Uno de los
principales males endémicos, sino el principal, de nuestra política ibérica es
la visión cortoplacista de nuestros representantes. Al margen de que las
grandes promesas electorales siempre se quedan en agua de borrajas, el panorama
que contemplan desde sus escaños y desde sus ministerios únicamente alcanza a
cuatro años vista. Las grandes obras que inicie un ejecutivo serán inauguradas
por otro, es cierto, pero aun así se hacen algunas porque no queda más remedio
que construir carreteras; sin embargo, son mucho más olvidadas las medidas que
no son mediáticas porque no sirven para ganar votos. Así, año tras año y
legislatura tras legislatura, España sigue sin una verdadera reforma de la
administración pública, sin una consolidación y estructuración sensata del
sistema territorial, sin un sistema de corresponsabilidad en la financiación
administrativa, sin una planificación hidrológica coherente… Ni qué hablar de
la Educación, los problemas derivados de una Sanidad departamentalizada por
territorios o los controles de gasto público llevados a cabo por tantas
intervenciones nacionales, autonómicas y locales como organismos de ese tipo
existan dentro del Estado. Organismos, por cierto, que distan mucho de la idea
de independencia que muchos tendréis, amén de no tener nada que ver con el
concepto de independencia que tienen en los países de nuestro entorno. Y no
hablo de África.
De los
problemas con respecto a la necesidad de incrementar el control que se hace
sobre los usos del dinero público –de lo que entiendo un poco– hablaré en otro
momento. Hoy quería comentaros, sin embargo, que después de varios años de
dejación y olvido, se ha vuelto a reunir aquello que se llamó Pacto de Toledo.
Lo de las pensiones. Ese aspecto de la economía que tanto nos afecta y que
sería el epítome perfecto de lo que os contaba el párrafo anterior. A las
pensiones les afecta todo lo que le puede afectar a una de las vertientes del
gasto en este país: sector predominantemente dominado por el votante de
derechas, temática complicada cuyos aspectos importantes no son mediáticos –y
cuando lo son, es para echarse a temblar, como lo del fin de la hucha de las
pensiones– y cuyos factores determinantes afectan a políticas poco conocidas
–políticas activas y pasivas de empleo– o a políticas a muy largo plazo de las
que son condenadas reiteradamente al olvido por la visión cortoplacista,
cicatera y cobarde de todos los Ejecutivos que han sido en nuestra piel de
toro. Políticas a muy largo plazo como son, de las mencionadas anteriormente,
la Educación, la Sanidad –conviene prevenir antes que curar–; pero también,
otras muchas.
En España maltratamos
como nadie el sector de la I+D+i. Somos un país capaz de retroceder quince años
en esa materia sin torcer gesto, sin entender la relevancia que tiene para
nuestro sector productivo. Otro de los sectores a los que ni miramos,
precisamente, es a nuestro sector productivo, poco diversificado y dominado por
la cultura empresarial de la horariocracia –esto no es mío, pero me hace
gracia– y el caciquismo que arrastramos desde tiempos del Quijote. Dominados
como estamos por ese concepto, cualquier política que se pretenda hacer
respecto a la cuestión demográfica es papel mojado. Una sociedad en la que una
mínima estabilidad económica se consigue a partir de los treinta y cinco tacos
–el que lo consigue– y con una tasa de paro cuya única defensa que admite es la
del fraude laboral que enarbolan los cínicos, implica que nadie se plantea
tener más de uno o dos hijos, a lo sumo.
Nada de lo
que digo, ojo, es exclusiva cosecha propia, como ya imaginareis. Nada nuevo
bajo el sol. Pero la mayoría de los artículos que leo sobre la materia inciden
en dos aspectos: la financiación actual, en la que se argumenta que de alguna
manera habrá que pagarlo, y la visión a largo plazo. La visión a largo plazo,
que es la que me interesa en este momento, aglutina el consenso de que hay que
profundizar en una serie de reformas que nos lleven hacia delante, y desde
luego, este hacia delante no pasa por la devaluación de salarios que se ha
llevado a cabo en nuestro país. Hay un consenso generalizado, dicho con mayores
o menores palabras, de que estas cuestiones son trabajo directo de nuestros
representantes políticos. De la valentía que tengan a la hora de afrontar estos
problemas, de la responsabilidad con la que los afronten y de la seriedad, más
allá de sus visiones cortoplacistas, con la que los traten. Hay análisis
comparados con otros países, como el alemán, el francés, el austriaco… También
con países que quizá se nos parezcan menos, como en canadiense, y en todos los
casos llegan a acuerdos, modelos y consensos que son más o menos
satisfactorios. Es decir, que si se quiere, se puede.
En resumen,
el problema de las pensiones, más allá de la cuestión económica, en la que
habrá mucho que pulir y pensar, es de índole política. Pero no sólo por las
decisiones que se han de tomar, sino por la altura de nuestros líderes. Y más
allá de que Mariano tiene pinta de ser alto, los últimos acontecimientos
vividos en la corrala de la Carrera de San Jerónimo, no alientan precisamente
la esperanza del que os escribe. Más bien, veo un futuro muy oscuro en el que
seguiremos comprobando como los salteadores de caminos de los siglos
precedentes aprendieron que los mejores lugares en donde trincar y sacar
provecho estaban forrados de mármol, tapices y alfombras.
Alberto Martínez Urueña
23-11-2016
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