
ciertos amigos que tenemos un grupo montado, todos nosotros interesados en
desconectar ese piloto y aprender a volar de forma autónoma, estuvimos este
sábado al respecto. Y alguna conclusión sacamos.
Salvar el
mundo es algo imposible. O al menos, salvarlo en la manera en que Hollywood nos
vende en sus películas de superhéroes, en las de guerra o en las de ciencia
ficción. Pero sí que es posible mejorar un poco el mundo de cada uno, el
propio, con el único objetivo –algunos tildarán lo siguiente de egoísta, pero
es lo más altruista que conozco– de vivir una pizca mejor de lo que ya lo
hacemos. A fin de cuentas, las ideas que os mando en mis textos, tanto cuando
es de política como cuando es sobre temas personales, es lo que pretenden
traslucir.
No pretendo
en este texto empezar a hablaros de los intereses de los otros; eso ya lo he hecho largo y tendido. En este os pregunto
directamente: ¿cuáles son los vuestros? ¿Cuáles son los vuestros más allá del
piloto automático?, ¿más allá de la programación del disco duro?, ¿más allá de
los condicionamientos sociales que nos han impuesto desde que nacimos? No hablo
sólo de deseos, que quizá también, sino de vuestros objetivos, al margen de la
rutina diaria de poder ir tirando y solucionando las cuestiones urgentes e
inaplazables que nos acosan.
La sociedad
del piloto automático nos da las respuestas. Nos habla de ideas brillantes
hacia las que poder dirigir nuestros pasos; nortes que atrapen nuestras
brújulas con su magnetismo; como por ejemplo, la libertad, el amor, la
vocación. Nos habla de ideas, nos da palabras, pero sin reconocer el truco que
encierran, y es que las palabras sólo son contenedores huecos a los que hay que
dotar de contenido; y en una jugada maestra articulada a través de la ingente
cantidad de información con la que nos hace zozobrar nos las rellena, y nos
dice, de maneras directas e indirectas, con mensajes agresivos, pero también
con los subliminales, en qué consiste esa libertad, ese amor, esa vocación.
Esta actitud, en esta sociedad de los extremos, en esa sociedad carente de matices,
en esta sociedad en donde, en realidad, nos gobiernan a través de nuestros
miedos, nos convierte en esclavos ignorantes de serlo. O sabedores racionales
de esta realidad, pero incapaces de interiorizarlo para así liberarnos. Movidos
por el miedo y por la comodidad, nos dejamos. Y todos esos conceptos de los que
hablamos en el bar con nuestros amigos se quedan en simples pinceladas de un
cuadro incompleto que no nos atrevemos a terminar. Aunque nos venden las
virtudes de ser único entre miles, en realidad nos convierten en una masa
seguidora de una idea unívoca. O de múltiples ideas unívocas que, a la postre,
nos alejan de esos intereses que son los nuestros, los propios, independientemente
de lo que nos hayan dicho, y nos estandarizan para convertirnos en una pieza
más de un engranaje que no está a nuestro servicio, sino nosotros al suyo.
Adiós libertad auténtica, adiós amor auténtico, adiós vocación auténtica. Sólo
nos quedan los sucedáneos
De aquí viene
en realidad la auténtica tragedia de Occidente, la auténtica lacra, el
auténtico cáncer. El problema fundamental –hay otros, evidentemente– reside en
una insatisfacción latente que, a pesar de haber alcanzado un nivel de
satisfacción y seguridad material muy por encima de lo que nuestros abuelos
soñaron, descubrimos que no hemos llegado a la meta, que detrás de esa
satisfacción material hay una insatisfacción mucho más potente que nos
convierte –salvando problemas físicos y bioquímicos– en víctimas de
enfermedades tales como la depresión o el vacío existencial. La satisfacción
material nos ha convertido en seres más aislados, más vulnerables, más
susceptibles a ser atrapados por el miedo. O más bien, que las promesas de esta
sociedad consumista no pueden cumplir con las expectativas que generan en
nosotros a través de sus relumbrantes anuncios publicitarios.
Hay que estar
muy atento para descubrir los susurros que la vida desliza hasta nuestros
oídos; en mitad del ruido que nos acosa es imposible. Sólo en mitad de un
silencio en el que nos podamos reconocer, podremos atender a esos secretos. Y
sólo a través de ellos encontraremos lo que realmente queremos nosotros, no lo
que nos han dicho que tenemos que querer. Y así, podremos dar contenido a esas
palabras tan brillantes, esas que nos pueden servir de guía; podremos tomar
conciencia de lo que somos y de lo que queremos, arrasados por esa fuerza de
quien sabe de verdad, más allá de los
espejismos. Y cuando una persona sabe de verdad, sólo tiene dos opciones:
seguir por la senda de la insatisfacción anodina y conformista del engranaje donde
no hay nada auténtico, o arrojarse hacia el abismo de los caminos nunca
hollados, como los locos. Y también como los sabios.
Alberto Martínez Urueña
8-06-2017
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