Uno de los
principales problemas de los demagogos, es decir, políticos, pero también de
muchos de nosotros en ciertas ocasiones son las simplificaciones grotescas que
sacamos por la boca para justificar nuestras propias querencias. Y las
convertimos en miserias. Hace no demasiado me llegó un mensaje en el que se
hacía una burda simplificación del sistema fiscal que, por otro lado agradezco
por aquello que os conté una vez sobre la retroalimentación que recibo con mis
textos. La cuestión iba de una universitaria rojilla y un padre empresario,
sector que respeto, y facha, sector al que ya me cuesta un poco más aceptar. La
niña era favorable al reparto de las cargas económicas a través de un sistema
fiscal redistributivo, pero cuando su padre le pone un ejemplo sobre redistribuir
su nota –era una chica de nueves y dieces– con otra amiga que era un poco
bandana y sacaba sólo cincos y seises, ella pone el grito en el cielo, ya que
ella se esforzaba y estaba penalizándola frente a otra persona que no lo hacía y
no se merecía más nota. El padre, por supuesto, le daba la bienvenida a la
derecha.
La moraleja
de este mensaje, además de ser falsa, es una simplificación grotesca que
pretende defender una postura que podría ser más o menos legítima de no ser
interesada en el peor de los sentidos –todos tenemos derecho a defender
nuestros intereses, ojo–. Por supuesto que creo que el esfuerzo tiene que ser
premiado, y también aquello que haces ha de ser recompensado de acuerdo al valor
que tiene. Si no fuera así, nadie tendría incentivos para esforzarse y
tendríamos una sociedad que valoraría más cuestiones prosaicas en lugar de las
verdaderamente importantes. Imaginaos por un momento que nuestra sociedad
ibérica fuera tan injusta que premiase a través del salario a alguien por el
mero hecho de ser guapa, como a las modelos, o a alguien por salir en la televisión
diciendo gilipolleces –ya sabéis en quien estoy pensando, ¿verdad?– o por saber
jugar muy bien a un deporte. Pueden ser los mejores en su disciplina, pero
quizá el valor de lo que hacen sea irrisorio, sobre todo si lo comparamos con
la labor que hacen médicos, profesores, científicos y ese largo etcétera cuya
dedicación hace este mundo un poco más habitable. Y si alguien me dice que su
salario va en función de lo que producen, por ejemplo a través de la
publicidad, entraríamos en la valoración que la sociedad hace de tal desempeño.
Indicaría que vivimos en una sociedad que le presta más atención a Cristiano
Ronaldo que a un cirujano infantil. No creo que nadie en su sano juicio piense
que es más importante lo que hace el portugués, aunque estoy dispuesto a
aceptar pulpo como animal de compañía.
Otra cuestión
sumamente importante, lectura que el padre de los cojones no hace, tiene que
ver con los bienes públicos y la externalización de sus beneficios. Entiendo
que al padre le parezca fetén no pagar impuestos porque él se lo ha currado, y
eso está muy bien. Tengo amigos empresarios que han apostado su dinero, o
incluso su casa y sus bienes, y llegado el caso su salud, para sacar adelante
una empresa –nada que ver con entrar a currar pronto y salir tarde, aunque
también tiene su gran mérito– y estoy orgulloso de ellos por hacerlo. Pero
seguro que estos empresarios estarán conformes con que haya carreteras que
lleguen hasta sus fábricas, que las ciudades estén suficientemente controladas
para que no saqueen sus tiendas y que sus envíos puedan llegar a su destino en unas
condiciones mejores que las diligencias del salvaje Oeste. Más aun, este padre
tan sabiondo estará conforme con que haya un orden social aceptable dentro de
los mercados en donde tan esforzadamente se ha abierto camino, porque por mucho
esfuerzo que ponga, si la ley de la selva impide a sus potenciales clientes
llegar hasta el comercio, se come sus productos con patatas. Incluso, si sus
productos no son de primerísima necesidad, quizá esté conforme con que el salario
medio de los trabajadores no sea el de subsistencia.
Y claro,
puede argumentar que todo esto no tiene nada que ver con el esfuerzo. Que los
policías que curren de sol a sol, jugándose el pellejo para que él pueda salir
a la calle con su lujoso Mercedes y las bandas callejeras no se lo despiecen se
ganan su sueldo bien ganado. Y el que se contente con sacar su trabajo de forma
honrada en un horario razonable, que gane la mitad y punto. El problema
entonces estaría hasta dónde se puede considerar razonable pedir a los
trabajadores un esfuerzo extra y hasta donde se puede empezar a hablar de
explotación laboral. Y también hasta dónde se puede considerar razonable dejar
en la indigencia al trabajador que no esté dispuesto a dejarse el pellejo
trabajando en la fábrica de ese padre tan sabio.
Como veis, en
cuanto empezamos a profundizar un poco en algo que parece sencillo, las
complejidades del asunto empiezan a tocarnos la entrepierna. Que la sociedad de
consumo de hoy en día esté orientada al titular facilón de la era de las redes
sociales no significa que los problemas hayan dejado de tener profundidad.
Significa que hay gente dispuesta a dejarse engañar por cuatro frases más
contadas, como acaba de suceder en Estados Unidos, la cuna del consumismo.
Además, al margen del esfuerzo, no podemos olvidarnos de que con esos impuestos
que el padre cabrón quiere dejar de pagar, conseguimos no dejar en la cuneta a
muchas personas que, por mucho que se esforzasen, no conseguirían llegar al
nivel de rendimiento que ese imbécil pretende. Por ejemplo, discapacitados,
enfermos, ancianos… Todos ellos reciben rentas monetarias o especie
directamente de ese Estado del Bienestar que los amigos de lo privado quieren
gestionar con criterios de eficiencia y economía. La ley del esfuerzo, por lo
tanto, está muy bien hasta que deja de estarlo, y esto ocurre cuando
simplificamos los problemas, o cuando directamente amenaza con convertirnos en seres
desalmados.
Alberto Martínez Urueña
16-11-2016
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