miércoles, 15 de marzo de 2017

La tradición


            Cualquiera que me conozca sabe que no suelo verter opiniones sin que pueda dar algún tipo de argumento que las sujete. No soy de casamientos ciegos, salgo en lo que se respecta a determinadas personas en las que la fidelidad del corazón puede a la fidelidad de las razones. Fidelidades a prueba de bombas a pesar de las apariencias. Por eso, no se libra de mi análisis ninguna de las cuestiones que nos rodean en este siglo veintiuno en el que estamos, el siglo de la postverdad, de las mentiras públicas maquilladas por el marketing y de la desvergüenza institucional como forma de gobierno. También, el siglo del despertar de las conciencias en Occidente provocado por la saturación material que provoca angustia y que invita a la búsqueda de otra cosa, igual que antes se hizo con la búsqueda de la seguridad vital.

            Pero hoy quería coger la palabra tradición y desentrañar que es lo que puede haber detrás de ese mantra. Y es que la tradición es algo que a mucha gente le gusta enarbolar como una bandera sin saber muy bien cuáles son sus colores. Sin saber qué se esconde realmente detrás del trapo. Es como el que se arroja alegremente, soltando histéricas carcajadas, sobre su propia espada, sin ser consciente de que esto es incompatible con la vida. Es como los que luchaban por la gloria y la riqueza de las naciones medievales –cada uno tenía la suya–, rogando a un dios que tenía que estar de ellos hasta los cojones, para que luego las glorias y las riquezas se las repartieran en una mesa de palacio mientras que los que las habían luchado –esos hidalgos sobre los que tanto escribieron los grandes– se llenaban las barbas de migas para fingir que habían cenado. La tradición es un argumento que pretende ser racional, como si hicieras un uno más uno igual a dos, pero que en realidad habla de las emociones y querencias de cada uno por un lado, y el miedo y la resistencia al cambio por otro.

            Las costumbres, usos y rutinas y demás zarandajas son un arma de doble filo, por cierto, porque tanta costumbre de nuestra historia ibérica son los toros como los duelos –hoy, peleas de discoteca–, como la tradicional bofetada con la que el pater familias guiaba con recto y sabio dictamen los designios y decisiones de su esposa. Usos y costumbres, tradición les llaman, que nos hacen mantener en este siglo veintiuno costumbres que están genial, como puede ser la paella, las terrazas, las vacaciones estivales, el fútbol –salvo en profesional, que da pena verlo– o las procesiones de la semana santa castellana. Pero que también nos hacen mantener veleidades entre zoquetes territoriales, los mismos toros –tiene mucho de macho, lo reconozco, pero si quieren demostrar algo que se vayan a colaborar a África– o lo del tema de la nobleza, sus títulos nobiliarios y sus gilipolleces. Esto de las gilipolleces lo digo sin acritud, pero si es delito, lo retiro, no venga doña mordaza y se me anude a los cojones.

            Lo de los títulos nobiliarios lo escuchaba en un programa de radio por internet, La cafetera, de Fernando Berlín, que comentaba que habían publicado en el BOE las Reales Cartas de Sucesión de determinados títulos nobiliarios, por parte del Ministro de Justicia. Echadle un vistazo al BOE del trece de este mes, por ejemplo. Y flipad en que se gastan el dinero los jefes. En qué gastan su tiempo, sus cargos y vuestro dinero público, porque lo de los títulos nobiliarios no nos sale gratis, aunque sólo sea por el trámite administrativo que conlleva. Lo de la nobleza en España, en el siglo veintiuno, estoy convencido de que tiene un argumento lógico y racional, pero por más que se lo busco, no lo encuentro. Seguro que es fallo mío.

            Buscando, por poner un ejemplo, cuestiones tan tradicionales en España como es la corrupción política. Sí, sí, la corrupción política va de la mano de la tradición. Y digo esto sobre todo a los tradicionalistas, a ver si me lo pueden explicar. Como decía Denzel en Philadelphia, como si tuviera cuatro años. Aunque eso es lo que suelen hacer los políticos con sus discursos, y así nos va. El ejemplo va sobre el Duque de Lerma, el primero de todos, el que le hacía los deberes a Felipe tercero, allá por el siglo diecisiete, cuando estas Españas eran la hostia, con su economía boyante a pesar de que la peña –como los hidalgos que os mencionaba antes– se muriera de hambre por las calles. Hay cosas que no cambian, y lo de las corruptelas, igual. A este buen hombre, seguro que neoliberal de pro, favorable a la propiedad privada y a los negocios, se le ocurrió que podía convencer al Austria –los de la endogamia, así les fue– para llevarse la capital de España a Valladolid, y previamente, antes de que no lo supiera nadie, se hinchó a comprar terrenos en mi ciudad. Cuando el otro dio el sí –benditos cargos públicos que saben mirar para otro lado– el Duque le vendió a Felipe y a otros amiguetes esos terrenos con un inmenso beneficio. Con cargo a las arcas públicas, claro. Pero no acabó ahí la tradicional cosa, que en seis años repitió la jugada pero a la inversa, llevándose de nuevo la capital a Madrid con toda la maniobra inmobiliaria.

            Así que si os sentíais especiales por haber visto lo de la burbuja inmobiliaria, o por haber visto cosas que nadie creería a nuestros políticos, estáis equivocados. Aquí estas cosas llevan pasando siglos, y como es tradición, entiendo que a muchos de los conservadores que siguen defiendo el viejo régimen les siga pareciendo fetén que ahora haya un decimosexto Duque de Lerma disfrutando de lo robado hace cuatro siglos. Y también otro Felipe. Quizá dentro de otros cuatro siglos tengamos nuevos ducados que hagan honor a sus antepasados, esos a los que hoy, criminales de lo tradicional, quieren meter en la cárcel. Gentuza que no entiende el valor de la tradición.

 

Alberto Martínez Urueña 14-03-2017

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