Una de mis
principales preocupaciones cuando me arrojó por el abismo de expresar mis
opiniones personales en una columna al que tiene acceso cualquiera que lo desee
es ser lo más preciso posible en mis apreciaciones. Matizar las frases y las
conclusiones, aportar recodos dialécticos, usar el lenguaje de una forma rigurosa.
Intentar no caer en el borreguismo simplista al que nos condenan los políticos
y sus adláteres de la prensa convertida en panfleto, procurar no trataros como
a personas con parálisis mental, ofreceros un espacio sereno en donde poder
encontrarnos en las máximas y discrepar en las mínimas. No siempre lo consigo.
Esta columna
independiente intenta ofrecer algo más allá de los ciento cuarenta caracteres
de Twitter en los que muchos indigentes lógicos pretenden hacer valer alguna
idea. Como si el mundo de las ideas pudiera resumirse hasta ese punto… Eso está
bien para el titular al que después puedes acceder y en el que profundizar,
pero sobrepasados por cien mil titulares al día, muchos se quedan en la
superficie alienante e interesada del creador de ese titular. Con Facebook
ocurre lo mismo. Los medios de comunicación cuelgan sus noticias y te
encuentras de todo. Además, entreverado, en función de tus supuestos gustos, te
asaltan otras páginas sobre las que no sabes nada y de cuya credibilidad no
tienes manera de informarte. Y con un contenido que muchos usuarios adoptan
como veraz, contrastado y propio. ¿Qué decir sobre los comentarios que los
usuarios dejan? Amparados por una supuesta legitimación basada en la distancia que
les separa con quienes conversan y en el anonimato de una dirección IP, hay de
todo. Los que vivimos la era digital que comenzaba en mi adolescencia,
aprendimos –no todos, por desgracia– que discutir por Messenger, en un chat de
My Space o cualquier otro tipo de conexión, convertía cualquier malentendido en
una guerra fratricida sin sentido. Todavía conservo alguna factura de aquella
época que todavía no he sabido cómo pagar.
Precisamente
por esto último, cuando vierto un comentario en la red y lo convierto en público,
ya sea en esta columna o en cualquiera de los medios disponibles, procuro que
sea un comentario que contenga mi opinión y nada más que mi opinión, sin más
ironía que la que el cuerpo me pida según qué tema se esté tratando. Ojo, y
siempre sin pretender atacar a nadie, sólo a sus actitudes, opiniones,
comportamientos o lo que sea que esté tratando, porque no todas las opiniones
son respetables como sí lo son quienes la vierten. Y si en estas dos páginas
que os mando, Times New Roman, tamaño 12, espacio 1,5, os puedo asegurar que en
las redes sociales sería imposible.
Salía una
periodista hablando sobre la pérdida de calidad de vida que supone la
maternidad, intentando desmontar esa imagen beatífica que tradicionalmente se
ha obligado a adoptar a las mujeres. Y desmontando esa imagen, ha creado otra
igual de maximalista en base a su particular vivencia. Al margen de cuál sea mi
opinión al respecto –yo no soy madre, yo soy padre, y por lo tanto no tengo
nada que decir– creo que tanto una postura como otra son igual de radicales e
interfieren de igual modo en una de las premisas básicas que creo que no
debemos perder de vista: que cada cual viva como le salga del higo mientras que
con sus inevitables injerencias no impida al resto hacer lo propio. Esto era lo
que a mí me importaba del comentario. ¿Qué más da si para ella ha supuesto una
pérdida de calidad de vida? Para otras mujeres quizá haya supuesto una
ganancia. Y aquí entra de lleno el problema de los conceptos.
¿Qué es eso
que la periodista llamaba calidad de vida? Si la calidad de vida es la
realización laboral y, a través de ella, la personal, por supuesto que pierdes
calidad de vida. Pierdes calidad de vida si las horas de sueño que te quitan
los catarros, bronquitis, pesadillas y madrugones entran dentro de la noción calidad
de vida. Por supuesto que lo hacen, pero cada uno le dará la valoración que
quiera. Me permito un comentario frívolo, pero que ejemplifica de manera algo
grotesca de lo que hablo: supongo que perder horas de sueño para irte de fiesta
toda la noche también supondrá un menoscabo de la calidad de vida. Yo mismo lo
hacía, pero merecía la pena, y la fiesta resultante incrementaba mi propia
calidad de vida.
No voy a
seguir por ese camino porque no pretendo faltar al respeto a nadie. Lo que
quiero decir es que eso de la calidad de vida es algo absolutamente subjetivo. Cada
decisión que tomamos aporta cosas buenas y cosas malas, y tener un hijo no podría
ser de otra manera. Quizá el problema está en qué ponemos en la balanza, y
sobre todo, cómo ponderamos cada una de esas variables, qué peso le damos. Igual
que una persona positiva reacciona diferente a una negativa ante la misma
problemática, las cuestiones sobre la perdida de la calidad de vida producida
por la maternidad –o paternidad bien entendida– tienen mucho que ver con la
ponderación que cada cual haga de las variables que rodean su existencia. Si
tener un hijo te merece la pena, entonces no te ha restado nada, te ha incrementado
la calidad, por mucho que dormir dos horas tres días seguidos complique mantenerse despierto en la oficina.
Alberto Martínez Urueña
6-02-2017
PD: sé que me habré dejado algún matiz necesario e importante,
pero dos hojas no dan más de sí. Las quejas, al director del blog.
No hay comentarios:
Publicar un comentario