lunes, 6 de febrero de 2017

Los matices y las definiciones


            Una de mis principales preocupaciones cuando me arrojó por el abismo de expresar mis opiniones personales en una columna al que tiene acceso cualquiera que lo desee es ser lo más preciso posible en mis apreciaciones. Matizar las frases y las conclusiones, aportar recodos dialécticos, usar el lenguaje de una forma rigurosa. Intentar no caer en el borreguismo simplista al que nos condenan los políticos y sus adláteres de la prensa convertida en panfleto, procurar no trataros como a personas con parálisis mental, ofreceros un espacio sereno en donde poder encontrarnos en las máximas y discrepar en las mínimas. No siempre lo consigo.

            Esta columna independiente intenta ofrecer algo más allá de los ciento cuarenta caracteres de Twitter en los que muchos indigentes lógicos pretenden hacer valer alguna idea. Como si el mundo de las ideas pudiera resumirse hasta ese punto… Eso está bien para el titular al que después puedes acceder y en el que profundizar, pero sobrepasados por cien mil titulares al día, muchos se quedan en la superficie alienante e interesada del creador de ese titular. Con Facebook ocurre lo mismo. Los medios de comunicación cuelgan sus noticias y te encuentras de todo. Además, entreverado, en función de tus supuestos gustos, te asaltan otras páginas sobre las que no sabes nada y de cuya credibilidad no tienes manera de informarte. Y con un contenido que muchos usuarios adoptan como veraz, contrastado y propio. ¿Qué decir sobre los comentarios que los usuarios dejan? Amparados por una supuesta legitimación basada en la distancia que les separa con quienes conversan y en el anonimato de una dirección IP, hay de todo. Los que vivimos la era digital que comenzaba en mi adolescencia, aprendimos –no todos, por desgracia– que discutir por Messenger, en un chat de My Space o cualquier otro tipo de conexión, convertía cualquier malentendido en una guerra fratricida sin sentido. Todavía conservo alguna factura de aquella época que todavía no he sabido cómo pagar.

            Precisamente por esto último, cuando vierto un comentario en la red y lo convierto en público, ya sea en esta columna o en cualquiera de los medios disponibles, procuro que sea un comentario que contenga mi opinión y nada más que mi opinión, sin más ironía que la que el cuerpo me pida según qué tema se esté tratando. Ojo, y siempre sin pretender atacar a nadie, sólo a sus actitudes, opiniones, comportamientos o lo que sea que esté tratando, porque no todas las opiniones son respetables como sí lo son quienes la vierten. Y si en estas dos páginas que os mando, Times New Roman, tamaño 12, espacio 1,5, os puedo asegurar que en las redes sociales sería imposible.

            Salía una periodista hablando sobre la pérdida de calidad de vida que supone la maternidad, intentando desmontar esa imagen beatífica que tradicionalmente se ha obligado a adoptar a las mujeres. Y desmontando esa imagen, ha creado otra igual de maximalista en base a su particular vivencia. Al margen de cuál sea mi opinión al respecto –yo no soy madre, yo soy padre, y por lo tanto no tengo nada que decir– creo que tanto una postura como otra son igual de radicales e interfieren de igual modo en una de las premisas básicas que creo que no debemos perder de vista: que cada cual viva como le salga del higo mientras que con sus inevitables injerencias no impida al resto hacer lo propio. Esto era lo que a mí me importaba del comentario. ¿Qué más da si para ella ha supuesto una pérdida de calidad de vida? Para otras mujeres quizá haya supuesto una ganancia. Y aquí entra de lleno el problema de los conceptos.

            ¿Qué es eso que la periodista llamaba calidad de vida? Si la calidad de vida es la realización laboral y, a través de ella, la personal, por supuesto que pierdes calidad de vida. Pierdes calidad de vida si las horas de sueño que te quitan los catarros, bronquitis, pesadillas y madrugones entran dentro de la noción calidad de vida. Por supuesto que lo hacen, pero cada uno le dará la valoración que quiera. Me permito un comentario frívolo, pero que ejemplifica de manera algo grotesca de lo que hablo: supongo que perder horas de sueño para irte de fiesta toda la noche también supondrá un menoscabo de la calidad de vida. Yo mismo lo hacía, pero merecía la pena, y la fiesta resultante incrementaba mi propia calidad de vida.

            No voy a seguir por ese camino porque no pretendo faltar al respeto a nadie. Lo que quiero decir es que eso de la calidad de vida es algo absolutamente subjetivo. Cada decisión que tomamos aporta cosas buenas y cosas malas, y tener un hijo no podría ser de otra manera. Quizá el problema está en qué ponemos en la balanza, y sobre todo, cómo ponderamos cada una de esas variables, qué peso le damos. Igual que una persona positiva reacciona diferente a una negativa ante la misma problemática, las cuestiones sobre la perdida de la calidad de vida producida por la maternidad –o paternidad bien entendida– tienen mucho que ver con la ponderación que cada cual haga de las variables que rodean su existencia. Si tener un hijo te merece la pena, entonces no te ha restado nada, te ha incrementado la calidad, por mucho que dormir dos horas tres días seguidos  complique mantenerse despierto en la oficina.

Alberto Martínez Urueña 6-02-2017

 

PD: sé que me habré dejado algún matiz necesario e importante, pero dos hojas no dan más de sí. Las quejas, al director del blog.

No hay comentarios: