jueves, 10 de noviembre de 2016

No es la incultura, es la mala hostia


            No os lo voy a negar. Lo del tema Trump es una cosa que me pone los pelos de punta. Literalmente. Así como el caso español me ha provocado más cabreo que otra cosa, veo el tema estadounidense con un alcance distinto. Me trae a la memoria el alzamiento democrático de determinados regímenes que se dedicaron a instaurar la barbarie a través de los propios instrumentos del Estado. Sin embargo, la cuestión relevante no es que Donald Trump sea un demente peligroso con un mensaje misógino, xenófobo y repleto de mentiras que no soporta un mínimo análisis. La cuestión está en por qué hay tanta gente que le vota. Y la justificación de la incultura de sus votantes no me parece suficiente, igual que no me lo parece para que haya quien vote al PP, a Lepen, a favor del Brexit o de la extrema derecha, se llame como se llame, en Holanda, Austria, Rumania, Alemania o donde sea. Porque al final todos somos incultos en algo.

            La situación social es de una más que evidente ira del electorado. La peña pide venganza, unos por una cosa y otros por otra, pero todos se encuentran legitimados para pedir la cabeza de alguien. Pero claro, hemos pasado una crisis económica que nadie ha explicado satisfactoriamente, y sospechamos que los propios causantes han salido beneficiados con ella, causantes que si antes nos robaban con disimulo, han pasado a hacerlo con desvergüenza. Mientras, ninguno de nuestros representantes elegidos democráticamente, símbolo de esa libertad occidental con la que nos llenamos la bocaza, nos ha protegido un ápice de los desmanes de las hienas. Es más, la sospecha es que ellos mismos han estado rapiñando las migas que caían de la mesa de los poderosos. Ojo, digo que es la sensación que mucha gente tiene, no digo que nadie sea culpable de nada. De hecho, yo confió plenamente en que los poderes fácticos tutelan y velan por nuestros intereses. Se desvelan por las noches pensando en la mejor manera de contribuir, filantrópicamente hablando, al beneficio social de las masas. Está claro.

            Pero esa gente inculta y desagradecida no lo ve de esta manera. Miran a los poderes financieros e institucionales y les ven conchabados, y entonces claman al cielo para que un rayo destructor les aniquile a todos. Y como el cielo hace tiempo que no sabe, no contesta, nos manda a un delegado llamado señor X que hace suyas las reclamaciones de los desfavorecidos. Eso que llaman populismo los que no son capaces de conectar con el pueblo desde hace años. No digo que no quieran, pero se esfuerzan poco. Al final, la cuestión Donald es muy sencilla: ante el abandono de los líderes políticos –cuando no se han convertido directamente en padrinos–, la gente agarra lo que tiene, o lo que puede. Lo que le da esperanzas, o lo que le promete sangre fresca. Para mí el mensaje está claro, pero mencionarlo parece muy conspiranoico. Si hablas de ello, parece que vas en plan Iker Jimenez, o J. J. Benítez, pero todo resulta más prosaico. El sistema tal y como está concebido no tiende a resolver las desigualdades, sino a todo lo contrario. No hablo de las teorías económicas que discuto con mis amigos economistas, sino el sistema que en la práctica se ha implantado. La teoría económica habla de un equilibrio de poderes entre productores y consumidores, pero el libre mercado que describe sobre el papel no existe en el mundo real. El mundo real es cada vez más complicado, y sobre todo, cada vez más cruel con los débiles, porque gracias al proceso de globalización, les ha convertido en cifras anónimas que introducir en una ecuación que no garantiza su dignidad como personas. Punto.

            En el mundo real, los trabajadores tenemos cada vez menos derechos laborales, tenemos salarios más precarios, tenemos menos negociación colectiva y una menor protección de las instituciones nacionales y supranacionales. A cambio, tenemos cada vez más incertidumbre vital, niveles de estrés insoportables, separación de nuestros núcleos familiares, más extorsión del patrono, más corrupción institucional, progreso tecnológico que expulsa a cada vez más trabajadores del sistema… Nos vemos impotentes y abandonados, y las razones que nos dan se basan en explicaciones ininteligibles que justifican la inevitabilidad del proceso. En realidad, el equilibrio está roto a favor de quienes tienen en la libertad individual y de mercado su sacrosanta religión por encima de la defensa de los propios seres humanos de los que se han olvidado que forman parte. Unido a esta tragedia, los que deberían hacer algo al respecto, en lugar de protegernos, se preguntan por qué la gente les ha dado de lado y tratan de culpabilizarlos, llamándoles populistas y demagocos. Les llaman incultos.

            Acusan a gente como Trump, o a cualquiera que cuestione sus verdades de ser antisistema, pero quizá habría que analizar cuál es ese sistema que en teoría están intentando romper, y cuál ha sido el papel de cada uno para que hayamos llegado a este estado de cosas. Ojo, yo no estoy a favor de la misoginia, ni de la xenofobia, ni de las mentiras sistemáticas ni de la manipulación. De hecho, no considero a Trump un verdadero antisistema, sino un experto circense y sobre todo, un vendedor de primera. No estoy a favor suyo, pero tampoco de todos los crímenes de lesa humanidad que ese supuesto sistema permite o incluso comete. El llamado pacto social sobre el que se levantaba todo el Estado del Bienestar no ha sido quebrantado por los votantes que ahora piden respuestas, sino por los encargados de su gestión y mantenimiento que se han encargado de desmontarlo sistemáticamente, repartiéndose los despojos. En realidad, el problema es que los votantes se han dado cuenta de que ha sido su absoluta dejadez la que ha provocado que ahora el edificio esté en ruinas.

 

Alberto Martínez Urueña 10-11-2016

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