Abrir
cualquier periódico, digital o de los escritos, se está convirtiendo en España
en un deporte de riesgo. Al menos para mí porque, además de ponerme de muy mala
leche, pintan un panorama absolutamente desolador. Una travesía por el desierto
para la que no se ve final. La sensación que se tiene, la más fidedigna, es la
de estar viviendo en un país en donde todo puede pasar; o más bien, en donde
está pasando de todo, desde hace muchos años, y donde se han creado los
suficientes agujeros legislativos para permitirlo. No sabes por dónde empezar;
allí por donde pasas, te les encuentras. Miles de “casos aislados” que nadie
pudo vigilar, ni detectar, ni mucho menos controlar, hasta que el daño estuvo
hecho. O hasta que se perpetuó varios lustros. ¿Un caso más de corrupción? Uno
más que tragar como los gansos, sin masticar, porque ya no da para tantos que
nos llegan.
¿Sabéis?
Cuando empecé a escribir estos artículos, no sabía muy bien qué hacer con ellos.
En un primer momento, allá por el año noventa y siete, a esta costumbre la
llamé Reflexiones, textos a mano
sobre papeles furtivos, sin pretender poner ningún otro título, aunque cuando
se fueron acumulando, no me quedó más remedio que reseñarles de algún modo. Y
después llegó lo de escribirlos a ordenador y mandarlos por internet, sobre el
año dos mil tres, y más tarde, lo de la página que tengo en la red. Hasta hoy,
que hace diez años que empecé a colgarles en esa página que titulé “Con lo
puesto”. Porque así llegué y sigo llegando a estas líneas, sin nada más que lo
relevante, o al menos intentándolo, desnudo de lo superfluo. He tocado temas de
todo tipo, desde la muerte –o la vida, pues van de la mano–, a cuestiones
técnicas de economía, pasando por reflexiones más o menos filosóficas. Y por supuesto,
opiniones sobre cuestiones políticas, normalmente de nuestro país, porque todos
somos animales políticos, nos guste o no.
Cuando empecé
a escribir sobre estos temas únicamente quería dejar claras cuáles eran mis
posturas al respecto, como una válvula de escape, pero también de raciocinio. Por
supuesto, por qué no, pretendía generar algún tipo de reacción. Y desde
entonces, hablando. Izquierdas y derechas, posiciones contrapuestas, discursos
de parvulario, intereses soterrados, posturas maximalistas… Si algo he sacado
de todo aquello es una visión bastante negativa de cómo los problemas de los
ciudadanos han ido quedando sucesivamente enterrados bajo toneladas de
soberbias y egolatrías, torres de marfil y desviaciones psiquiátricas dignas de
tratarse. Muchas y muy graves. Poco a poco, con el tiempo, he aprendido a
valorar la decepción con que mi abuelo Isidoro soltaba aquel “son todos
iguales” cuando veía en las noticias a cada uno de los cantamañanas que han
pasado por los atriles de los mítines electorales. Su comentario no era por la
incapacidad de ver los detalles y profundizar en ellos, era por una cuestión
más profunda. Era una realidad subyacente que, con un mínimo vistazo, ya te das
cuenta. Mi abuelo no era ningún tolas, y desde luego, a riesgo de
equivocarme, no se revolcaba en el tálamo de ninguno de esos Circe de la
política. No le debía nada a ninguno, y así tuvo la suerte de vivir.
El paso de
los años y las reflexiones de mis artículos me han acercado a esa perspectiva
de mi abuelo, pero de una manera distinta. Dicen quienes me conocen que soy una
persona positiva y, aunque en determinadas circunstancias puede ser complicado,
sé a ciencia cierta que si no veo la luz, no es porque ésta no se encuentre
ahí, es porque no estoy siendo capaz de verla, de leer la vida de la forma
adecuada. Es muy fácil dejarse vencer por la atonía y derrapar por el descenso
pronunciado del pesimismo, pero no por eso –quizá, precisamente por eso– hemos
de dejar de intentar encontrar esa perspectiva que nos dé algo de aliento. Esa
perspectiva, y más en esta vorágine informativa de mierda ametrallada desde
todos los flancos, es más necesaria que nunca. No es sino por un motivo muy
sencillo: vivir un poco mejor, nada más que eso. Y es que, gracias a los toques
que me dio la vida en el pasado, sé que el presente se puede reducir a eso, a encontrar
la forma de vivir un poco mejor.
El mundo que
nos enseñan es el que les interesa a ellos, tenedlo claro. Ya conozco sus
preceptos, sus bases y sus razonamientos. Poderes políticos, poderes económicos
y poderes mediáticos, todos de la mano hasta la victoria. De su mundo, sé qué
es lo que tiene valor y lo que no, aquello por lo que la gente siente envidia y
se olvida de lo que tiene importancia. Sé qué ha de ser motivo de deseo y qué
de rechazo. Conozco cuál es la cárcel en la que pretenden atraparnos la mente.
Lo sé yo, y también lo sabéis vosotros. Y sabemos perfectamente por qué lo
hacen.
Eso es lo que
les interesa a ellos. A mí me interesa el mundo visto desde mi perspectiva. Una
perspectiva lo más real posible en donde la cadencia de los días y las noches
no depende del mensaje publicitario de tal marca, ni tampoco el modo de vida
que dicen que he de llevar. En donde todo está por descubrir y no hay guiones
escritos desde oscuros despachos de multinacionales cuya Biblia está compuesta
de hojas de resultados y el bienestar de los ciudadanos está medido en dólares
o en euros. No pretendo ser ningún antisistema… aunque puede que no haya nada
más antisistema que esto.
Alberto Martínez Urueña
17-05-2017
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