Hoy en día todo el mundo está cabreado. Las noticias que nos rodean, que nos asaltan con nocturnidad y alevosía, nos muestran un mundo despiadado y hostil en donde la injusticia y la tiranía campan a sus anchas. Tenemos los ojos repletos de rostros de enemigos que nos roban, que se aprovechan de nosotros, que nos quieren quitar nuestros derechos, nuestros dineros, nuestras posibilidades. Nuestro futuro. Cualquier estamento es sospechoso de buscar nuestra perdición. Los viejos mitos caen, los líderes han muerto, las ideologías son únicamente una estructura fabricada para sustentar a una élite que busca subyugar al contrario. Tanto las derechas como las izquierdas, religión o ateísmo, y todas las dialécticas de contrarios, están pensadas y definidas en función de sus propios enemigos, en función del objetivo que pretenden destruir y cuyo lugar creen estar legitimados para ocupar. Igual que la tiranía de la monarquía absoluta en Francia fue sustituida por la tiranía de la guillotina de la revolución. Al final, todo se reduce a las comparaciones entre unos y otros, y a la sensación de injusticia que se produce cuando alguien toma ventaja injustificada sobre los contrarios. Estos, además, siempre tendrán una excusa para explicar los motivos…
La injusticia en algunos casos es objetiva, tengo claro que hay ciertos hechos que no tienen un pase, y precisamente por eso en estos textos muchas veces los he denunciado. No en vano, basta con echar una ojeada al fondo del mar Mediterráneo para comprobar que muchos de sus inquilinos no han tenido la justicia que se merecían. Sin embargo, la vara que se utiliza para medir la injusticia en otros casos, quizá no sea tan evidente. Pocas veces nos planteamos la medida para hacer esas comparaciones. No deja de resultar paradigmático que, en muchas ocasiones, los propios autodeclarados antisistema utilicen medidas creadas por el sistema para determinar la injusticia.
La injusticia tiene una dimensión comparativa. Hablamos de aplicar el mismo rasero para todos. Hay que intentar, además, eliminar cualquier elemento arbitrario que pueda socavar la aplicación escrupulosa de los criterios establecidos. Me asombran los argumentos contrarios a la aplicación de cualquier herramienta que pueda evitar la injusticia, muchas veces sustentados por personas que son, claramente, buscadores netos de justicia. Un ejemplo tan prosaico como pueda ser la justicia en los campos de fútbol sería el paradigma de mi afirmación, que no puede ser negada salvo anteponiendo cualquier otro criterio al de la justicia. Aquí, cada cual que elija su bando.
Sin embargo, hay otros muchos campos de aplicación de este concepto. Tantos campos como personas hay en el mundo. Muchos argumentan que hay que tratar a cada persona según sus capacidades, pero en la práctica siguen encelados en buscar una regla universal para todos: una regla que nos trataría a todos sin tener en cuenta nuestras características intrínsecas. Del mismo modo que sólo hay una persona que haya sido capaz de correr los cien metros en menos de nueve sesenta, no todas las personas son capaces de leer cuarenta libros al año y entenderlos, no todas pueden entender la física de partículas y no todas son capaces de sacarse unas oposiciones para Abogado del Estado. No todas pueden comprender igual los problemas del mundo, o los problemas de sus amigos y personas más cercanas, y no todas tienen el don de la palabra para poder dar un buen consejo a tiempo. No todas las personas son capaces de enfrentarse de igual manera y en el debido tiempo a sus miedos, y muchos –la mayoría– no son capaces de sobreponerse a éstos para no menoscabar la vida de quienes les rodean. Un ejemplo de esto puede ser la educación de los hijos, marcada en gran medida por los miedos de los padres.
Más allá de estas consideraciones con respecto a quienes nos rodean, la injusticia puede ser mucho más cruel. Puede llegar al extremo de aplicarse sobre uno mismo, a través de esa noción de pecado imperdonable que heredamos de otros tiempos, y de esa otra noción llamada culpa, esa aguja perniciosa clavada en las meninges de cada uno de nosotros, hijos de una corriente cultural de más de dos mil años. He visto a personas destrozadas por la incapacidad de perdonarse a sí mismos –incluso por errores que disculpan a otros–, atrapados en una exigencia que ellos creen insoslayable. Y únicamente movidos por una noción de justicia, de lo bueno y de lo malo, tan impía y descarnada que no es capaz de ver una realidad superior: lo que no son capaces de perdonarse a sí mismos es una de sus características efectivamente insoslayables, su propia humanidad imperfecta. La injusticia, no lo olvidéis, es el reverso de una misma moneda que por la otra cara se pinta de soberbia.
Esto es algo mucho más extendido de lo que parece de inicio: vivimos en un mundo injusto porque el ser humano piensa mucho en los agravios que sufre –o en los que hace sufrir, por lo de la culpa– y muy poco en el concepto de injusticia. Para poder aplicarla siempre más allá de nuestros miedos o nuestras soberbias. Muchas veces es incapaz de ser comprensivo –incluso consigo mismo–, y pretende cobrar esa factura más allá de comprenderla. El mundo en el que vivimos no es más que el reflejo de lo que somos.
Alberto Martínez Urueña 10-03-2017
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