miércoles, 16 de noviembre de 2016

El abismo de la simplificación


            Uno de los principales problemas de los demagogos, es decir, políticos, pero también de muchos de nosotros en ciertas ocasiones son las simplificaciones grotescas que sacamos por la boca para justificar nuestras propias querencias. Y las convertimos en miserias. Hace no demasiado me llegó un mensaje en el que se hacía una burda simplificación del sistema fiscal que, por otro lado agradezco por aquello que os conté una vez sobre la retroalimentación que recibo con mis textos. La cuestión iba de una universitaria rojilla y un padre empresario, sector que respeto, y facha, sector al que ya me cuesta un poco más aceptar. La niña era favorable al reparto de las cargas económicas a través de un sistema fiscal redistributivo, pero cuando su padre le pone un ejemplo sobre redistribuir su nota –era una chica de nueves y dieces– con otra amiga que era un poco bandana y sacaba sólo cincos y seises, ella pone el grito en el cielo, ya que ella se esforzaba y estaba penalizándola frente a otra persona que no lo hacía y no se merecía más nota. El padre, por supuesto, le daba la bienvenida a la derecha.

            La moraleja de este mensaje, además de ser falsa, es una simplificación grotesca que pretende defender una postura que podría ser más o menos legítima de no ser interesada en el peor de los sentidos –todos tenemos derecho a defender nuestros intereses, ojo–. Por supuesto que creo que el esfuerzo tiene que ser premiado, y también aquello que haces ha de ser recompensado de acuerdo al valor que tiene. Si no fuera así, nadie tendría incentivos para esforzarse y tendríamos una sociedad que valoraría más cuestiones prosaicas en lugar de las verdaderamente importantes. Imaginaos por un momento que nuestra sociedad ibérica fuera tan injusta que premiase a través del salario a alguien por el mero hecho de ser guapa, como a las modelos, o a alguien por salir en la televisión diciendo gilipolleces –ya sabéis en quien estoy pensando, ¿verdad?– o por saber jugar muy bien a un deporte. Pueden ser los mejores en su disciplina, pero quizá el valor de lo que hacen sea irrisorio, sobre todo si lo comparamos con la labor que hacen médicos, profesores, científicos y ese largo etcétera cuya dedicación hace este mundo un poco más habitable. Y si alguien me dice que su salario va en función de lo que producen, por ejemplo a través de la publicidad, entraríamos en la valoración que la sociedad hace de tal desempeño. Indicaría que vivimos en una sociedad que le presta más atención a Cristiano Ronaldo que a un cirujano infantil. No creo que nadie en su sano juicio piense que es más importante lo que hace el portugués, aunque estoy dispuesto a aceptar pulpo como animal de compañía.

            Otra cuestión sumamente importante, lectura que el padre de los cojones no hace, tiene que ver con los bienes públicos y la externalización de sus beneficios. Entiendo que al padre le parezca fetén no pagar impuestos porque él se lo ha currado, y eso está muy bien. Tengo amigos empresarios que han apostado su dinero, o incluso su casa y sus bienes, y llegado el caso su salud, para sacar adelante una empresa –nada que ver con entrar a currar pronto y salir tarde, aunque también tiene su gran mérito– y estoy orgulloso de ellos por hacerlo. Pero seguro que estos empresarios estarán conformes con que haya carreteras que lleguen hasta sus fábricas, que las ciudades estén suficientemente controladas para que no saqueen sus tiendas y que sus envíos puedan llegar a su destino en unas condiciones mejores que las diligencias del salvaje Oeste. Más aun, este padre tan sabiondo estará conforme con que haya un orden social aceptable dentro de los mercados en donde tan esforzadamente se ha abierto camino, porque por mucho esfuerzo que ponga, si la ley de la selva impide a sus potenciales clientes llegar hasta el comercio, se come sus productos con patatas. Incluso, si sus productos no son de primerísima necesidad, quizá esté conforme con que el salario medio de los trabajadores no sea el de subsistencia.

            Y claro, puede argumentar que todo esto no tiene nada que ver con el esfuerzo. Que los policías que curren de sol a sol, jugándose el pellejo para que él pueda salir a la calle con su lujoso Mercedes y las bandas callejeras no se lo despiecen se ganan su sueldo bien ganado. Y el que se contente con sacar su trabajo de forma honrada en un horario razonable, que gane la mitad y punto. El problema entonces estaría hasta dónde se puede considerar razonable pedir a los trabajadores un esfuerzo extra y hasta donde se puede empezar a hablar de explotación laboral. Y también hasta dónde se puede considerar razonable dejar en la indigencia al trabajador que no esté dispuesto a dejarse el pellejo trabajando en la fábrica de ese padre tan sabio.

            Como veis, en cuanto empezamos a profundizar un poco en algo que parece sencillo, las complejidades del asunto empiezan a tocarnos la entrepierna. Que la sociedad de consumo de hoy en día esté orientada al titular facilón de la era de las redes sociales no significa que los problemas hayan dejado de tener profundidad. Significa que hay gente dispuesta a dejarse engañar por cuatro frases más contadas, como acaba de suceder en Estados Unidos, la cuna del consumismo. Además, al margen del esfuerzo, no podemos olvidarnos de que con esos impuestos que el padre cabrón quiere dejar de pagar, conseguimos no dejar en la cuneta a muchas personas que, por mucho que se esforzasen, no conseguirían llegar al nivel de rendimiento que ese imbécil pretende. Por ejemplo, discapacitados, enfermos, ancianos… Todos ellos reciben rentas monetarias o especie directamente de ese Estado del Bienestar que los amigos de lo privado quieren gestionar con criterios de eficiencia y economía. La ley del esfuerzo, por lo tanto, está muy bien hasta que deja de estarlo, y esto ocurre cuando simplificamos los problemas, o cuando directamente amenaza con convertirnos en seres desalmados.

 

Alberto Martínez Urueña 16-11-2016

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