Cualquiera
que me conozca sabe que no suelo verter opiniones sin que pueda dar algún tipo
de argumento que las sujete. No soy de casamientos ciegos, salgo en lo que se
respecta a determinadas personas en las que la fidelidad del corazón puede a la
fidelidad de las razones. Fidelidades a prueba de bombas a pesar de las
apariencias. Por eso, no se libra de mi análisis ninguna de las cuestiones que
nos rodean en este siglo veintiuno en el que estamos, el siglo de la
postverdad, de las mentiras públicas maquilladas por el marketing y de la
desvergüenza institucional como forma de gobierno. También, el siglo del
despertar de las conciencias en Occidente provocado por la saturación material
que provoca angustia y que invita a la búsqueda de otra cosa, igual que antes se hizo con la búsqueda de la seguridad
vital.
Pero hoy
quería coger la palabra tradición y desentrañar que es lo que puede haber
detrás de ese mantra. Y es que la tradición es algo que a mucha gente le gusta
enarbolar como una bandera sin saber muy bien cuáles son sus colores. Sin saber
qué se esconde realmente detrás del trapo. Es como el que se arroja
alegremente, soltando histéricas carcajadas, sobre su propia espada, sin ser
consciente de que esto es incompatible con la vida. Es como los que luchaban
por la gloria y la riqueza de las naciones medievales –cada uno tenía la suya–,
rogando a un dios que tenía que estar de ellos hasta los cojones, para que
luego las glorias y las riquezas se las repartieran en una mesa de palacio
mientras que los que las habían luchado –esos hidalgos sobre los que tanto
escribieron los grandes– se llenaban las barbas de migas para fingir que habían
cenado. La tradición es un argumento que pretende ser racional, como si
hicieras un uno más uno igual a dos, pero que en realidad habla de las
emociones y querencias de cada uno por un lado, y el miedo y la resistencia al
cambio por otro.
Las
costumbres, usos y rutinas y demás zarandajas son un arma de doble filo, por
cierto, porque tanta costumbre de nuestra historia ibérica son los toros como
los duelos –hoy, peleas de discoteca–, como la tradicional bofetada con la que
el pater familias guiaba con recto y sabio dictamen los designios y decisiones
de su esposa. Usos y costumbres, tradición les llaman, que nos hacen mantener
en este siglo veintiuno costumbres que están genial, como puede ser la paella,
las terrazas, las vacaciones estivales, el fútbol –salvo en profesional, que da
pena verlo– o las procesiones de la semana santa castellana. Pero que también nos
hacen mantener veleidades entre zoquetes territoriales, los mismos toros –tiene
mucho de macho, lo reconozco, pero si quieren demostrar algo que se vayan a
colaborar a África– o lo del tema de la nobleza, sus títulos nobiliarios y sus
gilipolleces. Esto de las gilipolleces lo digo sin acritud, pero si es delito,
lo retiro, no venga doña mordaza y se me anude a los cojones.
Lo de los
títulos nobiliarios lo escuchaba en un programa de radio por internet, La
cafetera, de Fernando Berlín, que comentaba que habían publicado en el BOE las
Reales Cartas de Sucesión de determinados títulos nobiliarios, por parte del
Ministro de Justicia. Echadle un vistazo al BOE del trece de este mes, por
ejemplo. Y flipad en que se gastan el dinero los jefes. En qué gastan su tiempo,
sus cargos y vuestro dinero público, porque lo de los títulos nobiliarios no
nos sale gratis, aunque sólo sea por el trámite administrativo que conlleva. Lo
de la nobleza en España, en el siglo veintiuno, estoy convencido de que tiene
un argumento lógico y racional, pero por más que se lo busco, no lo encuentro.
Seguro que es fallo mío.
Buscando, por
poner un ejemplo, cuestiones tan tradicionales en España como es la corrupción
política. Sí, sí, la corrupción política va de la mano de la tradición. Y digo
esto sobre todo a los tradicionalistas, a ver si me lo pueden explicar. Como
decía Denzel en Philadelphia, como si tuviera cuatro años. Aunque eso es lo que
suelen hacer los políticos con sus discursos, y así nos va. El ejemplo va sobre
el Duque de Lerma, el primero de todos, el que le hacía los deberes a Felipe
tercero, allá por el siglo diecisiete, cuando estas Españas eran la hostia, con
su economía boyante a pesar de que la peña –como los hidalgos que os mencionaba
antes– se muriera de hambre por las calles. Hay cosas que no cambian, y lo de
las corruptelas, igual. A este buen hombre, seguro que neoliberal de pro,
favorable a la propiedad privada y a los negocios, se le ocurrió que podía
convencer al Austria –los de la endogamia, así les fue– para llevarse la
capital de España a Valladolid, y previamente, antes de que no lo supiera
nadie, se hinchó a comprar terrenos en mi ciudad. Cuando el otro dio el sí
–benditos cargos públicos que saben mirar para otro lado– el Duque le vendió a
Felipe y a otros amiguetes esos terrenos con un inmenso beneficio. Con cargo a
las arcas públicas, claro. Pero no acabó ahí la tradicional cosa, que en seis
años repitió la jugada pero a la inversa, llevándose de nuevo la capital a
Madrid con toda la maniobra inmobiliaria.
Así que si os
sentíais especiales por haber visto lo de la burbuja inmobiliaria, o por haber
visto cosas que nadie creería a nuestros políticos, estáis equivocados. Aquí
estas cosas llevan pasando siglos, y como es tradición, entiendo que a muchos
de los conservadores que siguen defiendo el viejo régimen les siga pareciendo
fetén que ahora haya un decimosexto Duque de Lerma disfrutando de lo robado
hace cuatro siglos. Y también otro Felipe. Quizá dentro de otros cuatro siglos
tengamos nuevos ducados que hagan honor a sus antepasados, esos a los que hoy,
criminales de lo tradicional, quieren meter en la cárcel. Gentuza que no
entiende el valor de la tradición.
Alberto Martínez Urueña
14-03-2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario