A veces
pretender escribir sobre determinados temas desde un punto de vista positivo y
hacia la luz, como decía en uno de mis últimos escritos, se convierte en una
tarea sumamente complicada. Cuando hablamos del mercado laboral, y más viviendo
en España, el tema se torna resbaladizo: corres el riesgo de que unos te llamen
demagogo, populista o incluso comunista, y que por otro lado, insultes la
sensibilidad de las personas que sufren las inclemencias en las que llevamos
sumidos demasiado tiempo. Yo, desde luego, no tengo los cojones de pedir a una
familia con todos sus miembros en paro que tengan paciencia, que la economía se
está recuperando y que dentro de poco ellos también notarán la mejoría. Yo, sin
considerarme religioso, creo que esta gente se merece un poco más de esa
caridad cristiana de la que algunos hablan y no practican. Y desde luego, no se
me ocurre decirles que la única opción que les queda –no hablo con las medidas
que se están adoptando, sino con las que se podrían adoptar– pasa por aceptar
un contrato de media jornada por cuatrocientos euros que se convertirá en un
trabajo precario a tiempo más que completo. Es lo que hay, dicen algunos. Por
supuesto, acepto yo, pero añado que éste es el estado de cosas que la política económica
ha decidido que sea, y también afirmo que esas decisiones podrían haber sido
otras.
Éste es el
estado de cosas, pero las perspectivas, que deberían ser esperanzadoras con los
datos de crecimiento de la economía española, no son nada halagüeñas. Y no sólo
por la cerril obcecación de un gobierno no ya neoliberal, ideología que podría
admitir como premisa que funciona, sino bochornosamente caciquil conforme a las
mejores costumbres ibéricas. No sólo por eso, sino por los olores de cambio que
se vaticinan para cualquiera que lo sepa ver.
Parece que la
era digital hace tiempo que nos acompaña, pero todavía no conocemos
prácticamente nada de sus efectos. Sí que es cierto que los ordenadores hace
tiempo que nos acompañan, ya sea a través de una caja enorme y una pantalla con
letras verdes o a través de un teléfono móvil de última generación. Sin
embargo, la tecnología digital todavía está dando sus primeros pasos en lo que
a automatismos, inteligencia artificial, realidad virtual o realidad aumentada
se refiere. Eso, sin contar la posible explosión de la computación cuántica que
hoy en día todavía es ciencia ficción, igual que lo era llevar un completo
ordenador en el bolsillo hasta hace no demasiado tiempo. Amazon plantea una
superficie comercial de cuatro mil metros cuadrados con tres dependientes,
Tesla tiene su factoría sin trabajadores, en San Francisco hay un restaurante
sin camareros y una cafetería con un brazo robótico que te pone el café en la
barra. Pero sin darte los buenos días… Y así, tenemos hasta ejemplos de
Inteligencia Artificial capaces de crear música difícilmente reconocible entre
canciones humanas, transformando por completo la noción de arte a la que
estamos acostumbrados, y de la que hablaré en otro de estos escritos.
Las
revoluciones, y en concreto las industriales, siempre han implicado grandes
problemas de adaptación y han generado muchas incertidumbres e incuantificables
sufrimientos. Han transformado la vida de las personas de una manera absoluta,
modificando los usos y las costumbres a todos los niveles. Pensad en cómo la
llegada de la máquina de vapor y después el motor de explosión modificó la
forma y posibilidades de transporte. Lo mismo pasó con la agricultura, con el
turismo, con la fabricación, con el sector textil… Lo cambió todo. Y los
procesos a través de los cuales las sociedades se amoldaron a estos avances
fueron en muchos casos traumáticos. El hacinamiento en las ciudades se
multiplicó hasta extremos insospechados, y todavía, hoy en día, no hemos sabido
resolver en gran medida los problemas derivados de tales movimientos
migratorios. Sin embargo, no todos los miedos que se vaticinaron se acabaron
materializando, y después de esas revoluciones industriales la humanidad ha
seguido un progreso que nos ha traído unos niveles de vida y unas posibilidades
muy superiores a los que disfrutaron en épocas pretéritas como el Medievo o la
época clásica.
Precisamente
por eso, por lo desconocido que hay más allá del telón traslucido del futuro,
quiero conservar la esperanza sin olvidarme de las tragedias que traen los
cambios y las adaptaciones. Quiero pensar que toda esa sustitución de mano de
obra ofrecerá nuevas posibilidades que hoy en día no somos capaces de imaginar,
igual que los hombres del siglo diecisiete no podrían ni vislumbrar las grandes
presas hidroeléctricas, las centrales fotovoltaicas o los gigantescos molinos
de viento, y la capacidad de todas ellas de generar una energía limpia y cada
vez más barata.
No creo en un
futuro apocalíptico. Eso está bien para plasmarlo en una serie de televisión en
donde una tormenta solar o una pandemia nos retrotraiga a las épocas del
salvaje oeste. La sociedad seguirá avanzando hacia delante, sabremos cómo será
la sociedad después de esta revolución industrial, y tendremos una calidad de
vida mejor, igual que después de las anteriores revoluciones. Sólo espero que
sepamos cuidar de todos aquellos que corran el riesgo de quedarse en la cuneta
del progreso porque, como ya he dicho en otras ocasiones, la grandeza de cada
sociedad no viene reflejada en los fríos datos del PIB: se demuestra en la
capacidad que tenga de proteger a los más débiles.
Alberto Martínez Urueña
9-02-2017
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