jueves, 18 de mayo de 2017

Aniversario


            Abrir cualquier periódico, digital o de los escritos, se está convirtiendo en España en un deporte de riesgo. Al menos para mí porque, además de ponerme de muy mala leche, pintan un panorama absolutamente desolador. Una travesía por el desierto para la que no se ve final. La sensación que se tiene, la más fidedigna, es la de estar viviendo en un país en donde todo puede pasar; o más bien, en donde está pasando de todo, desde hace muchos años, y donde se han creado los suficientes agujeros legislativos para permitirlo. No sabes por dónde empezar; allí por donde pasas, te les encuentras. Miles de “casos aislados” que nadie pudo vigilar, ni detectar, ni mucho menos controlar, hasta que el daño estuvo hecho. O hasta que se perpetuó varios lustros. ¿Un caso más de corrupción? Uno más que tragar como los gansos, sin masticar, porque ya no da para tantos que nos llegan.

            ¿Sabéis? Cuando empecé a escribir estos artículos, no sabía muy bien qué hacer con ellos. En un primer momento, allá por el año noventa y siete, a esta costumbre la llamé Reflexiones, textos a mano sobre papeles furtivos, sin pretender poner ningún otro título, aunque cuando se fueron acumulando, no me quedó más remedio que reseñarles de algún modo. Y después llegó lo de escribirlos a ordenador y mandarlos por internet, sobre el año dos mil tres, y más tarde, lo de la página que tengo en la red. Hasta hoy, que hace diez años que empecé a colgarles en esa página que titulé “Con lo puesto”. Porque así llegué y sigo llegando a estas líneas, sin nada más que lo relevante, o al menos intentándolo, desnudo de lo superfluo. He tocado temas de todo tipo, desde la muerte –o la vida, pues van de la mano–, a cuestiones técnicas de economía, pasando por reflexiones más o menos filosóficas. Y por supuesto, opiniones sobre cuestiones políticas, normalmente de nuestro país, porque todos somos animales políticos, nos guste o no.

            Cuando empecé a escribir sobre estos temas únicamente quería dejar claras cuáles eran mis posturas al respecto, como una válvula de escape, pero también de raciocinio. Por supuesto, por qué no, pretendía generar algún tipo de reacción. Y desde entonces, hablando. Izquierdas y derechas, posiciones contrapuestas, discursos de parvulario, intereses soterrados, posturas maximalistas… Si algo he sacado de todo aquello es una visión bastante negativa de cómo los problemas de los ciudadanos han ido quedando sucesivamente enterrados bajo toneladas de soberbias y egolatrías, torres de marfil y desviaciones psiquiátricas dignas de tratarse. Muchas y muy graves. Poco a poco, con el tiempo, he aprendido a valorar la decepción con que mi abuelo Isidoro soltaba aquel “son todos iguales” cuando veía en las noticias a cada uno de los cantamañanas que han pasado por los atriles de los mítines electorales. Su comentario no era por la incapacidad de ver los detalles y profundizar en ellos, era por una cuestión más profunda. Era una realidad subyacente que, con un mínimo vistazo, ya te das cuenta. Mi abuelo no era ningún tolas, y desde luego, a riesgo de equivocarme, no se revolcaba en el tálamo de ninguno de esos Circe de la política. No le debía nada a ninguno, y así tuvo la suerte de vivir.

            El paso de los años y las reflexiones de mis artículos me han acercado a esa perspectiva de mi abuelo, pero de una manera distinta. Dicen quienes me conocen que soy una persona positiva y, aunque en determinadas circunstancias puede ser complicado, sé a ciencia cierta que si no veo la luz, no es porque ésta no se encuentre ahí, es porque no estoy siendo capaz de verla, de leer la vida de la forma adecuada. Es muy fácil dejarse vencer por la atonía y derrapar por el descenso pronunciado del pesimismo, pero no por eso –quizá, precisamente por eso– hemos de dejar de intentar encontrar esa perspectiva que nos dé algo de aliento. Esa perspectiva, y más en esta vorágine informativa de mierda ametrallada desde todos los flancos, es más necesaria que nunca. No es sino por un motivo muy sencillo: vivir un poco mejor, nada más que eso. Y es que, gracias a los toques que me dio la vida en el pasado, sé que el presente se puede reducir a eso, a encontrar la forma de vivir un poco mejor.

            El mundo que nos enseñan es el que les interesa a ellos, tenedlo claro. Ya conozco sus preceptos, sus bases y sus razonamientos. Poderes políticos, poderes económicos y poderes mediáticos, todos de la mano hasta la victoria. De su mundo, sé qué es lo que tiene valor y lo que no, aquello por lo que la gente siente envidia y se olvida de lo que tiene importancia. Sé qué ha de ser motivo de deseo y qué de rechazo. Conozco cuál es la cárcel en la que pretenden atraparnos la mente. Lo sé yo, y también lo sabéis vosotros. Y sabemos perfectamente por qué lo hacen.

            Eso es lo que les interesa a ellos. A mí me interesa el mundo visto desde mi perspectiva. Una perspectiva lo más real posible en donde la cadencia de los días y las noches no depende del mensaje publicitario de tal marca, ni tampoco el modo de vida que dicen que he de llevar. En donde todo está por descubrir y no hay guiones escritos desde oscuros despachos de multinacionales cuya Biblia está compuesta de hojas de resultados y el bienestar de los ciudadanos está medido en dólares o en euros. No pretendo ser ningún antisistema… aunque puede que no haya nada más antisistema que esto.

 

Alberto Martínez Urueña 17-05-2017

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